domingo, 24 de junio de 2018

Ahora le toca a la lengua española

No me había dado cuenta hasta que hace unos días, mientras lamentaba las incorrecciones ortográficas de una cuenta oficial en Twitter de un ministerio, leí un mensaje que acababan de enviarme y que me causó el efecto de un rayo. De pronto, con un fogonazo de lucidez aterradora, fui consciente de algo en lo que no había reparado hasta ese momento. El mensaje decía, literalmente: «Las reglas ortográficas son un recurso elitista para mantener al pueblo a distancia, llamarlo inculto y situarse por encima de él»

No fue la estupidez del concepto lo que me asombró –todos somos estúpidos de vez en cuando, o con cierta frecuencia–, sino la perfecta formulación, por escrito, de algo que hasta entonces me había pasado inadvertido: un fenómeno inquietante y muy peligroso que se produce en España en los últimos tiempos. En determinados medios, sobre todo redes sociales, empieza a identificarse el correcto uso de la lengua española con un pensamiento reaccionario; con una ideología próxima a lo que aquí llamamos derecha. A cambio, cada vez más, se alaba la incorrección ortográfica y gramatical como actividad libre, progresista, supuestamente propia de la izquierda. Según esta perversa idea, escribir mal, incluso expresarse mal, ya no es algo de lo que haya que avergonzarse. Al contrario: se disfraza de acto insumiso frente a unas reglas ortográficas o gramaticales que, al ser reglas, sólo pueden ser defendidas por el inmovilismo reaccionario para salvaguardar sus privilegios, sean éstos los que sean. Ello es, figúrense, muy conveniente para determinados sectores; pues cualquier desharrapado de la lengua puede así justificar sus carencias, su desidia, su rechazo a aprender; de forma que no es extraño que tantos –y de forma preocupante, muchos jóvenes– se apunten a esa coartada o pretexto. No escribo mal porque no sepa, es el argumento. Lo hago porque es más rompedor y práctico. Más moderno. 

Todo eso, que ya por sí es inquietante, se agrava con la utilización interesada que de ello hacen algunos sectores políticos, en esta España tan propensa secularmente a demolerse a sí misma. Jugando con la incultura, la falta de ganas de aprender y la demagogia de fácil calado, no pocos trileros del cuento chino se apuntan a esa moda, denigrando por activa o pasiva cualquier referencia de autoridad lingüística; a la que, si no se ajusta a sus objetivos políticos inmediatos, no dudan, como digo, en calificar de reaccionaria, derechista e incluso fascista, términos que en España hemos convertido en sinónimos. Con el añadido de que a menudo son esos mismos actores políticos los que también son incultos, y de este modo pretenden enmascarar sus propias deficiencias, mediocridad y falta de conocimientos. Otras veces, aunque los interesados saben perfectamente cuáles son las reglas, las vulneran con toda deliberación para ajustar el habla a sus intereses específicos, sin importarles el daño causado. 

Tampoco el sector más irresponsable o demagógico del feminismo militante es ajeno al problema. Resulta de lo más comprensible que el feminismo necesario, inteligente, admirable –el disparatado, analfabeto y folklórico es otra cosa–, se sienta a menudo encorsetado por las limitaciones de una lengua que, como todas las del mundo, ha mantenido a la mujer relegada a segundo plano durante siglos. Aunque es conveniente recordar que el habla es un mecanismo social vivo y cambiante, pero también forjado a lo largo de esos siglos; y que las academias lo que hacen es registrar el uso que en cada época hacen los hablantes y orientar sobre las reglas necesarias para comunicarse con exactitud y limpieza, así como para entender lo que se lee y se dice, tanto si ha sido dicho o escrito ahora como hace trescientos o quinientos años. Por eso los diccionarios son una especie de registros notariales de los idiomas y sus usos. Forzar esos delicados mecanismos, pretender cambiar de golpe lo que a veces lleva centurias sedimentándose en la lengua, no es posible de un día para otro, haciéndolo por simple decreto como algunos pretenden. Y a veces, incluso con la mejor voluntad, hasta resulta imposible. Si Cervantes escribió una novela ejemplar llamada La ilustre fregona, ninguna feminista del mundo, culta o inculta, ministra o simple ciudadana, conseguirá que esa palabra cervantina, fregona, pierda su sentido original en los diccionarios. Se puede aspirar, de acuerdo con las academias, a que quede claro que es un término despectivo y poco usado –cosa que la RAE, en este caso, hace años detalla–, pero jamás podrá conseguir nadie que se modifique el sentido de lo que en su momento, con profunda ironía y de acuerdo con el habla de su tiempo, escribió Cervantes. Del mismo modo que, yéndonos a Lope de Vega, cualquier hablante debe poder encontrar en un diccionario el sentido de títulos como La dama boba o La villana de Getafe

