lunes, 27 de octubre de 2003

El subidón del esternón


Lo confieso. Soy un chulo y un prepotente. Acabo de comprenderlo tras la publicación de aquel artículo sobre las artistas y los artistos donde le contaba a mi colega el perro inglés los pormenores de la presentación de un nuevo elepé, o cedé, o como carajo se diga ahora, choteándome de cierta música con mensaje guais del Paraguais, y del compromiso de algunos jóvenes artistas con los valores de las personas humanas y jurídicas. Tras publicarse aquello, un conocido, ejecutivo de discográfica potente, me echó en cara mis prejuicios. Eres un carca, dijo. A ver si te crees que sólo decían cosas Brassens y Brel y Paco Ibáñez, tío. O Serrat y Sabina. Lo que pasa es que los tiempos cambian, y no te enteras. Los de tu generación estáis para echaros a los tigres. Cabrón.

Confieso que me hizo pensar. Lo mismo tiene razón este hijoputa, reflexioné. Así que, dispuesto a salvarme de los tigres a toda costa, me abalancé sobre el Canal Music Channel, o como se llame, y me calcé diez horas de puesta al día. Por fin vi la luz. Y me la envaino: la música actual es tan comprometida como la de antes. O más. Me di cuenta, sobre todo, con una canción comprometidísima de una torda jovencita que no me acuerdo ahora cómo se llama, pero que arrasa. Sin duda porque su último éxito tiene, y ahí me duele, una enjundia de la leche. Fíjense, si no, como empieza: Fin de semana, por fin / hoy es viernes, voy a salir. / ¡¡A ponerme ciega!! / Cojo el coche, cruzo Madrid / mientras todos luchan por mí / ¡¡yo me haré la sueca!!... Y reconozcan, como yo lo hago, que ahí arranca ya todo un programa vital, filosófico, apoyado sobre todo en los conceptos ciega y sueca. Que te dejan así, como meditando. Absorto.

Prosigue la letra: En mi buzón mil mensajes nuevos / tengo un plan genial / y subiré a tocar el cielo / ¡¡Y no voy a parar!!... Espero que adviertan el toque juvenil, fresco, de los mil mensajes del buzón y lo del plan genial, pues ambos elementos son claves para apreciar lo que sigue: No quiero irme a dormir / ahora no me muevo de aquí / pues estoy de miedo. / Roces, manos que van más allá de lo que es legal / bajan al infierno... Aparte la extraordinaria rima –lo de estoy de miedo y lo de bajar al infierno son hallazgos sutiles–, todo eso prepara magistralmente lo que viene después: Sexo y alcohol laten en el aire / y en el esternón / qué subidón / ya no hay quién me pare / ¡¡Menudo colocón!!... Admito, llegados a este punto, que esternón junto a subidón y colocón constituye una rima algo arriesgada en lo conceptual. Pero los jóvenes son jóvenes, qué diablos. También Quevedo se arriesgaba, y está en los libros de texto. O por lo menos estuvo hasta que Maravall, Marchesi y Solana decidieron hacer más operativa y actual, con la Logse, la cultura de la niña.

Pero sigamos, que mola un mazo: ¡¡Me voy de fiesta!! / Cargada de copas / casi sin ropa / voy a triunfar. / ¡¡Me voy de fiesta!! / Espérame fuera, quizá yo te suba algo más... Y oigan. Aparte del legítimo afán de triunfo que expresa la chavala, lo último constituye un hallazgo en materia de doble sentido. No sé si ustedes captan el intríngulis. Subidón, ya se sabe. Copichuelas, algún productillo complementario, tal vez. Y la antedicha dispuesta a colaborar, voluntariosa, en la subida o subidón del receptor, presumiblemente varón y en buena forma física. Todo un programa.

Pero el mensaje de verdad, el culmen del texto, es el final. Que dice: Ya sale el sol / mi Amedio y yo / Marco en el ascensor. / Dale al botón / no quiero bajón. Como ven, aparte su intertextualidad con la referencia culta al mono Amedio, el ritmo se vuelve ahora rápido, acelerando a medida que el subidón y el esternón campan a su aire, con esas rimas tras cuyo parto intelectual, la chica, que por lo visto compone sus propias murgas, debió de quedar exhausta. Y fíjense, sobre todo, en el ingenioso doble sentido de darle al botón para que no haya bajón. Porque si uno le da al botón para subir, los ascensores suben. Subir un ascensor es lo contrario de bajar. Y bajar puede asociarse con bajón. ¿Comprenden?. Por eso digo que hay doble sentido. Además, la cantautora es coherente. Sería contradictorio y falto de chicha que, después de salir el viernes a ponerse ciega con mil mensajes en el buzón y el hueso esternón latiéndole a toda hostia con el subidón, al final la pava terminara la noche con un bajón. En tal caso, el mensaje de la canción se iría a tomar por saco. Sí.

