domingo, 25 de julio de 2021

Nuestros lanceros bengalíes

Hace poco me di un buen atracón de cine bélico español en blanco y negro, de los años 30 y 40, incluso con algún extra italiano y francés rodado en esa época. Hacía mucho que no le metía mano a semejante registro, y lo pasé muy bien. Cayeron, una tras otra, Frente de Madrid, El Santuario no se rinde, Sin novedad en el Alcázar, La bandera, A mí la Legión, Raza, Harka y Rojo y negro. Sesiones cinematográficas muy interesantes para, como se decía antes, cualquier espectador razonablemente formado, que sepa situar lo que tiene delante y en qué momento se hizo. Para alguien capaz de contextualizar sin prejuicios ni orejeras. 

El caso es que viendo esas pelis confirmé varias cosas. Una es que Alfredo Mayo, aparte de buen actor incluso en malas películas como A mí la Legión, era un tipo con una planta y un carisma extraordinarios; así que no es extraño que los hombres de entonces lo admirasen y las señoras se lo comieran vivo. Otra es que La bandera, del francés Jean Duvivier –Jean Gabin de legionario, nada menos–, rodada antes de la Guerra Civil, es un film-documento magnífico. Y otra, que el falangista Carlos Arévalo, director de Rojo y negro, prohibida por las autoridades al día siguiente de su estreno en 1942, fue sin duda el más interesante de los cineastas españoles de la época. De esa película, obra de culto para cinéfilos de cualquier ideología entre los que me incluyo, opiné más de una vez en esta página. Pero de Harka, que también es de Arévalo, no he hablado nunca. Y es de justicia que lo haga. 

A pesar de la arcaica imperfección de su rodaje y del torpe hilván narrativo de un director en su primera película, y también pese a que algún cantamañanas cegado por los prejuicios la calificara de panfleto patriotero, militarista y franquista, e incluso de «sexualmente turbia», Harka es un documento extraordinario por varias razones. Una es el interés de la historia en sí: las harkas eran unidades irregulares de soldados indígenas mandadas por jefes españoles, que en la primera mitad del siglo pasado luchaban en Marruecos. La de la película se enfrenta a guerrillas rifeñas rebeldes, narrando una historia de combates y de amistad entre tres oficiales europeos: dos veteranos y uno que acaba de llegar. Al haberse rodado sobre el terreno en 1941 con una hueste de harqueños auténtica, la película nos asoma con extremo realismo a un mundo colonial hoy desaparecido, que muchos jóvenes y no tan jóvenes desconocen. No deja de tener su triste gracia que críticos cinematográficos españoles que con toda razón babean ante Tres lanceros bengalíes, estupenda película dirigida por Henry Hathaway, renieguen de la de Carlos Arévalo, que narra la misma clase de historia bélica y colonial. Lo hace con menos medios y menos brillantez hollywoodiense, es cierto; pero con mayor profundidad, realidad y dramatismo. Mostrando, además, mucho más respeto por las tropas y el enemigo indígenas del que muestran los lanceros de Bengala, su guionista, su director, sus actores y la anglosajona madre que los parió. 

