domingo, 26 de marzo de 1995

Una de infantas


Lo malo de esta página de El Semanal es que debes teclearla dos o tres semanas antes de que se publique, y nunca sabes qué diablos puede haber pasado entre una cosa y otra, imagínense que uno va y dice, por ejemplo, que el Titanic es un barco insumergible, estupendo, de pata negra, y el domingo correspondiente el comentario sale junto a la noticia de que el Titanic se ha ido a pique con mil quinientos pasajeros. Esto viene a cuento porque hoy -quiero decir hace tres semanas- la infama Elena todavía es soltera; pero cuando esto se publique, o sea, el domingo 26 de marzo, y a menos que en la catedral de Sevilla alguien se haya levantado a decir que tiene un impedimento -que no creo-, o que hayan proclamado la III República, la infanta Elena y Jaime Marichalar serán, presumo, marido y mujer amén de duques de Lugo.

Vaya por delante que a uno le gusta que se casen las infantas, si les apetece; porque las infantas son gente educada, que sabe estar, y además son unas señoras, y no como otras principitas aficionadas que yo me sé, chocholocos que terminan liándose con macrós de discoteca y con guardaespaldas. Y en el improbable caso de que las infantas de España no fueran como son, tampoco encontraría nada objetable a que se casaran a su aire, por la iglesia, por lo civil o por el rito malayo, si tal fuera su gusto. Esto puede parecer una perogrullada, pero conviene matizarlo en vista de la cantidad de opiniones, debates, comentarios, juicios y chorradas que desde el anuncio de la boda nos ha venido endilgando el personal que vive de darle a la mojarra en la radio, en la tele y en la letra impresa. Pero el premio a la guipo-Hez nupcial se lo lleva cierto comentarista que, al anunciar su retransmisión de la boda, lo hizo matizando que procuraría hacer un trabajo profesional y objetivo, incluyendo todas las opiniones, a favor y en contra.

Y es que este país es la teche, que comentaba el otro día, entre caña y caña, mi compadre el novelista andaluz Antonio Hernández (el de Sangrefría y Nana para dormir francesas, que el día que encuentre un editor como Dios manda se va a forrar). Ahora resulta que la objetividad consiste en buscar a quien le ponga pegas a que una infanta de España se case, y además de blanco y en la catedral de Sevilla, y llevarlo a su programa para que lo diga. Así todo queda más equilibrado, más compensadlo, y a uno no lo acusan de monárquico o de vayaustéasaber, en este patio de Monipodio donde todo el mundo le tiene tanto miedo a las etiquetas y al qué van a decir, cielos, si me ven con esta pinta.

Pero lo grave del asunto no es que haya idiotas de ese calibre; sino que, seguro, encuentran contertulios dispuestos a asumir alegremente el papel. Algo así como desde mi punto de vista me parece excesivo lo de la catedral, oiga, en estos tiempos de crisis, la casa real debería dar ejemplo de austeridad: una cosita en plan Rocío Jurado y Ortega Cano, como mucho. O un gesto solidario con el pueblo: una parroquia marginal, con el cura en zapatillas de deporte bajo la sotana. Porque los Reales Alcázares son un despilfarro, y más con Roldan y el Gal y todo eso. Además, sé de buena tinta que ella de quien estuvo enamorada fue del príncipe de Bel Air. Y el traje de novia es discutible, porque ha costado una pasta con la que se podrían construir escuelas en Las Hurdes. Además, a quién se le ocurre casarse en España en estas fechas, o en este siglo. Y a todo esto, con la hípica ya se sabe: ¿consta que ella sea virgen?

