domingo, 25 de marzo de 2012

El Yonatan y la Jessi

A veces, cuando me empitono con el personal, se me va un rato la pinza de la ropa y pido napalm a gritos, incluido para mí, algún colega me dice eso de pírate, tío, tú que puedes. Para qué sufrir con el paisaje. Pero es que no es lo mismo, suelo responder. A mí me gusta esto incluso con letra pequeña. Me pone mirarnos hablar, pelear, sufrir, soñar, equivocarnos o acertar. Debe de ser mi fondo de alma friki -lo afirma un fan del Príncipe Gitano y de los Chunguitos-, pero soy incapaz de resistirme ante un producto racial de aquí, bien elaborado. A veces voy por la calle y debo contenerme cuando me lo topo, sobre todo cuando llevo corbata y voy formal, para no darle un abrazo y besarlo en la boca. O besarla. Y es que al final acabas tomándole cariño a la peña. Tan irrepetible, oigan. Tan nuestra. Es un perro y se le quiere, así que calculen. Con las personas humanas. Los españoles de España. 

Siempre creí, verbigracia, que el Manolo clásico de tripa cervecera y puticlub, heredero de aquel macarra de playa sesentón -maricona colgada de la muñeca y bañador slip leopardo-, era modelo definitivo, acabadísimo, de nuestras esencias. Que nada podría sustituirlo en mi corazón. Pero erraba. Hace tiempo, lo noto, que otros nuevos afectos me rondan el órgano. El jueves pasado, sin ir más lejos, viví un momento glorioso. Perfecto. Me encontré por la calle a una pareja de jóvenes, parte de un grupo que estaba un poco más allá en la puerta de un bar, y lo que primero oí fue la música, que atronaba la calle por los altavoces de un Megane tuneado. Luego asesté pupila: él y ella. Poligoneros de manual. Tan clásicos de pinta, que tecleas en Google los nombres Yonatan y Jessi, por ejemplo -O Vane, o Yasmi, o Viky, o Mati, o Soralla-, y salen sus fotos. Entonces le oí a la pava la primera frase: 

-¡Apaga sa músika que mestoy vorviendo loka! 

Mirá a la parte masculina del binomio: el chacho estaba situado al volante del buga, con una lata de garimba encima del salpicadero, y sentada la choni a su lado en la acera, ella con tanta pintura de colorines en los ojos que no podía ni levantar los párpados y la cara como empolvada de colacao, un piercing en el belfo inferior, botas de pelo hasta la rodilla, el pantalón de caja bajísima dejando ver la mitad superior de dos rollizos glúteos, un tanga negro y un tatuaje verde en chino, o japonés, o de por ahí. Y en ese preciso instante, la culomoto, tras darle una honda calada a un truja que tenía entre las uñas pintadas de color fursia, pronunció esta frase inmortal: 

-¡Me tiés rayá hasta la pipa del coño! Se me fueron otra vez los ojos al jambo, como es natural, y he de reconocer que mi afecto por su especie urbana subió, en el acto, varios puntos. Era un clásico: dos cadenas de oro al cuello, gafas pastilleras, camisa Rodweiler, vaqueros cagaos, Nikes de muelles, pelo a lo cenicero estándar con mechón engomado, y muy concentrado tecleando algo en el Iphone, posiblemente un mensaje a algún colega, del tipo «AnoSie cojiMo uN siego wapo», «le kiTao el tuvo esKape y petA que t kgas» o «Pa mi Ca la Yeni la tngO preñá». El caso es que, impasible, muy torero, el Yonatan, o el Arón, o el Kevin, o el Grabiel, como se llamara, movió a un lado la cabeza, miró a la jambrina con lenta indiferencia -observé que el pavo llevaba un pendiente de oro en una dumba-, y adoptando una expresión singular de kie poligonero, a medias entre Clin Isbud, Yustin Gueber y Andy y Lucas, perfeccionada, supongo, en cientos de noches de botellón o discoteca, sexo sin protección, pastillas y gangrenas de colores, trallazos de nieve, cristal, ladillas galopantes y soplidos en controles de alcoholemia, respondió: 

-No me chines, tía. ¿Sabes lo que te digo? 