Harka es nuestro cine de aventuras coloniales que pudo ser y no fue. Que nunca supo o pudo, o no lo dejaron, ir más allá. El capitán Sidi Balcázar, el capitán Peña y el teniente Herrera son de pleno derecho nuestros tres lanceros bengalíes; y Alfredo Mayo, Raúl Cancio y Luis Peña, actores salidos de una guerra civil que había terminado dos años antes del rodaje, encarnan con más credibilidad documental sus personajes en la dura tierra marroquí que el cine norteamericano o británico con sus estereotipados oficiales británicos a lo Kipling, sus decorados de cartón piedra y sus teñidos indígenas de La carga de la brigada ligera, Revuelta en la India, Gunga Din o Las cuatro plumas: películas estupendas pero más falsas que el ceño fruncido de Pablo Iglesias. Eso hace a Harka distinta, e incluso en algún aspecto superior a esas otras. No por su discutible calidad cinematográfica, sino por lo que de verdad y definitorio de una época hay en ella: heroísmo, amor a la patria, lealtad y sentido del deber. Incluso el final agridulce, la muerte de unos héroes y su relevo por otros que renuncian al amor por seguir la huella de quienes los precedieron, interesa y sugiere mucho. La de España en Marruecos fue una aventura colonial injusta y desastrosa –este año se cumplen cien del desastre de Annual–, pero conocerla de un modo tan directo es también comprenderla. Ochenta años después de su estreno, ver esa película supone vivir uno de aquellos episodios en que tan pródiga es la historia de España, y a los que escaso partido supo sacar, y sigue sin hacerlo, nuestro cine. Disfrutar de Harka es, y les doy mi palabra, sumergirse de modo asombroso en una aventura fascinante y olvidada. 

25 de julio de 2021

domingo, 18 de julio de 2021

Una historia de Europa (VII)

Cuando hablamos de la Grecia más antigua tendemos a pensar que era un país como los entendemos hoy, pero eso no se corresponde con la realidad. En aquellos tiempos oscuros, de veinte a diez siglos antes de que naciera Cristo, sería más propio hablar de un mundo griego que de una Grecia concreta. O sea, de lo que los historiadores serios (el que avisa no es traidor) llamarían Hélade. Los griegos de entonces no se denominaban a sí mismos griegos, palabra que es latina o romana, sino helenos, argivos, aqueos y nombres por el estilo, y estaban bastante desparramados, iban, venían y se invadían por el Mediterráneo oriental y sus costas. Sabemos poco de ellos, porque los historiadores de aquellas tierras empezaron a escribir mucho más tarde; pero gracias a arqueólogos espabilados como el alemán Schliemann (que descubrió Micenas y Troya confirmando que ésta había existido realmente), y el inglés Evans (que excavó Cnosos), y cruzando todo eso con los textos más antiguos, podemos hacernos una idea aproximada de por dónde iban los tiros en aquellos tiempos sombríos. Sabemos así de Micenas, cuyos habitantes (dominados por una élite guerrera, culta, que conocía la escritura), tal vez sean los primeros a los que podemos considerar griegos de pata negra. También sabemos de la civilización minoica, que debe su nombre a un rey llamado Minos, las ruinas de cuyo palacio pueden hoy visitar los turistas. Y por cierto: en esa época siglo arriba o abajo, en torno al XVI o XV antes de Cristo, hubo en la isla de Santorini, cerca de Creta, una explosión volcánica en plan Pompeya pero mucho más a lo bestia, que causó un cataclismo de veinte pares de narices, con el hundimiento en el mar de parte de la isla y de la gente que por allí andaba (no hace mucho se descubrió una población conservada bajo las cenizas, abandonada tras la erupción). Aquello fue un zambombazo espectacular, de traca; y es posible, dicen algunos, que la leyenda de la Atlántida, el mítico continente sumergido con ciudades y gentes mencionado por Platón, provenga de ahí. Pero cine de catástrofes aparte y volviendo a los hechos probados, el caso es que edificios, inscripciones y restos de escritura han permitido averiguar cosas interesantes sobre micénicos y minoicos, regidos por castas militares muy cabroncetas que controlaban territorios poblados con aldeas sometidas a la esclavitud; y que (al menos en el caso de los micénicos) ya eran expertos navegantes y comerciaban por el Mediterráneo oriental. Como suele ocurrir con el tiempo, que todo lo masca, eso acabó yéndose al carajo en un período que hoy conocemos con el bonito nombre de Edad Oscura: cuatrocientos años durante los que hubo violentas revoluciones internas (entonces la soberanía popular sólo podía ejercerse degollando a los que mandaban, o sea, mediante auténtico e inequívoco sufragio directo) e invasiones de pueblos empujados por otros pueblos, por el hambre o la ambición. Lo de siempre. Así que, entre unos y otros, cambiaron el panorama egeo. Eran tiempos en los que a la peña no le cabía un cañamón por el ojete: la inseguridad venía por tierra, pero también por mar en forma de incursiones, piratas y saqueos. Salías a dar un paseo y anochecías esclavo en el quinto carajo. A esos invasores poco claros pero peligrosos los conocemos, en lo que de conocible tienen, con el también sugerente nombre de Pueblos del Mar. Sus oleadas dieron la puntilla al mundo micénico, y en los siglos posteriores se dejaron caer por allí tres grandes grupos étnicos que marcarían la historia de la futura Grecia y, de rebote, la de Europa: los jonios, los dorios y los eolios (si nos suenan el mar Jónico o las columnas dóricas, por ejemplo, los nombres provienen de ahí). Estos invasores se establecieron en las costas e islas del Egeo, formaron el primer mundo helénico claramente identificable, y sus tres lenguas dieron lugar a los principales dialectos del griego arcaico y clásico. Empezó así la historia de una Grecia que a partir del siglo VIII a. C. ya podemos considerar como tal, y de la que somos herederos lo sepamos o no. Una Grecia, detalle clave, consciente de sí misma, segura de ser distinta al mundo no griego (representado por los barbaroi o bárbaros, extranjeros de lenguas y dioses diferentes) y en la que el pueblo empezó a nombrarse con el curioso nombre de damos, que más tarde se convirtió en demos, raíz de la hermosa palabra democracia. Pero antes de que esa palabra se asentase como realidad discutida o discutible (seguimos debatiéndola casi treinta siglos después) habían de pasar todavía muchas cosas interesantes. De modo que ya saben: si quieren conocerlas, permanezcan atentos a esta página. 
 