26 de octubre de 2003

domingo, 19 de octubre de 2003

La sorpresa de cada año


La verdad es que cuando lo pienso, y sobre todo cuando me toca vivirlo, las vísceras me piden venganza. El problema es que no sé en quién vengarme, porque el enemigo es demasiado confuso, general. Colectivo. Y me incluye a mí mismo, supongo. A fin de cuentas, tengo Deneí de aquí, mayoría de edad y derecho a voto, y soy tan responsable de este desparrame como cualquiera. O sea que también apuesto por mi mismidad, como dirían muchos diputados de nuestro culto parlamento parlamentario; a los que, por cierto, les ha dado últimamente por usar el verbo apostar sin ton ni son, lo mismo para un cocido que para un estofado. Ahora todo el mundo, políticos, banqueros, periodistas, tertulianos de radio, apuesta por eso o por aquello, en lugar de optar, o desear, o elegir, o proponerse, o preferir, o prever. Además de ignorar estólidamente la existencia de los diccionarios de sinónimos, nos hemos vuelto un país de apostadores, que es lo que nos faltaba. Encima de analfabetos, ludópatas.

Pero a lo que iba. Hace un par de semanas tuve la desgracia de que me pillaran las primeras lluvias del otoño en un aeropuerto español. Y el cuadro era como para irse por la pata abajo: vuelos retrasados y cancelados, multitudes desconcertadas haciendo colas larguísimas ante los mostradores de las compañías aéreas, etcétera. Luego, cuando al fin logré llegar a Madrid, del caos aeronáutico pasé al caos urbano: la ciudad, sus accesos y salidas eran una inmensa trampa de coches atascados bajo la lluvia, de accidentes, malas maneras, insolidaridad y desesperación. Y yo miraba todo eso desde la ventanilla del taxi, diciéndome: rediós, alguien –tal vez el Ministerio de Fomento, o uno de esos– tendría que averiguar un día de estos, si no es mucha molestia, cómo se las arreglan en Oslo, o en Londres, o en Reykiavik, donde no llueve, nieva, truena o lo que sea unas cuantas veces al año, sino que se pasan media vida con lluvia, nieve o lo que caiga, y sin embargo funcionan los semáforos, y circulan los automóviles, y los aviones salen a su hora, y no se paraliza medio país cada vez que el Meteosat empieza a dar por saco.

A ver si alguien me lo explica de una puta vez. Veamos por qué un taxi londinense me lleva al aeropuerto lloviendo a mares, y un taxi madrileño, cayendo en ese momento exactamente la misma agua, me tiene dos horas en un atasco, y encima con la radio a toda leche oyendo el fútbol. Es que los guiris tienen más costumbre, suele ser la respuesta. Allí arriba ya se sabe. Además, aquí eran las primeras lluvias del año, la primera nevada del año, los primeros calores del año, las primeras vacaciones del año, el puente tal o el puente cual. Naturalmente, nos pilló por sorpresa, dicen. O decimos. Y luego nos fumamos un puro. Porque ésa es otra: la milonga de la sorpresa. Cómo carajo conseguimos que siempre nos pille por sorpresa todo. Nos sorprende que haya una ola de calor en verano y que venga una ola de frío en invierno, y que en abril caigan aguas mil. Aunque siempre hay previsto algo. Faltaría más. Pero claro, ¿qué pueden hacer los gobiernos y los ciudadanos frente a la conjuración malvada de los elementos? Cero pelotero. Por eso aquí nadie tiene la culpa.

Da igual que las estaciones del año vengan muy bien explicadas en el calendario, que la meteorología e incluso la estupidez humana sean predecibles, que sepamos que en invierno hace frío, que en verano hace calor, que la lluvia moja y que el mar hace olas, y que en cuanto caigan cuatro gotas o cuatro copos, como ocurre año tras año desde hace la tira de siglos, los trenes se retrasarán porque las vías no están previstas para tanta agua, los aeropuertos cerrarán porque no están previstos para tanta niebla, las calles se congestionarán porque no están previstas para tanta nieve, y todos los ciudadanos de este puñetero e irresponsable país, exactamente como cada año por las mismas fechas, volveremos a quedarnos paralizados y con cara de gilipollas. Y, como ocurre por lo menos desde que a Felipe II le hundieron la armada los elementos, nadie, ni los ciudadanos, ni el gobierno, ni el ministerio tal o cual, ni las compañías aéreas, ni los aeropuertos, ni los alcaldes, ni los concejales, ni nadie, se confesará responsable del putiferio. Somos un país de imbéciles inocentes. Aquí nunca apostamos por tener la culpa de nada.