Y siguió tecleando. Para ese momento yo me apoyaba en la pared más cercana, entusiasmado, buscando apresuradamente el Pilot V7 azul y un papel para anotar aquello antes de que se me olvidara. Y mientras tomaba las primeras notas al dorso de un recibo de cajero automático -saldo insuficiente, decía el hijoputa-, vi cómo la loba se ponía en pie, airada, se acomodaba las bufas en el escote del top ombliguero color verde fosforito, se rascaba justo entre las ingles, fuerte y sistemáticamente, y luego, sin descomponerse demasiado, le pegaba una patada a una llanta tuneada del coche, antes de pronunciar una frase que esa misma tarde, en el pleno de la Real Academia Española, tuve el gusto de repetir, fascinado, a mis respetables colegas: 

-Te vi a zampar una ostia más rápido que deprisa. 

Y es que son -somos- unos genios. Aunque no lo sepan. O sepamos. 

25 de marzo de 2012

domingo, 18 de marzo de 2012

Prefiero que no lo hagan

Sí, lo sé. Mañana se cumple el bicentenario de la Constitución de Cádiz, y podría ocuparme de eso. Dedicar esta página pecadora a la bonita efemérides del 19 de marzo de 1812. Pero no me apetece nada. Primero, porque a estas alturas del telediario estarán ustedes hasta arriba de artículos de prensa y reportajes mencionando el asunto. Empachados de doceañismo hasta la glotis. Segundo, porque hace un par de años escribí una novela gorda contando aquello, o intentándolo. O sea, que ya hice mi parte. Y en tercer lugar, porque si hoy hablase de la Pepa, también tendría que hablar de quienes se la cargaron en pocos días: los políticos visionarios, meapilas o incompetentes, los curas fanáticos, los animales con sable, los reyes infames y los súbditos analfabetos que, entonces como ahora, aplauden constituciones y gritan vivan las caenas al día siguiente, según sople, con esa habilidad asombrosa que tenemos los españoles para triturar cartas magnas, monarquías, repúblicas, democracias y lo que nos pongan a tiro. Lo que nunca nos cargamos son las tiranías, de la clase que sean. Qué curioso. Ésas son de duralex. Irrompibles. Aquí, los dictadores, los reyes felones y los hijos de puta suelen durar más que el resto, y palman tranquilamente en la cama. O jubilados con sueldo oficial. 

Así que, como unas cosas suelen llevar a otras, voy a hablarles de algo que no tiene que ver directamente con la Pepa, pero en el fondo sí tiene que ver. O eso creo. Y disculpen si arranco de una circunstancia personal. De vez en cuando, los responsables de alguna biblioteca o centro escolar, gente bien intencionada que tiene la amabilidad de leer con indulgencia mis novelas o mis teclazos dominicales, me hace el honor de proponer mi nombre para bautizar el asunto. Biblioteca Tal, colegio Cual. Suena desmesurado, lo sé. Pero soy inocente. Hasta hay quien, en arrebato de fervor inmerecido por mi parte, propone mi nombre para una calle. Un par de ellas ya me han sido adjudicadas a traición, y precisamente estos días circula una iniciativa semejante por Cartagena; que, pese a la generosidad de mis paisanos, confío en que la descarte el sentido común. Sobre todo, para no obligarme a cumplir una vieja promesa: si ponen mi nombre a una calle en mi ciudad, es probable que acuda con un spray grafitero a tacharlo, en plan Banksy. Quedaría ingrato. Y feo, si me pilla un guardia. 