[Continuará]. 
 
18 de julio de 2021

domingo, 11 de julio de 2021

La foto del soldado Goran

Es frecuente que las novelas se inspiren en la vida real, o la imiten. A veces, sin embargo, es la vida la que imita a las novelas y lo hace hasta extremos asombrosos. Me ocurrió hace unos días, en el restaurante La Carboná de Jerez. Estaba comiendo en el salón grande, vacío, cuando llegó una familia. Había una veintena de mesas libres; pero, cumpliendo de modo inexorable la ley del barco fondeado, o sea, cuanto más cerca mejor, la camarera sentó a los recién llegados en la mesa más próxima a la mía. Aquello era absurdo, así que me levanté y, con toda la cortesía de que soy capaz, ofrecí mis disculpas a los recién llegados, que sonrieron comprensivos. Después fui a sentarme al otro extremo del salón y seguí comiendo. 
 
Al cabo de un rato se acercó el cabeza de familia, o como se diga ahora. Era un tipo fornido, muy amable y con acusado acento balcánico. «Me llamo Goran y vivo en España, aunque soy croata –dijo–. He leído sus libros y artículos, pero eso no es lo que me trae a hablarle, sino que en el otoño de 1991 estuvimos juntos en Vukovar». Dijo también su apellido, pero éste no viene al caso. Se mostraba conmovido, hasta un poco nervioso. Conversamos y resumió su historia. «Yo tenía dieciocho años y era uno de aquellos soldados a los que usted sacaba en el telediario combatiendo en la ciudad cercada», contó. Lo miré con sorpresa. Al caer Vukovar, los defensores croatas, heridos o ilesos, fueron asesinados por los serbios. Cuando a finales de octubre, Márquez y yo, el equipo de TVE, salimos de la ciudad con los últimos heridos, se cerró la ratonera y todos aquellos chicos se quedaron dentro. Los amigos, Grüber, Ivo, Rado, Sexymbol, murieron. Los últimos 260 prisioneros fueron masacrados en la granja de cerdos de Ovcara. 
 
