Estoy dándole a la tecla, como cada día. Ganándome el jornal. Estoy en ese momento difícil de empezar un capítulo de la novela que llevo por la mitad. Dándole vueltas a un escenario y a un personaje. Y en ese momento compruebo, con una maldición, que olvidé desconectar el teléfono. Y que suena. Me dispongo a apagarlo cuando cometo el error de mirar quién llama. Es Gervasio Sánchez, el fotógrafo, viejo camarada de lugares incómodos. Así que respondo a la llamada. Y ahí está el buenazo de Gerva, que me suelta de buenas a primeras: «Te llamo desde Vukovar, Arturo. Desde el vestíbulo del hotel Dunav». Y entonces me olvido de la novela y del capítulo por empezar, y me siento, y escucho. Y recuerdo la noche del sábado 21 al domingo 22 de septiembre de 1991 en Vukovar, Croacia, antigua Yugoslavia. Con él, Márquez y los otros.
Me cuenta Gerva que ha vuelto allí donde vivimos aquello, el peor asedio de aquella guerra, el Stalingrado croata. El lugar donde todos los hombres y jóvenes con los que durante muchos días difíciles convivimos, fotografiamos y filmamos -Grüber, Sexymbol, Ivo, el pequeño Rado-, fueron asesinados cuando la ciudad cayó en manos serbias, incluidos prisioneros, enfermos y heridos. Y añade Gerva que ha vuelto allí veinticuatro años después para hacer fotos de lo que Vukovar es ahora; porque, asegura, revisitar la geografía del horror que tiene en la memoria es su manera de no ir al psiquiatra para que arreglen lo que se le quedó dañado en el interior. «Todos no tenemos la suerte de poder escribir novelas para soportar el peso de las mochilas llenas de fantasmas», me dice.
Cuando Gerva habla de estas cosas siempre se pone algo cursi, porque pese a la mucha mili que lleva en las abolladas cámaras sigue siendo un sentimental y un osito de peluche. Así que le pregunto si ha llorado mucho, y dice que sí, que a ratos. Que acaba de entrar en el hotel Dunav y en pocos segundos ha vuelto al pasado. Ha visto en la recepción el espectro del soldado que nos pasó las botellas de rakia y de whisky, ha vuelto a sentir temblar el edificio, ha visto a los muertos de ese día y los muertos de los días siguientes tirados por todas partes, y también el agujero en la cabeza de la mujer a la que mataron mientras conducía un automóvil, los rostros asustados de los heridos que nos miraban cuando nos íbamos por el camino de los maizales, el último camino, sabiendo que estaban sentenciados a muerte. «Y te he visto a ti, cabrón -añade-, durmiendo tirado en el suelo del vestíbulo».
Mientras Gerva me cuenta todo eso, yo también vuelvo a verlo a él, y a los compañeros del tiempo en que aún no había teléfonos móviles y aún éramos jóvenes, aquella noche en que nos cayó encima de todo; tanto, que tuvimos que refugiarnos en el sótano del hotel Dunav, en los urinarios que apestaban a suciedad, Márquez con su cámara, Mayte Lizundia, Alberto Peláez con su equipo de la tele mexicana, y el buen Gerva con sus cámaras colgadas del cuello y su chaleco antibalas de segunda mano. Había otra gente muy asustada, cuyo nombre no recuerdo; y el alcohol que circulaba, y el hedor, y los cebollazos que caían afuera, y los gemidos de terror de esos cuyos nombres no recuerdo, le daban igual a Márquez, que dormía a pierna suelta abrazado a su Betacam; pero a mí no me dejaban pegar ojo. Así que decidí irme arriba, al vestíbulo. Busqué una columna que me protegiera un poco y me tumbé detrás. Y estaba sobando como un obispo cuando Gerva, cosa muy propia de un pelmazo como él, vino arrastrándose a tirarme de un pie para decirme que bajara otra vez, que allí arriba me iban a reventar los hijoputas de afuera. Y yo lo mandé a tomar por saco -«Vete a mamar, Gerva», fue exactamente lo que le dije-. Pero él, que era y sigue siendo una especie de Teresa de Calcuta con cámaras fotográficas, insistió una y otra vez; y como no me dejé convencer y le dije que prefería palmar allí arriba, tranquilo, que abajo rebozado de meados, vómitos, mierda y cagaditas de rata en el arroz, decidió quedarse conmigo, por no dejarme solo. Y los dos estuvimos allí acurrucados, uno junto al otro en el vestíbulo del Dunav, iluminados por el resplandor de los cebollazos serbios que caían en la calle. Y fue entonces cuando el buenazo de Gerva dijo su gran frase, las palabras inmortales que recogí en Territorio comanche y que recordaré toda mi vida, y que a pesar del horror de aquellos días siempre recuerdo con una carcajada: «Si esta noche me matan por tu culpa, no te lo perdonaré nunca».
27 de diciembre de 2015