Decía Loewenstein, me parece, que el análisis del hecho termina por destruir el concepto. Aquel fulano, que era un economista serio, se refería, lógicamente, al análisis serio, científico, con argumentos de rigor en la mano. Imagínense entonces lo que va a quedar de los hechos y de los conceptos en esta pobre España, donde además de la tierra quemada que nos está dejando toda esta cuerda de picaros y de mangantes, cualquier imbécil o cualquier analfabeto con acceso a firma, cámara o micrófono, tiene cuajo suficiente para pontificar sobre lo divino y lo humano con una frivolidad y un aplomo que dan escalofríos. Aquí pegas una patada en el suelo y te salen de bajo la alfombra veinte líderes de opinión expertos en derecho internacional, politólogos, licenciados en antiterrorismo, censores de las monarquías, magos de las finanzas, críticos de fino paladar sobre cine, televisión, arte y literatura, dispuestos a puntualizar muy serios, y como quien no dice todo lo que sabe, si las infantas deben casarse de organdí, raso o tul ilusión, en la catedral de Sevilla o en el 13 de la rue del Percebe. Hay que joderse.

26 de marzo de 1995

domingo, 19 de marzo de 1995

La dama y el chivato


Uno ignora a menudo qué abismos de abyección esconde en el fondo de su alma. El arriba firmante, sin ir más lejos, odia a los delatores y los chivatos desde que, en el colegio, cierto hermano marista los premiaba con palmaditas en el culo y con el privilegio de asignarles la hucha más codiciada -la del negro- el día del Domund. Después, con el tiempo, el marista prevaricador se fue al seno de Abraham, y al chivato tuve ocasión de romperle la cara años más tarde, ya crecidito, so pretexto de un guateque, dos copas y una tal Maripepa. Pero me quedó el trauma. Sin ir más lejos, a Víctor MacLaglen, que me caía de maravilla porque era cuñado de John Wayne en El hombre tranquilo y sargento chusquero de plantilla en las películas del Oeste, lo odié profundamente cuando se berreó del IRA en blanco y negro por culpa de John Ford.

Pero ya ven lo que son las cosas. Nadie puede decir de este trinaranjus no beberé, ni a mí Madonna ni fú ni fá. El otro día, por primera vez en mi vida, denuncié a alguien. Era una de esas mañanas de tráfico madrileño en las que uno invierte cosa de hora y media en cruzar los bulevares, de semáforo en semáforo, primera-punto muerto, primera-punto muerto, etcétera. En ésas estaba, entre frenazo y frenazo, atento a dejar buena distancia con el vehículo que me precedía -cuyas pegatinas afirmaban llevar un bebé a bordo y que Asturias es la leche- cuando miré por el retrovisor y la vi. Era una señora de mediana edad, bien vestida, al volante de un coche grande, alemán, vistoso. Conducía con la mano derecha, mientras con la izquierda sostenía pegado a la oreja un teléfono portátil, celular, inalámbrico o como diablos se llamen, con el que mantenía intenso monólogo, Atenta más a la conversación que al tráfico, frenaba de pronto, para sobresalto de quien esto escribe, a escasos milímetros de mi parachoques trasero. La veía venir una y otra vez, dale que dale a la chachara, y en cada ocasión yo cerraba los ojos y apoyaba el cuello en el reposacabezas, diciéndome: ahora me la pega, ahora me la pega. Al cabo de un rato y de quince o veinte frenazos de la dama, yo tenía los nervios hechos polvo. Si en vez de marujona con BMW aquella individua hubiera sido artillero serbio, los bosnios se habrían rendido en Sarajevo hace la pila de tiempo, era demasiada tensión para el cuerpo.

Total. Que varios frenazos después, a pesar de mis intentos por cambiar de fila y quitármela de encima, seguía con la señora del teléfono pegada a mi parachoques con la contumacia de un Spitfire a la cola de un Heinkel durante la batalla de Inglaterra. V por fin me dio. Nada serio, es cierto. Sólo un toquecillo tipo capón, tac, sin consecuencias salvo para mi estado de nervios, que ya me salían de la piel doblándose por las puntas. Me volví a mirarla, pero ella se mantuvo imperturbable, charla qué charla. Y entonces vi que en la mano izquierda, la del volante, llevaba también un cigarrillo encendido.