19 de octubre de 2003

domingo, 12 de octubre de 2003

Jurados del pueblo popular


Me sonaba el asunto, así que acabo de remover papeles viejos para comprobarlo. Y sí. En noviembre hará ocho años, mi artículo de esta misma página se titulaba No quiero ser jurado, y en él explicaba las razones en mi constructivo tono habitual. Nunca en este país de hijos de puta, era más o menos la conclusión del asunto. A estas alturas de la feria no voy a tirarme pegotes, porque tampoco era difícil prever lo que se avecinaba; pero ahora, después de lo del fulano que se cargó a los ertzainas y la metida de gamba con Dolores Vázquez y compañía, debo reconocer que me quedé corto. Y además, rectifico. Entonces sostuve que era mejor no depender del capricho, antipatía, senilidad o mala digestión de un fulano, sino de doce. Y no. Me lo envaino. Lo de los doce es todavía peor. Lo del jurado popular integrado por el pueblo. Además, hace ocho años todavía no habíamos ganado a pulso el título de sociedad basura que ahora ostentamos con desvergüenza, aunque íbamos de camino.

Me explico. En aquellos tiempos podía tocarte, a lo peor, un jurado de espectadores de Código Uno –ése fue mío durante mes y medio– o de Lo que necesitas es saber dónde. O sea. Basurita más o menos controlable. Los que ahora pueden juzgarte son espectadores contumaces de Gran Tomate, Salsa Marciana y demás. Gente que tiene en la tele exactamente lo que pide. Y lo que pide es espectáculo sin reglas, protagonizado por profesionales de la telemierda. Como la fórmula es eficaz, ya no se limita al ámbito clásico de las bisectrices de Carmen Ordóñez o Sara Montiel, sino que contamina todos los aspectos de la información general. Y así puede verse a cualquier pedorra autocalificada de periodista hablando de derecho penal a las cuatro de la tarde, a un maricón de penacho de plumas y pandereta subido a una mesa explicando cómo habría resuelto él la guerra de Iraq, o a un putón esquinero fichado como comentarista rosa explicando por qué le ve cara de asesina a ésta o aquélla. Amén de las rigurosas encuestas televisivas de costumbre a pie de obra, con los vecinos de la víctima o el verdugo aportando su objetiva lucidez al asunto.

Así que me ratifico. Y digo más. Si hace ocho años no quería ser jurado ni por el forro, ahora, tal y como han ejecutado la cosa, le rezo cada día a San Apapucio y al Copón de Bullas para no caer nunca en manos de doce sujetos cuyo único vínculo con la realidad pueda pasar a través de nuestra puta tele. Me importa un carajo, además, esa falsa polémica que se han montado algunos soplacirios de que el juez es algo de derechas y el jurado es de izquierdas. Si algún día, por ejemplo, me acusan de asesinar a mi editor, de plagiar a Corín Tellado o de darle dos hostias a un catedrático de Murcia, y me van en el lance la libertad o una pasta gansa, prefiero jueces expertos que conozcan su oficio, o mejor –y esto sería mi ideal– jurados mixtos dirigidos por profesionales del oficio, en vez del habitual desparrame popular, acéfalo e indocumentado que los defensores a ultranza de esa modalidad radical, acomplejados como demócratas de hace media hora, creyeron descubrir en las películas gringas, olvidándose peligrosamente de los a veces penosos resultados de esa clase de tribunales en el siglo XIX y en la Segunda República, e ignorando, sobre todo, dónde estamos, quiénes somos, y lo poco que nos dejan ser.

Porque ya me dirán. Si el manejo de un cazabombardero se confía a un experto, no veo que sea antidemocrático negarle el derecho a pilotarlo en exclusiva a una maruja o marujo sin preparación técnica y encima adictos a Qué me cuentas, Corazón. Lo mismo pasa con la administración de justicia, sobre todo en esta tierra violenta, analfabeta y de tan mala leche, abonada para el linchamiento, en la que, cuando cierta clase de pueblo abre la navaja y emite veredicto, no queda resquicio alguno para razones técnicas ni veleidades intelectuales. Frente a eso, para aprovechar el sentido común de la gente de bien, que la hay, y educar de paso a las malas bestias en el ejercicio de las libertades y responsabilidades, no basta entregar la administración de justicia como se arroja bazofia a una piara de cerdos, para que se la repartan a su aire. Hay que orientar, aconsejar, dirigir. En un sistema mixto, un juez decente y eficaz puede ayudar a que los jurados sean decentes y eficaces. A que, en resumen, se haga justicia. Lo demás son complejos y son películas.