Se está llegando así a una situación extremadamente crítica. Del mismo modo que se ha logrado que partidarios o defensores sinceros del feminismo sean tachados de machistas cuando no se pliegan a los disparates extremos del feminismo folklórico, a los defensores de la lengua española, de sus reglas ortográficas y gramaticales, de sus diccionarios y de su correcto uso, se les está colgando también la etiqueta de reaccionarios y derechistas –lo sean o no– por oposición a cierta presunta o discutible izquierda que, ajena a complejos lingüísticos, convierte la mala redacción y la mala expresión en argumentos de lucha contra el encorsetamiento reaccionario de una casta intelectual que –aquí está el principal y más dañino argumento– mantiene reglas elitistas para distanciarse del pueblo que no ha tenido, como ella, el privilegio de acceder a una educación (como si ésta no fuera gratuita y obligatoria en España hasta los dieciséis años). Del mismo modo que, según marca esta tendencia, quien no se pliega al chantaje del feminismo folklórico es machista y todo machista es inevitablemente de derechas, quien respeta las reglas del idioma es reaccionario, está contra la libertad del pueblo, y por consecuencia es también de derechas. Pues, como todo el mundo sabe, no existen machistas de izquierdas, ni maltratadores de izquierdas, ni taurinos de izquierdas, ni acosadores de izquierdas, ni tampoco cumplidores de las reglas del idioma que lo sean. Resumiendo: como toda norma es imposición reaccionaria y todo acto de libertad es propio de la izquierda, quien defiende las normas básicas de la lengua es un fascista. En conclusión, todo buen y honrado antifascista debe escribir y hablar como le salga de los cojones. O de los ovarios. 

No sé si los españoles somos conscientes –y me temo que no– de la gravedad de lo que está ocurriendo con nuestro idioma común. Del desprestigio social de la norma y el jalear del disparate, alentados por dos factores básicos: la dejadez e incompetencia de numerosos maestros (algunos ejercicios escolares que me remiten, con preguntas llenas de faltas ortográficas y gramaticales, de atroz sintaxis, son para expulsar de la docencia a sus perpetradores), que tienen a los jóvenes sumidos en el mayor de los desconciertos, y el infame oportunismo de la clase política, que siempre encuentra en la demagogia barata oportunidad de afianzar posiciones. Pero no pueden tampoco eludir su responsabilidad los medios informativos; sobre todo las televisiones, donde hace tiempo desapareció la indispensable figura del corrector de estilo –un sueldo menos–, y que con tan contumaz descaro difunden y asientan aberraciones lingüísticas que desorientan a los espectadores y destrozan el habla razonablemente culta. Y más, teniendo en cuenta que el Diccionario de la Lengua Española no lo hace sólo la RAE, sino también las academias de 22 países de habla hispana (de ahí tantas palabras que llaman la atención o indignan a quienes ignoran ese hecho), abarcando el habla no sólo de 50 millones de españoles que nos creemos dueños y árbitros de la lengua, sino de 550 millones de hispanohablantes, muchos de los cuales ven con estupor nuestro disparate suicida y perpetuo. 