Había un guardia mirando. Uno de esos uniformados que el alcalde Álvarez del Manzano tiene en las calles de Madrid para caotizar el tráfico cuando vienen a manifestarse los ovejeros extremeños o las cooperativas corchotaponeras de Villagarcía del Rebollo. Y si digo mirando quiero decir exactamente eso; mirando, como si nada de todo aquello fuera con él. Entonces, al llegar a su altura, no pude aguantarme más y franqueé, lo confieso, el límite que convierte al hombre íntegro en despreciable chivato. Como si yo fuese un alemán o un inglés cualquiera, dije algo así como verá usted, señor guardia, esa individua de atrás, o sea. Tengo entendido que hablar por teléfono mientras se conduce, en fin. ¿No hay nada que usted pueda hacer al respecto?

Lo que hizo, en efecto, el agente de la autoridad, fue sonreírme como si yo fuese idiota. Después miró al soslayo, fuese y no hubo nada; con lo que amén de abyecta, mi delación resultó inútil. Y mientras, la otra, a la que debió de parecerle que hablábamos de ella, sacaba la cabeza por la ventanilla, curiosa, sin dejar de hablar por el teléfono. Y como los coches arrancaron y yo me había quedado viendo irse al guardia con la boca abierta, aún me dio la torda un bocinazo, oprimiendo el claxon con lo único que tenía libre -el codo- para que espabilase.

Pero me vengaré. Pienso comprar un plátano y plantarme en la calle junto a cada capullo de los que encuentre caminando con el celular pegado a la oreja. No me esperes a cenar, le gritaré al plátano. Y después, muy serio, le diré al fulano que estoy hablando con Claudia Schiffer.

19 de marzo de 1995

domingo, 12 de marzo de 1995

Sobre toros y niños


Qué bonito y qué entrañable. La Asamblea Regional de Madrid anduvo debatiendo estos días una propuesta -de Izquierda Unida, me parece recordar- para que se prohíba, por ley, la presencia de menores de 14 años en las corridas de toros. Por supuesto, el asunto no tardó en convertirse en motivo de dimes y diretes y mienteustés. Así que cuando por fin se tome la resolución pertinente, que igual la han tomado ya, lo de menos habrán sido los intereses de los tiernos infantes y la cosa del trauma, sino más bien utilizar la proposición para hacer la púnela a los parlamentarios de la otra escudería, Y si además los niños van o no van a los toros, oye, pues vale, pues me alegro. Porque en esto de la esgrima política -quizá esgrimir sea demasiado elegante, ahora que lo pienso- nuestros prohombres y promujeres electos suelen plantearse el asunto más en términos de partido de fútbol que de otra cosa, «Les hemos metido otro gol», dicen, cuando aprueban o paralizan algo; como si lo importante fuera el marcador, y no el carácter de las pelotas.

Y es que eso de que los niños no vayan a los toros está muy bien. Podrían quedar traumatizados, como cuando se les regalan juguetes bélicos que los transmutan de inocentes criaturas en abyectos criminales, o sus papas los torturan salvajemente dándoles collejas. Así, prohibiéndoles los toros, se obliga a los padres a mantenerlos lejos de ese espectáculo sangriento, de esa España atrasada, esperpéntica, negra -me niego a poner esa chorrez de España prefinida que tanto les gusta a los faulknerianos y a ciertos sopladores de vidrio-, y podrán dedicar más tiempo a ser mejores personas y ciudadanos de provecho. Podrán, sin ir más lejos, tomar como modelos a los padres de la patria que cada día, sin distinciones de partido ni condición, nos edifican con su ejemplo, con su responsabilidad y con su culto verbo. O sentarse junto a sus papas, en familia, a ver a Isabel Gemio tartamudeando mientras le sonsaca a una pobre analfabeta cómo se lo hace al legítimo. O a citarse con la vida, con ese soplo de aire fresco que son Nieves Herrero y sus mariachis. O a enterarse de una vez de quien sabe qué, dónde, o cuando, según y cómo, y que a su Mariano, señora, lo vi yo hace dos meses en un bingo de Valencia. Que eso sí es moral, no traumatiza en absoluto, y cría nenes solidarios y de pata negra.