No se trata de modestia, y a eso voy. Se trata sólo de prudencia. Uno es lobo viejo, con algún colmillo flojo y el rabo pelado. Y esto es España, o sea. El sitio del que hablaba en el primer párrafo. El de la Pepa. Aquí tu nombre en una calle, salvo raras excepciones, sólo sirve para dos cosas: para que la peña te tenga más ganas, o te las tenga si no te las tenía, y para que, a la menor oportunidad, lo cambien por otro nombre. Te pongan al día por el artículo catorce. En menos de un siglo, una calle española puede llamarse sucesivamente calle Real, de la Constitución, de la Restauración, de la República, del general Fulano, de la Libertad, del General Mengano, del payaso Fofó, de la Madre Que Nos Parió... Esto es España, insisto. Y eso de los nombres volátiles vale para calles, colegios, bibliotecas y lo que ustedes quieran poner en una placa. Aliñado, naturalmente, con la estupidez y la mala leche propias de este putiferio. Por poner un ejemplo reciente y calentito, ahí está, sin ir más lejos que a Basauri, el noble empeño de un par de consejos escolares de allí, decididos -supongo que por estas fechas estará hecho, o a punto de nieve-, con el no menos digno apoyo del alcalde local, vasquísimamente apellidado Busquet, a rebautizar como Bizkotxalde y Soloarte dos colegios públicos llamados Lope de Vega y Velázquez: esos dos conspicuos franquistas. 

Así que yo de ustedes me andaría con tiento cuando les propongan homenajes, porque las placas de las calles las carga el diablo. Y permítanme un consejo práctico. Cuando sus vecinos, amigos o clientes vayan, con ingenua buena fe, a proponer su nombre para algo, digan lo de aquel personaje de Melville, el escribiente Bartleby: prefería no hacerlo. O que no lo hagan. Porfa. Nunca sabe uno lo que puede durar. Lo que tardarán los queridos paisanos, que con tan sincero fervor le dedican a uno la calle, el colegio o la biblioteca, en cambiar de opinión, quitar la placa, poner otro nombre y arrastrar al antiguo titular, simbólica o físicamente, camino de la farola más próxima, el exilio, la cárcel o el paredón. Si creen que exagero, hagan memoria. La historia de los nombres de calles arrancados es la historia de España, desde Istolacio, Indortes y Orisón -que igual también tuvieron calle- hasta hace medio minuto. Nuestra puerca historia. 

18 de marzo de 2012

domingo, 11 de marzo de 2012

La muchacha y el pintor

Debió de ocurrir por el año cincuenta y tantos. Tengo un recuerdo preciso pero ingenuo de aquello, así que supongo debía de tener yo, entonces, siete u ocho años. Era sábado o día de vacaciones, porque no había ido al colegio y estaba tumbado en la hierba del jardín, a la sombra de un árbol, leyendo tebeos de la editorial Novaro -Roy Rogers, Hopalong Cassidy, Gene Autry o uno de ésos-. Era por la mañana, pues la luz del sol iluminaba los cipreses de la entrada, la cerca exterior y la puerta. Había alguien trabajando allí: un hombre joven, aunque a mí me parecía mayor, que pintaba la puerta de verde. Me fijaba en él porque al llegar, antes de empuñar la brocha, se había acercado a decirme algo que no recuerdo sobre los tebeos. Era moreno, con la camisa manchada de pintura y remangada por encima de los codos. Me pareció simpático. 

Era primavera, creo. Hacía buen tiempo y las ventanas estaban abiertas. En una, limpiando los cristales, estaba una chica joven que trabajaba en casa. Ahora la llamaríamos empleada de hogar, pero entonces las palabras usuales eran sirvienta, criada o muchacha. De modo familiar, chacha. Tan familiar que, por ejemplo, a la señora que durante toda su vida trabajó para la familia de mi abuelo, y que murió muy anciana, viviendo en la casa, respetada y querida por todos, la llamamos siempre la chacha Encarna. Y todavía, al recordarla, nos referimos a ella así. 