– Me hirieron poco antes del final –aclaró Goran–. Una granada de tanque M-84 me alcanzó en el barrio de Borovo Naselje. 
 
Mientras lo decía mostraba el lado izquierdo de la cara, marcado por cicatrices, y se tocaba el costado, señalando impactos de metralla. Después de aquello, añadió, como aún seguía abierto el paso por los maizales, pudieron evacuarlo a Osijek, y de allí pasó a recuperarse en un hospital de Budapest. Eso lo salvó del destino de sus camaradas. 
 
– Mi mala suerte me trajo suerte –concluyó, sonriendo amargo. 
 
Era asombroso, dije. Su buena fortuna y nuestro encuentro, treinta años después. La coincidencia. Entonces el antiguo soldado asintió, pensativo. «No es la única coincidencia», apuntó. Sacó la cartera del bolsillo para mostrarme la foto de un viejo recorte de prensa: la portada de un periódico de octubre de 1991, con una fotografía sobre la defensa de Vukovar en la que seis soldados jóvenes caminaban por una trinchera. Señaló a uno y lo reconocí: era él, casi un niño, con uniforme y fusil. La foto, explicó, se había publicado poco antes de la caída de la ciudad y circuló como símbolo de la defensa croata. Pero también fue a parar a manos de los serbios, que pusieron precio a la cabeza de los soldados que aparecían en ella. 
 
– Mil dólares daban por la mía –puntualizó Goran–. Como en su novela. 
 
Nos quedamos mirando, sonriente él, estupefacto yo. Aunque estuvimos cerca uno del otro, en las mismas trincheras donde a él lo hirió el cañonazo serbio, no había tenido noticia suya hasta ese momento, en el restaurante de Jerez. Y sin embargo, en El pintor de batallas, escrita en el año 2005, yo mismo había contado la historia de un soldado croata, combatiente en Vukovar, a quien una fotografía de prensa situaba en el punto de mira del enemigo, que una vez capturado le destrozaba la vida. Era poco lo que, en tal sentido, separaba a mi imaginario Ivo Markovic del Goran auténtico. 
 
– Nunca intenté vengarme del fotógrafo, como su personaje –concluyó–. Pero son dos historias parecidas. 
 
Así acabó nuestra conversación. Fue un encuentro breve, de ésos que no necesitan de grandes palabras o gestos para ser importantes, o entrañables. Transcurrió con el afecto natural, también hecho de oportunos silencios, que dan ciertas experiencias vividas en común. Después, el antiguo soldado me dio su número de teléfono y volvió con su familia. Y hoy, cuando terminaba de escribir este artículo, lo he telefoneado para hacerle la pregunta que no hice: qué pasó con el resto de los chicos que lo acompañaban cuando le tomaron aquella foto. 
 
– Muchos murieron –ha respondido–. Demasiados. 
 
11 de julio de 2021

domingo, 4 de julio de 2021

Vampiros buenos y lobos simpáticos

Hace unos días ocurrió algo interesante. Un diario español anunció la publicación de Mi Primer, colección de cuentos infantiles escritos por autores de literatura para adultos. Se trata de una idea de hace diez o doce años, que en su momento fue bien, ilustrada por los grandes nombres de la ilustración para niños y continuada ahora con nuevos títulos: Mi primer Fernando Aramburu, Mi primer Gómez-Jurado, etc. Se enriquece así la colección sumándola a títulos anteriores de Vargas Llosa, Almudena Grandes y otros: pequeña biblioteca inspirada en la idea de que los niños muy pequeños tuvieran también a su alcance los nombres más importantes o leídos de la actual literatura en español. Reunir a esos autores, que publican en distintas editoriales, era difícil; pero se consiguió con llamadas telefónicas, correos y amistad. El resultado fue espléndido y todo siguió su curso. Y entonces, no podía ser de otro modo, asomó la oreja la eterna y negra España. 
 