Tampoco la Real Academia Española, todo hay que decirlo, es ajena a los daños causados y por causar. En vez de afirmar públicamente su magisterio, explicando con detalle el porqué de la norma y su necesidad, exponiendo cómo se hacen los diccionarios, las gramáticas y las ortografías, dando referencias útiles y denunciando los malos usos como hace la Academia Francesa, en los últimos tiempos la Española vacila, duda y a menudo se contradice a sí misma, desdiciéndose según los titulares de prensa y las coacciones de la opinión pública y las redes sociales, intentando congraciarse y no meterse en problemas. Esa pusilanimidad académica que algunos miembros de la institución llevamos denunciando casi una década ante la timorata pasividad de otros compañeros, ese abandono de responsabilidades y competencias, esa renuncia a defender el uso correcto –y a veces hasta el simple uso a secas– de la lengua española, ese no atreverse a ejercer la autoridad indiscutible que la Academia posee, envalentonan a los aventureros de la lengua. Y crecidas ante esa pasividad y esos complejos, cada día surgen nuevas iniciativas absurdas, a cuál más disparatada, para que la RAE elimine tal acepción de una palabra, modifique otra y se pliegue, en suma, a los intereses particulares y, lo que es peor, a la ignorancia y estupidez de quienes en creciente número, con la osadía de la ignorancia o la mala fe del interés político, se atreven a enmendarle la plana. Por eso, en el contexto actual, pese a que de las nueve mujeres académicas admitidas en tres siglos seis han ingresado en los últimos ocho años, pese a su formidable e indispensable labor para quienes hablan la lengua española, la Academia es considerada por muchos despistados –basta asomarse a Twitter– una institución reaccionaria, machista, apolillada y autoritaria. Cuando en realidad, gracias a algunos de sus académicos, sólo es una institución acomplejada, indecisa y cobarde. 

Y ojo. Aquí no se trata de banderitas y pasiones más o menos nacionales. Aquí estamos hablando de un patrimonio lingüístico de extraordinaria importancia; un tesoro inmenso de siglos de perfección y cultura. De algo que además nos da prestigio internacional, negocio, trabajo y dinero. Hablamos de una lengua, la española, que es utilizada por cientos de millones de hispanohablantes que hasta hoy, gracias precisamente a la Real Academia Española y a sus academias hermanas, manejan la misma Ortografía, la misma Gramática y el mismo Diccionario; cosa que no ocurre con ninguna otra lengua del mundo. Constituyendo así entre todos, a una y otra orilla del Atlántico, un asombroso milagro panhispánico. Un espléndido territorio sin fronteras. Una verdadera patria común, cuya auténtica y noble bandera es El Quijote

24 de junio de 2018

domingo, 17 de junio de 2018

Mi productor favorito

Hablaba hace dos semanas en esta página de ingratitud y falta de memoria en España; y al hilo de eso acabo de acordarme de un fulano con el que ceno cada noche de viernes desde hace veintiocho años. Se llama Antonio Cardenal, y a estas alturas se me hace cuesta arriba decidir si debo llamarlo amigo o hermano. De las catorce películas y series de televisión que han hecho de mis historias, siete las produjo él; pero no es ése el motivo de nuestra amistad. La causa reside en cómo es. En su ingenio, su sentido del humor, su bondad, su lealtad inquebrantable y su forma epicúrea de ver la vida como un lugar donde, ya que venimos a estar sólo un rato, debemos procurar que, al menos, ese rato sea lo más divertido posible. 

Antonio es un genio. Es, posiblemente, el hombre con más talento que conocí en mi vida. Su cuñado el actor Fernando Sancho lo vinculó desde jovencito al cine, y no ha parado de trabajar en eso desde entonces; pero consigue que cualquiera que se toma una copa con él –experiencia que marca para siempre– llegue a pensar que no ha dado golpe en su vida. Todo parece importarle un pito, y más desde que se retiró de las pantallas. Allí donde está suenan sus carcajadas, como riéndose del mundo y de cuanto contiene. Es alto, feo y tiene un ojo a la virulé, pero las mujeres lo adoran y los hombres se disputan su compañía. En su juventud tuvo novias famosas y espectaculares, y luego un amor triste –lo único triste en su vida– por una mujer bellísima que lo marcó para siempre, y cuya muerte hizo que no se haya casado jamás. Ama el cine y el fútbol, por ese orden. Y por encima de ambos, ama a sus amigos. 