El caso es que esa mañana yo estaba en el jardín leyendo tebeos, el pintor dándole una mano a la puerta, y en la ventana la muchacha cantaba Campanera. A quien no haya vivido aquellos tiempos -la televisión no la conocí hasta los doce años- le será difícil hacerse idea de lo que era la radio en la vida de la gente: la música y la canción, donde destacaba la copla de modo absoluto. Si todavía hoy canturreo de memoria docenas de canciones españolas -Juanita Reina, Antonio Molina, Pepe Pinto-, es de oírlas mil veces en la radio, o repetidas por todas partes. No había casa que no tuviera la radio encendida, ni chacha que no cantase coplas. La nuestra tenía una bonita voz, y repetía lo de Dile que pare esa noria / que va roando, pregonando / lo que quieeeere de forma agradable. Era rubia, jovencita -estuvo con nosotros hasta que se casó y mi madre fue su madrina de boda-. Se llamaba Pepita. Limpiaba los cristales, como digo, cantando esa copla. Y en un momento determinado, el pintor, que de vez en cuando la miraba, se acercó a la ventana, mostrándole un brazo manchado de pintura, y le preguntó si no tenía aguarrás o algo para quitárselo. 

Qué tiempos, oigan. Con lo bueno y malo que tuvieron, qué tiempos, de cualquier manera. Y qué pequeño e ingenuo era yo. Cuando el pintor se arrimó a la ventana, levanté la vista de los tebeos y me lo quedé mirando. Ya dije que era joven y moreno. Tenía el aire masculino, la cara atezada de trabajar al sol. Seguramente olía a sudor y al cigarrillo -supongo que negro y sin filtro- que le humeaba a un lado de la boca. También recuerdo su sonrisa: ancha, amable, un punto guasona. Con la rigurosa rectitud de un niño de entonces, aquello me pareció algo desenvuelto. Un punto descarado. Pero el pintor, como digo, me había dirigido antes unas palabras. Me era simpático. Así que seguí interesado la reacción de Pepita: al principio hizo como que no había oído la pregunta, y siguió cantando Campanera. Luego, cuando él insistió, lo miró muy seria, como si dudara, demorándose en la sonrisa del joven. Al fin, como con desgana, se retiró de la ventana y apareció en la puerta con una botella de aguarrás y un trapo limpio. 

Recuerdo perfectamente la escena: el pintor con el brazo desnudo extendido, los párpados entornados por la colilla que le humeaba en una esquina de la sonrisa, clavados los ojos en el rostro de Pepita; y ésta, baja la mirada, sin mirarlo a la cara, cogiéndolo por la muñeca con aparente fastidio mientras frotaba con el trapo mojado en aguarrás la mancha de pintura del antebrazo y seguía cantando en voz más baja: Dicen que un perseguío / que anda escondío / la vino a ver. Aquello duró un par de minutos. Luego él dijo gracias; y Pepita, sin levantar los ojos, dio la vuelta y entró en la casa. Pero cuando ella apareció de nuevo en la ventana, cantando otra vez Campanera, observé que ahora miraba al joven a hurtadillas, mientras él seguía pintando de verde la puerta con la misma sonrisa en la boca. Y volví a mis tebeos con la sensación de haber presenciado algo nuevo y fuera de lo común: un rito secreto cuyo misterio me parecía entonces impenetrable, y que medio siglo después me provoca una carcajada de felicidad, recordando. 

11 de marzo de 2012

domingo, 4 de marzo de 2012

Shopping-fit y otras gilipolleces

Lo juro por Snoopy y el Barón Rojo. Cada vez que me choteo de una estupidez de género y en el acto se descuelga una talibana mentándome a la madre, quiero corregirme. Hallar el camino y ver la luz, como Paulo Coelho. Advierto, por ejemplo, que las ultrarradicales del negocio nunca se meten con las revistas femeninas, e incluso algunas ocupan puestos de responsabilidad en ellas; velando, supongo, para que allí todo sea canónicamente no sexista. Buena será el agua cuando no la maldicen, concluyo. Por eso el otro día decidí sumergirme en busca de doctrina, leyendo una de esas revistas con consejos del tipo Cómo lucir joven a los 80, ¿Quieres oler bien? y Divina de la muerte a todas horas. Así que fui al kiosco. A ver cómo plantean el feminismo práctico, me dije. Con la que está cayendo, habrá algo interesante para reorientar la economía doméstica, encontrar trabajos dignos y cosas así. Algo útil de verdad. Y en efecto; apenas abierta una revista, leí: «Además de ecológica y saludable, la bicicleta para ir al trabajo es muy trendy». Y pensé: promete. Pero me quedé corto. La bici era lo de menos, porque lo delicioso estaba en otro sitio: consejos para que una señora adelgace sin esas vulgaridades de sudar, nadar, correr o pegarse caminatas. Lo trendy es otra cosa, mariposa. Más cool. 