Bueno, iba a seguir así un folio más, en este plan, pero lo cierto es que mientras le doy a la tecla estoy empezado a cabrearme. Porque es inaudita la cantidad de tontería que te sirven con el café en este país. Algunos deben de tener mucho tiempo libre para perderlo en semejantes debates, sobre todo conociendo las dosis enormes de sangre, de violencia, de ejercicio canalla de la condición humana que los niños encajan a diario. Algo a cuyo lado las corridas de toros son el colmo del refinamiento, el buen gusto y la gloria de mi madre. Porque Jesulín de Ubrique es un cruce de Santa Gema Galgani y Luchino Visconti, comparado con algún elemento de los que ilustran las calles, las sesiones de tarde, los dibujos animados, el telediario o la primera página de los periódicos.

Uno de los recuerdos más nítidos y hermosos que tengo de mi infancia corresponde a tardes de toros, cuando mi abuelo, vestido de negro, con la cadena de oro del reloj sobre el chaleco, el sombrero y un cigarro en el bolsillo de la chaqueta, me llevaba de la mano hacia la plaza con la gente caminando detrás de las mulillas, envueltos en la música del pasodoble que tocaba la banda. Aquella luz, aquellos colores, el drama que se desarrollaba ante mis ojos en la arena, eran una lección fascinante de vida y muerte para los sentidos de un crío cuyos ojos descubrían el mundo. Era terrible, hermoso y trágico a la vez. Es decir: era vida. Vida de la que no te hace mejor ni peor, sino más lúcido. Y ahora resulta que quienes se pasan el tiempo decidiendo por mí lo que tengo que ver, que escribir que leer, que comer y que votar, pretenden quitarme, al niño que pude ser hoy, ese recuerdo-aprendizaje del que aprendí, sobre mi país y mi propia historia, más que de toda la demagogia barata que me ha calzado, a posteriori, tanto mercachifle de la patria.

En cuanto a otros respetables puntos de vista, cuando Carlota, que tiene once años, ve que pongo una corrida en la tele, ya se ocupa ella de decirme, hecha una fiera: «Papi, quita eso, porque es una vergüenza lo que le hacen al pobre toro». Y yo agacho las orejas y zapeo sin rechistar, porque buena es mi vástaga. Ella no necesita que ningún cantamañanas se ocupe de sus corridas de toros. Sabe cuidarse muy bien sola.

12 de marzo de 1995

domingo, 5 de marzo de 1995

Cuánto cuento


Válgame Dios. Hay como diez mil, no sé, presos preventivos en las cárceles españolas, donde los enchiqueran desde toda la vida durante meses y años hasta que a un juez se le ocurre preguntar qué pasa contigo. Y resulta que, de pronto, a los analistas y a los tertulianos y a los líderes de opinión y a los políticos y a todo Cristo le da ahora por decir que si tal y que si cual, y que a ver si esto de la cárcel preventiva es un abuso, oiga. Al arriba firmante las tomas de conciencia siempre le parecen bien, por aquello de más vale tarde que nunca. Pero me mosquea, sin embargo, que el debate surja precisamente cuando está pasando por el talego tanto mangui de cuello blanco, o sea, gente con viruta afiliada al Club de los Favores Mutuos. De esos a los que les pides setecientos mil millones de fianza para mañana a las once y, oye, los tíos van y los encuentran.

