domingo, 29 de diciembre de 2013

Una historia de España (XVI)

Eran jóvenes, guapos y listos. Me refiero a Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, los llamados Reyes Católicos. Los de la tele. Sobre todo, listos. Ella era de las que muerden con la boquita cerrada. Lo había demostrado en la guerra contra los partidarios de su sobrina Juana la Beltraneja -apoyada por el rey de Portugal-, a la que repetidas veces le jugó la del chino. Él, trayendo en la maleta el fino encaje de bolillos que en el Mediterráneo occidental hacía ya imparable la expansión política, económica y comercial catalano-aragonesa. La alianza de esos dos jovenzuelos, que nos salieron de armas tomar, tiene, naturalmente, puntitos románticos; pero lo que fue, sobre todo, es un matrimonio de conveniencia: una gigantesca operación política que, aunque no fuera tan ambicioso el propósito final, en pocas décadas iba a acabar situando a España como primera potencia mundial, gracias a diversos factores que coincidieron en el espacio y el tiempo: inteligencia, valor, pragmatismo, tenacidad y mucha suerte; aunque lo de la suerte, con el paso de los años, terminara volviéndose -de tanta como fue- contra el teórico beneficiado. O sea, contra los españoles de a pie; que, a la larga, de beneficio obtuvimos poco y pagamos, como solemos, los gastos de la verbena. Sin embargo, en aquel final del siglo XV todo era posible. Todo estaba aún por estrenar (como la Guardia Civil, por ejemplo, que tiene su origen remoto en las cuadrillas de la Santa Hermandad, creada entonces para combatir el bandolerismo rural; o la Gramática de la lengua castellana de Antonio de Nebrija, que fue la primera que se hizo en el mundo sobre una lengua vulgar, de uso popular, y a la que aguardaba un espléndido futuro). El caso, volviendo a nuestros jovencitos monarcas, es que, simplificando un poco, podríamos decir que el de Isabel y Fernando fue un matrimonio con separación de bienes. Tú a Boston y yo a California. Ella seguía siendo dueña de Castilla; y él, de Aragón. Los otros bienes, los gananciales, llegaron a partir de ahí, abundantes y en cascada, con un reinado que iba a acabar la Reconquista mediante la toma de Granada, a ensanchar los horizontes de la Humanidad con el descubrimiento de América, y a asentarnos, consecuencia de todo aquello, como potencia hegemónica indiscutible en los destinos del mundo durante un siglo y medio. Que tiene tela. Con lo cual resultó que España, ya entendida como nación -con sus zurcidos, sus errores y sus goteras que llegan hasta hoy, incluida la apropiación ideológica y fraudulenta de esa interesante etapa por el franquismo-, fue el primer Estado moderno que se creó en Europa, casi un siglo por delante de los otros. Una Europa a la que no tardarían los peligrosos españoles en tener bien agarrada por los huevos (permítanme la delicada perífrasis), y cuyos estados se formaron, en buena parte, para defenderse de ellos. Pero eso vino más tarde. Al principio, Isabel y Fernando se dedicaron a romperle el espinazo a los nobles que iban a su rollo, demoliéndoles castillos y dándoles leña hasta en el deneí. En Castilla la cosa funcionó, y aquellos zampabollos y mangantes mal acostumbrados quedaron obedientes y tranquilos como malvas. En el reino de Aragón la cosa fue distinta, pues los privilegios medievales, fueros y toda esa murga tenían mucho arraigo; aparte que el reino era un complicado tira y afloja entre aragoneses, catalanes, mallorquines y valencianos. Todo eso dejó enquistados insolidaridades y problemas de los que todavía hoy, quinientos años después de ser España, pagamos bien caro el pato. En cualquier caso, lo que surgió de aquello no fue todavía un estado centralista en el sentido moderno, sino un equilibrio de poderes territoriales casi federal, mantenido por los Reyes Católicos con mucho sentido común y certeza del mutuo interés en que las cosas funcionaran. Lo del Estado unitario vino después, cuando los Trastámara -la familia de la que procedían Isabel y Fernando, que eran primos- fueron relevados en el trono español por los Habsburgo, y ésos nos metieron en el jardín del centralismo imposible, las guerras europeas, el derroche de la plata americana y el no hay arroz para tanto pollo. En cualquier caso, durante los 125 años que incluirían el fascinante siglo XVI que estaba en puertas, transcurridos desde los Reyes Católicos a Felipe II, iba a cuajar lo que para bien y para mal hoy conocemos como España. De ese período provienen buena parte de nuestras luces y sombras: nuestras glorias y nuestras miserias. Sin conocer lo mucho y decisivo que en esos años cruciales ocurrió, es imposible comprender, y comprendernos. 