Mantenerse en forma desde el sofá, según el texto, está al alcance de cualquiera. La dama en cuestión está viendo Sálvame, por ejemplo; y para quitarse, como es su obligación, esos kilos que sobran después de ir por los niños al cole y calzarse horas de cocina, plancha y fregote al salir del curro, si lo tiene, bastará con ponerse bajo los glúteos unos electrodos que agitan los antedichos glúteos mediante una técnica de autoestimulación llamada Personalfitness Forladies, o algo parecido. Aunque, si la prójima es de natural aventurero, en vez de autoestimularse el fitness sentada puede hacerlo de pie, con un sistema para videoconsola llamado, creo, My Digitalbody is Rich: un simulador de baile que usan las estrellas de Hollywood, «que nos hace levantarnos del sofá para realizar una actividad saludable y compatible». En torno a la tabla de planchar, por ejemplo. O mientras limpia cuartos de baño. 

Pero la joya del asunto es el shopping-fit. «De tiendas -dice el artículo, con un par- pero en clave de ejercicio». Para reducir grasas no hay como ir de compras, a ser posible dejando el coche en un parking que obligue a caminar 15 minutos -en Madrid, de Goya a Serrano, sin ir más lejos o too far-. Y si lo dejas en la planta cuarta, mejor. Más escaleras para tu cuerpo. Luego, el truco consiste en «ver tiendas; imagina unas dos horas de trabajo cardiovascular ligero con activación de la circulación». Pero mucho ojo, previene cauto el artículo. No te limites a buscar trapitos que estén a mano. «Enreda también en las estanterías bajas porque te obligarán a realizar flexiones que tonifican los glúteos». El regreso, cargada de bolsas, ofrece también una excelente oportunidad de personal training «equivalente a 15-25 minutos de trabajo cardiovascular a ritmo medio». Y ya puestos a rizar el rizo, si en vez de bolsas de Prada, Farrutx y Loewe -esto no lo dice el artículo, pero se deduce del contexto- la señora va cargada como una mula con bolsas de Carrefour, de Supercor o del mercado del barrio, el trabajo cardiovascular puede ser ya la pera limonera. Echen cuentas. Calculen el nivel, Maribel, de personal training. Completado, a modo de guinda, por un consejo importante: «No olvides tu botellín de agua. El shopping-fit es una actividad que exige estar bien hidratada»

Pero eso no es todo. Lo más trendy para adelgazar, según la revista, es la cama. Estirar las piernas sentada mientras te bajas la cremallera de las botas altas de Manolo Blahnik. Luego, tumbada, rodar la pelvis y apoyar cada vértebra en el colchón «como si tu columna fuese un collar de perlas». Aunque la perla viene luego: «Espero a mi chico sentada sobre los huesecitos del glúteo... Por fin mi pareja se mete en la cama y aprovecho para hacer el último estiramiento con él». En este punto, claro, me lancé ávido sobre esas líneas, dispuesto a aprender, con el nihil obstat de las asociaciones para igualdad de género subvencionadas por la Junta de Andalucía y demás Juntas pero no revueltas, los detalles de dicho estiramiento. Y leí, fascinado: «Lleva tu pierna, flexionada, por encima de tu cuerpo hasta entrar en contacto con el cuerpo de tu chico -sobre maridos normales o pavos de cuarenta para arriba no se especifica nada-. Luego mantén la rodilla apoyada en él durante 20-30 segundos. Salta por encima de tu chico y repite esa posición con la pierna contraria». Ahora cierren los ojos, e imaginen. Porfa. No me digan que no es trendy. 

4 de marzo de 2012