Empezó publicitando películas ajenas, y a él se deben, entre muchos otros, los espectaculares lanzamientos de Tiburón, Grease, Jesucristo Superstar y La guerra de las galaxias, por citar sólo cuatro. Metido después de lleno en la producción, hizo veinte películas, los nombres de cuyos directores y actores son también una nómina viva del cine español de ese tiempo: Uribe, Díaz-Yanes, Olea, Urbizu, Landa, Sancho Gracia, Coronado, Carmelo Gómez, Aitana y casi todos los demás. En su vida profesional, Antonio consiguió, aparte de Goyas para sus películas –uno lo tuvimos juntos por El maestro de esgrima–, hazañas que parecían imposibles en el cine español. Siempre fue un productor de verdad, de los que arriesgaban su dinero en vez de vivir a costa de dinero ajeno, como hace la mayor parte de la industria cinematográfica en España. Como productor contrató a Roman Polanski para llevar al cine con Johnny Depp El club Dumas, que se llamó La Novena Puerta, y logró que Viggo Mortensen protagonizara Alatriste: dos películas enormes como nunca antes había levantado un productor español. Con ellas hizo un taquillazo espectacular; pero con la segunda logró también –cocina interna de productores– ser el único que se la ha endiñado por detrás a Paolo Vasile, el capo de Telecinco. Y cuando durante una cena le pregunté a Paolo por qué no se vengaba, siendo como es un tipo duro, el italiano respondió: «Porque Antonio es una buena persona». Lo que, dicho por semejante tiburón, dice mucho y bien de ambos. 

Con Antonio viví momentos maravillosos: horas felices, películas en marcha, rodajes espectaculares, diez años yendo juntos al festival de San Sebastián, cuando su mesa en el bar del María Cristina era tertulia permanente de cine e ingenio, donde acudían los más importantes productores, directores, actores y actrices. Porque Antonio Cardenal es también, por currículum, buena parte de la historia del cine español de los últimos treinta años. Jamás quiso brillar, salir en las fotos, quitar protagonismo a sus actores y sus películas. Siempre se quedaba aparte, discreto e invisible, apoyado en la barra del bar más cercano, con un whisky en las manos y su sonrisa bondadosa y guasona, disfrutando del éxito público de los demás. Contándote el último chiste. 

Quizá por todo eso la gente del cine no solía mencionarlo demasiado; e incluso ahora, quienes se dicen sus amigos lo olvidan cuando hablan de las películas que gracias a él protagonizaron o dirigieron. Por eso escribo hoy esta página, para recordárselo a todos ellos. Para decir que Antonio Cardenal, aunque retirado del oficio, sigue vivo y es uno de los últimos de aquella estirpe de grandes productores cinematográficos a quienes tanto debe el cine español. Y la Academia de los premios Goya, siempre olvidadiza con él en materia de homenajes, debería tenerlo presente.

17 de junio de 2018

domingo, 10 de junio de 2018

“Que se joda España”

Ocurrió el otro día. Desde hace un par de años, Sevilla es algo más que Semana Santa y Feria de Abril. El formidable periodista cultural Jesús Vigorra y la Fundación Cajasol han puesto en pie Letras en Sevilla, un experimento de primer orden que vincula el nombre de la ciudad a la cultura de alto nivel, la historia y la literatura. Yo echo una mano gratis et amore cuando puedo, porque Jesús es muy amigo mío. Los dos primeros ciclos, Literatura y Guerra Civil y Chaves Nogales, una tragedia española, fueron un éxito espectacular, como lo ha sido la tercera edición, España. ¿Mito, o realidad?, por la que pasaron Alfonso Guerra, Julio Anguita, Santiago Muñoz Machado y destacados historiadores, políticos, diplomáticos y escritores, con un conmovedor final de lecturas sobre nuestra Historia a cargo de Juan Echanove y Emilio Buale, que puso al medio millar de personas allí reunido —mañana y tarde durante tres días— la piel de gallina. 