Porque digo yo. La cárcel preventiva se establece en España para dos clases de fulanos; los que son muy peligrosos si andan sueltos, como Violadores recalcitrantes, psicópatas, homicidas malos de verdad y gente así, y los que pueden escaquearse del largo brazo de la justicia. O sea, que la prisión preventiva puede hasta considerarse socialmente higiénica, porque evita que haya mucho cabroncete suelto. Lo que pasa es que el asunto hace agua por varias partes. En primer lugar, porque en este país la Justicia es más lenta que una película de Carlos Saura, y si Miguel de Cervantes hubiera sido preso preventivo en Alcalá Meco, en vez de un Quijote le habría dado tiempo a escribir tres. En cuanto a la segunda pega, bueno, qué quieren que les diga. A Roldan nadie le aplicó la prisión preventiva, cuando hasta la foca Peluso sabía que iba a tomar las de Villadiego de un momento a otro. A Conde sí se lo calzaron bien, pero hay que tener en cuenta que Conde era objetivo a liquidar tanto por el Gobierno como por el líder de la oposición, así que estaba cantado. Lo de Mariano Rubio, no me digan: cuatro días mal contados por el qué dirán, cuando a fin de cuentas lo suyo es todo un gobernador del Banco de España compadreando con sus colegas de la Biuti. Es Javier de la Rosa quien se ha comido más marrón; pero es que lo de aquí, el Atila del Tibidabo, era -nunca mejor dicho- de juzgado de guardia. Y total, han sido cuatro meses. Entonces uno va y piensa: mira tú qué casualidad. Ahora están desfilando los tiburones de cuello blanco, y los eficaces y profesionalísimos cerebros de aquella perfecta máquina de presunto terrorismo estatal presuntamente antiterrorista, que se llamó GAL como podía haberse llamado PGO (Pepe Gotera y Otilio), o TPSA (Todo por la Pasta S.A.). Y nadie excluye que la próxima ronda de preventivos, que puede ser larga, incluya a varios de los mireusté que aún circulan con coche oficial y escolta. Y resulta que justo ahora, con ese panorama, y con tanto juez arrepentido de cambiar su virginidad por un plato de lentejas -capten la bonita perífrasis- y dispuesto a que brille la luz de la Dura Lex Sed Lex (Duralex), va y se pone de moda eso de criticar por excesivas las medidas cautelares penitenciarias, o sea, el talego por todo el morro. Como si tocaran a degüello y todo el mundo procurara ablandarse el catre, por si las moscas.

Y claro. Uno no puede menos que acordarse de los colegas. De Luismi, por ejemplo, al que le rompieron el culo en la Modelo cuando con diecinueve años lo entalegaron preventivo por hacerse una tienda de embutidos. O del colega Ángel Ejarque, que es casi mi hermano y estuvo treinta años de su vida subiendo por la cara cada vez que a un madero se le ocurría decirle estás servido. O de Salva Gracia Segovia, mi tronco del Puerto de Santa María, que lleva más maco a cuestas, preventivo y del otro, que el conde de Montecristo. O de Olimpia, mi reclusa favorita del penal de Brieva. O del Llanero Solitario y la Colina del Cuervo, el Colao y su patada al juez aquel en los piños, y sus celdas de castigo; Lourdes la novia del mensaca, juanito y sus monos a solateras, las chicas de Onda Mujer de Carabanchel, y tanta otra gente que se ha comido sus preventivas, y se las seguirá comiendo sin que nadie los nombre en una tertulia de radio, ni se preocupe por si los meses o los años que se jalan antes de que les salga el juicio son muchos o pocos. Ni nadie les haga, a la entrada o a la salida del talego, ninguna puta foto. Creo que fueron dos viejos maestros, los periodistas Pepe Monerri y Zarco Avellaneda, quienes me contaron, hace años, que el único periódico censurado en Cartagena durante la guerra civil fue uno que tituló en primera página: Cuánto cuento y cuánta mierda. Pues eso mismo digo yo. Cuánto cuento y cuánta mierda.

5 de marzo de 1995