Un escritor de cuentos infantiles, mediocre y poco conocido, vio ahí la oportunidad de sus cinco minutos de gloria. Así que escribió bajo seudónimo un artículo lleno de resentimiento, falsedad y tergiversación acusando al coordinador de la colección –o sea, a mí– de suplantar a los verdaderos escritores de cuentos infantiles. Que eso era intrusismo profesional, dijo, como si existiera un gremio cerrado de cuentistas para niños. Este Reverte asegura que viene a salvar la literatura infantil, llevamos años haciéndola y ahora vienen a darnos lecciones, etc. Para reforzar argumentos desempolvó un párrafo descontextualizado de unas declaraciones mías hechas cuando salió la primera hornada de Mi Primer, pero citadas como si fueran actuales, para afirmar así que menosprecio a los autores de cuentos infantiles y recomiendo que niños de cinco años lean la Ilíada o la Biblia en vez de Fray Perico y su borrico o El pirata Garrapata –que me parecen simpáticos y están muy bien, igual que muchos de los relatos para niños que se escriben ahora–. Como era de esperar, el coro de ofendidos de plantilla saltó en el acto secundando al fulano, y en Twitter me dijeron de todo menos guapo. Hasta un cantante –al que llamaré cantamañanas sin ánimo de ofender, porque tengo entendido que también canta por las mañanas– se sumó a la iniciativa. Pero, bueno. Veterano como soy de esos y otros zafarranchos, no entré al debate, miré al soslayo y no hubo nada. Quien me lee, me conoce. Y quien no me lee, tiene derecho a no leerme. Incluso a ciscarse en mi puta madre, como hizo alguno. A las redes sociales se viene llorado y duchado de casa. 
 
Lo significativo es el síntoma. En mis declaraciones originales –no en las sesgadas por el miserable que lanzó la campaña– yo lamentaba, y es cierto, que en los últimos tiempos la literatura más infantil tienda a contar a los niños un mundo color de rosa donde los piratas son buenos, los dragones tiernos animalitos de compañía, los tiburones amables sardinillas, las brujas bondadosas, y a los lobos, que son un pedazo de pan, no les cabe el corazón en el pecho. Hasta los vampiros y vampiras son chicos buenos. Los cuentos de toda la vida, obras maestras del género que sacudían al niño con un estremecimiento a causa de su potencia, su genialidad y su realismo, están sometidos a revisión ideológica y censura por no ajustarse al canon de la corrección política actual. Textos soberbios como Caperucita Roja, El soldadito de plomo, Los tres pelos del diablo, La Cenicienta, Blancanieves, La Bella Durmiente, son tachados de violentos, militaristas, machistas, y pocos se atreven a recomendarlos. También las adaptaciones de textos clásicos que están en el origen de la cultura occidental, como ciertas historias de la Biblia –David y Goliat, Sansón y Dalila, la huida hebrea de Egipto–, los relatos homéricos y tantas otras cosas, desaparecen del imaginario infantil o están a pique de hacerlo. Pongan a un niño ante el vídeo de La Odisea de los Lunnis, que está en YouTube, y quedará fascinado; pero resulta que, para muchos, Ulises tiene mala prensa: deja ciego a un cíclope, engaña a una mujer. Etcétera. El mal no hay sólo que rechazarlo, afirman, sino también ignorarlo. Todo debe ser blandito, entrañable, sonrosado. Esto es bueno que se dé como complemento de lo otro, naturalmente. De todo debe haber y hubo siempre. Pero como discurso infantil exclusivo y excluyente acabará convirtiendo a millares de niños en irrecuperables gilipollas ajenos al lado oscuro de la vida: al miedo, el dolor, la maldad y la muerte. El mundo es un lugar peligroso, regido por una naturaleza sin sentimientos y poblado por gente que a menudo es malvada. Ocultar a los niños que si pasean por el monte puede devorarlos un oso es ponerlos indefensos a merced del verdugo. Y nunca hubo tanto verdugo suelto e impune como ahora. 
 
4 de julio de 2021