Uno de los invitados fue Agustí Colomines, a quien conocí hace casi cuatro décadas en Barcelona cuando él era un joven independentista. Culto, inteligente, profesor de Historia, arrogante y seguro de sí como buen pijonacionalista, Agustí pertenece a la élite catalana de toda la vida; ésa que en el fondo, y a veces en la forma, desprecia a los Rufianes y demás charnegos útiles. Asesor áulico de Artur Mas y de Puigdemont, Agustí es uno de los cerebros que idearon el proceso separatista hoy en curso. Y en Sevilla estuvo a la altura de sí mismo. Desde afirmar que para él Valencia y Baleares son como para los españoles Hispanoamérica, hasta señalar que los españoles no entienden un pimiento y que no hay quien pare el proceso catalán, no se privó de nada. 

El público se lo quería comer vivo. No por lo que decía, sino por cómo lo decía. El historiador Fernando García de Cortázar y el ex alcalde de La Coruña y embajador Paco Vázquez estaban indignados por las maneras despectivas y la suficiencia con que Agustí planteaba las cosas. Pero aquello no era una tertulia de la tele; así que, cuando el rugido popular acallaba al invitado, tuve que coger el micrófono y recordar que allí habíamos ido a escuchar argumentos de primera mano, sin manipulaciones ni intermediarios, y no a vocear el desagrado con lo que se escuchaba. «Además —dije— Agustí tiene el valor de estar aquí, pudiendo no estar. Tiene una fe y la defiende. Es coherente con su fe y su combate». La gente reaccionó admirable y comprensivamente, y todo siguió su curso. 

Fue entonces cuando, ya que tenía el micrófono en la mano, le hice a Agustí una pregunta: «En un Estado sin complejos como Francia o Alemania, ¿habría sido posible el procés?». Y él fue sincero: «Probablemente no existiríamos». Apunté que la Cataluña francesa no existe, y él dijo: «Allí no hay problema nacional catalán porque lo eliminaron. Y si España no ha eliminado a Cataluña…». Lo dejó ahí, pero me lo había puesto fácil: «¿Que se joda?», pregunté. «Pues sí —respondió, tajante—, que se joda». 

No había más que hablar, y allí acabó el debate. Y ahora, dándole a la tecla, recuerdo ese momento y pienso que nunca estuvo tan claro, tan sinceramente expuesto; y eso es lo que quiero agradecerle a Agustí. En vez del hipócrita mamoneo que a diario oímos en Cataluña sobre el proceso independentista, el largo marear la perdiz a que se nos tiene acostumbrados, fue higiénico que alguien como él dijera las cosas tal cual son. A diferencia de Francia y su Revolución, del jacobinismo implacable que hizo de nuestros vecinos una nación fuerte, culta, unida y respetable, España perdió la ocasión, no sólo en ese momento, sino muchas veces después, incapaz de superarse a sí misma, insolidaria y dispersa. Siguió en manos de curas y espadones, de monarcas incapaces, de oportunistas periféricos y centrales. Y nunca tuvo el coraje de enfrentarse a sus difíciles realidades. 

Por eso, en mi opinión, la culpa de lo que ocurre en Cataluña no la tiene Agustí Colomines, que desde su arrogancia egoísta e insolidaria lucha por aquello en lo que cree. La tienen nuestra larga apatía, nuestros complejos y nuestra cobardía: la de un Estado que lleva tres décadas, o más bien tres siglos, dejándose demoler casi con alegría. La culpa es nuestra: de los españoles en general, que a diferencia de esa Francia donde Cataluña, como dice Agustí, no es un problema porque no existe y donde hay una bandera francesa en cada escuela, merecemos de sobra lo que él dijo en Sevilla. «Que se joda España». Así es, desde luego. Y lo que todavía se va a joder. 

10 de junio de 2018 


domingo, 3 de junio de 2018

La casa que nunca será

Hay héroes solitarios, guerreros aislados cuyo tesón admira e incluso enternece: gente que lucha a contracorriente incluso cuando, tarde o temprano, comprueba que la victoria estaba descartada desde el principio, y que lo de verdad necesario era luchar. Eso es decisivo en el caso de los padres, de los maestros, de todos aquellos que, de una u otra forma, influyen en niños y jóvenes. En este sentido dije alguna vez –éste es mi artículo 1.300 en XLSemanal, así que casi todo lo he dicho alguna vez– que tal como está el paisaje, incluido el familiar, los buenos maestros son nuestra última esperanza. Y que debería hacerse con éstos una profesión de élite, rigurosamente seleccionada, con buena paga, respetada, mimada por la sociedad a la que sirve y cuyo futuro, en buena parte, de ella depende. 