12 de octubre de 2003

domingo, 5 de octubre de 2003

Artistas o artistos con mensaje


Total. Apago la tele y llamo al perro inglés. Recristo, le digo. He visto la presentación del último cedé, o elepé, que se decía en nuestros tiempos, de uno de esos artistas que viven en Miami o que pasan por allí. Alejandro Iglesias creo que se llama, o Enrique Bisbal, o igual era una pava, oyes, Paulina Aguilera, Chenoa Rubio o algo por el estilo. Y mira, chaval. Te digo una cosa. Al lado de lo que acaban de ver estos ojitos que se ha de comer la tierra, las presentaciones de nuestros libros, los tuyos, los míos y los del resto de la peña, son una puñetera mierda. Asín de grande, tío. Y ahora estoy con un complejo de paria que me voy de vareta. Igual nos hemos equivocado de oficio, porque acabo de caer en que lo trascendente de verdad no es lo que nosotros hacemos dándole a la tecla, y que tus fiebres y tus lanzas, o los sefardíes y askenazis del otro colega que realquiló tu piso, o mis narcotochos del Sur, e incluso los orgasmos tibetanos de Paulo Coelho, que son la rehostia mística, no tocan ni de coña la médula del asunto. A ver cuando han dicho, por ejemplo, en la presentación de un libro tuyo, o mío, o del yayo Saramago, una perla Majórica como ésta: «El cantante, con una imagen más dura, no está de acuerdo con la sociedad actual y quiere dejarles a sus nietos un mundo mejor». Y es que somos unos tiñalpas, socio. Nos falta mensaje. Teníamos que habernos dedicado a la música.

Imagínate el cuadro. Tropecientos mil fans amontonados, levitando, junto a ochenta cámaras de televisión y trescientos periodistas y periodistos. Parafernalia cibergaláctica. Entradillas para Salsa rosa, Corazón corazón, Crónicas marcianas, Cuate aquí hay tomate, Qué me dices y Qué me cuentas. Una reportera vestida de verde fosforito con cremalleras hasta en los pezones y lentejuelas en la alcachofa del micro, que le dice a la cámara: «Al fin vamos a desvelar un misterio que nos tiene en ascuas: cómo va vestido el Artista». Y en esas, para desvelar este y otros fascinantes enigmas, aparece un alto ejecutivo de la discográfica ataviado con gorra de béisbol y pantalón rapero. «¡Con todos vosotros –larga mi primo– el Artista!». O la Artisto. Y el antedicho o la antedicha aparecen al fin en carne mortal entre aullidos del personal, acoso de cámaras y delirium tremens mediático. El acabose.

El Artista ha cambiado de línea estético-ideológica. Ha visto la luz. Ahora, para protestar contra la guerra, la injusticia, el hambre en Sierra Leona y lo de Iraq, se indumenta con chamarra militar, pantalón de camuflaje, camiseta de la teniente O’Neil, y al cuello le cascabelean, libertarias, unas chapas de identificación del ejército norteamericano. O sea. Una cosa sencilla, espartana, a tono con los tiempos, con un mensaje subliminal que te cagas. Pura metáfora. Además, según informa el ejecutivo –el interesado asiente humilde al escucharlo– para reforzar su compromiso, y que la gente sepa que no se trata de una mera imagen promocional oportunista, el Artista, dice, se ha tatuado el Guernica de Picasso en el huevo izquierdo y parte del derecho, porque no le cabía todo en uno. La basca aúlla entusiasmada y solidaria, encendiendo mecheritos Bic. No a la guerra, sí a la paz, corean miles de gargantas. El Artista sonríe, porque es un chico o chica sencillo y estas cosas, ya se sabe, lo cortan mucho. En su último cedé, nos informa el presentata, no ha hecho otra cosa que comprometerse hasta el páncreas, dando lo mejor de sí por la deuda que tiene con la Humanidad en general y con sus fans en particular.

Demostrando que pese a su modesta casa de Miami con embarcadero particular y helipuerto, no olvida el compromiso con los valores de las personas humanas. Los nuevos temas, remata el ejecutivo presentador, «son escalofriantes». Denuncian la guerra, la injusticia, la violencia de género, la pederastia en Tailandia, el aparcar en doble fila. A destacar la letra –«Descarnada, tremenda», matiza el ejecutivo– de la canción que da título al cedé: La guerra es mala, Pascuala. Llegados ahí, el Artista parece incómodo con que le desnuden su alma en público de esa manera tan inesperada, así que saluda tímido a sus fans, hace ademán de irse, empieza a irse, y al fin, retenido por el clamor popular y, supongo, por el contrato que ha firmado, se para un momento para posar durante una hora y tres cuartos ante las cámaras. Y lo hace con un yenesepacuá natural, espontáneo, como es él. Comprometido. Sencillo. Con mensaje.

5 de octubre de 2003