Pienso en eso al recibir carta de un profesor del instituto Mariano José de Larra de Madrid: uno de los que todavía creen que el combate vale la pena. Me cuenta que hace salidas con los alumnos por el barrio de las Letras de Madrid, lugar mítico donde, en pocas calles, vecinos unos de otros, odiándose como españoles, volcando en filias y fobias su talento y su grandeza, Quevedo, Lope de Vega, Góngora, Calderón, Cervantes y otros autores vivieron y murieron durante el Siglo de Oro, el más fecundo y asombroso de nuestra cultura. Pasea por tales calles con sus alumnos, cuenta el profesor, mostrándoles todo eso: la casa de Lope, la placa donde estuvo la vivienda que compró Quevedo para echar a Góngora, el convento donde enterraron a Cervantes y la casa en la esquina de la calle del León –o lugar en el que estuvo–, donde vivió sus últimos años y murió el autor de El Quijote

Llegado a ese punto de su carta, el profesor, como buen héroe solitario y quijotesco, hace una sugerencia deliciosamente ingenua. Usted que está en la Real Academia y sus compañeros, señor Reverte –dice–, en una formidable institución que en otro tiempo compró y puso a salvo la casa de Lope de Vega, situada en la misma calle, ¿no han pensado hacer lo mismo con la de Cervantes? En estos tiempos en que tanto se derrocha en gastos efímeros, ¿imagina que en vez de una tienda de calzado, como la que hay en la planta baja, se reconstruyera la vivienda del mayor genio de las letras universales, y pudiera visitarla el público? Piense usted –prosigue– en la recreación del ambiente en que pasó sus últimos días Cervantes, los interiores, la calle vista desde las ventanas enrejadas. ¡Lope y Cervantes de nuevo cara a cara, frente a frente, en la misma calle en la que vivieron! ¿Imagina lo que harían ingleses, franceses o alemanes si tuvieran eso?… Y concluye con un párrafo cuyo tierno candor casi llena los ojos de lágrimas. «¿El dinero? No faltarían mecenas. ¡Qué gran publicidad! Eso quedaría para el futuro»

¿Qué responderle al buen profesor? ¿Que la Real Academia Española, que con las otras 22 academias hermanas –la última, Guinea Ecuatorial– gestiona la delicada diplomacia de la unidad lingüística de 550 millones de hispanohablantes, lucha prácticamente sola, olvidada por el Estado, asfixiada económicamente por la mala voluntad del gobierno de Mariano Rajoy, que en dos legislaturas –a diferencia de sus predecesores– no ha encontrado media hora para visitar el edificio de la calle Felipe IV? ¿Que el poco dinero con que cuenta la RAE se destina a mantener las complejas y caras estructuras, la plantilla de personal contratado y los medios técnicos que hacen posible que un estudiante mexicano, un abogado argentino, un profesor colombiano, un médico cubano, utilicen el mismo Diccionario, la misma Ortografía y la misma Gramática? ¿Que entre españoles capaces de llamar a don Pelayo mito franquista, facha al almirante Cervera o democracia de baja calidad a la que disfrutamos, en este disparate donde cualquier imbécil analfabeto, cualquier pedorra sin cualificar, osan discutirle un concepto a Juan Pablo Fusi, Sánchez Ron, Gregorio Salvador, Javier Marías o Vargas Llosa, o sea, en este antiguo lugar hoy en plena demolición, la casa donde murió Cervantes importa menos que una final de liga o el resultado de Operación Triunfo? 

Lo siento, querido profesor, es la respuesta. Su noble sugerencia sólo conmueve a cuatro gatos, y ninguno tiene medios para llevarla a cabo. Seguirá usted luchando solo, como aquí es costumbre. Y cuando lleve a sus alumnos ante el lugar donde murió Cervantes, frente al portal de la zapatería, tendrá que suplir con sus palabras, en la soledad de su voluntad, su lucidez, su imaginación y su coraje, lo que la desidia y la incompetencia dan al olvido en esta España miserable, desmemoriada e ingrata. 

3 de junio de 2018