[Continuará]

29 de diciembre de 2013
 

domingo, 22 de diciembre de 2013

El guerrero urbano

Esta noche ceno con tres amigos, para agradecerles un par de cosas: Jeosm, Rise y Lose. Hay deudas que uno no logra pagar en su vida, aunque lo intente, y la que tengo con ellos no podré liquidarla nunca. Pero hago lo que puedo: las reglas son las reglas. Una de esas maneras es juntarnos de vez en cuando, tomarnos unos vinos -menos Lose, que no prueba el alcohol- y luego irnos a cenar y reír un rato. Yo suelo estar callado, porque los que tienen cosas interesantes que contar son ellos. Así que me limito a ponerlo fácil, hacer preguntas y escuchar. Lose acaba de hacerse su chapa -su metro- número 511, y esta noche es la estrella. Él se lleva el homenaje. Pero es que, además, Lose es un interesante personaje. Con decir que sus colegas lo definen de guasa como «un enfermo», está dicho todo. O casi. Tiene treinta años y es menudo, bajito, pero su aparente fragilidad engaña un huevo. Cuando se arranca y te cuenta, crece cuatro palmos. Lose es un guerrero urbano duro, de acero inoxidable. Siempre bromeamos sobre los macarras de pastel y chulitos de discoteca; que no tienen media hostia, pero con los que las nenas se licuefactan, o se licuan, o como se diga. Qué sabrán ellas, le comento. Para leer biografías en la cara hay que tener unos años y ser lista, y ni todas tienen los años suficientes ni todas lo son. Tendrían que verte avanzar en la noche, saltar tapias, meterte a oscuras por respiraderos, reptar bajo sensores electrónicos, colarte por la cara en trenes camino de Ámsterdam, o de Berlín, con cuatro euros en el bolsillo -llevas en el paro desde que el cabo Finisterre era soldado raso-, dispuesto a hacerte aquel metro o aquel tren de cercanías que viste en Internet o del que te hablan los amigos. Dormir en cajeros automáticos o bajo cartones, pasando frío, hambre y miseria, bajo la lluvia, al acecho como un cazador paciente. Robar unos alicates en una ferretería de Budapest, tú que no hablas ni inglés, para cortar la alambrada que te separa de las vías del tren con el que sueñas. Para vivir cinco minutos de gloria. Para volar treinta segundos sobre Tokio. 

Hablamos largo y estrecho mientras despachamos anchoas y fideos al horno. Él y los colegas se abren a mí con lealtad, y me enorgullece que lo hagan. Saben, porque lo hemos hablado, que no apruebo el asunto. El vandalismo que ensucia, afea y destruye. Pero también saben que respeto la parte respetable: los códigos, el compañerismo, la retorcida épica de sus incursiones nocturnas -misiones, las llaman-. De su deporte de riesgo, como dice uno de ellos. No apruebo, pero intento comprender. Y Lose es uno de los elementos claves para eso. Para penetrar lo que tienen en la cabeza. Un sujeto valioso. Con sus puntas de entrañable sociópata, desde que a los diez o doce años se puso delante de una pared virgen y mártir: «¿Artista? Yo no he sido artista en mi puta vida». Lo he visto planificar con los amigos, ejecutar, contarlo. Y, pese a la mili que llevo a cuestas, me quedo fascinado. Mirándolo. Escuchándolo. Así, comprendo el respeto con el que lo tratan sus colegas. Mi propio contradictorio y desconcertado asombro. Entiendo por qué Lose, con su metro sesenta y su engañosa sonrisa tímida, es el rey de Madrid y de allí donde se mete. Un héroe oscuro de nuestro desquiciado tiempo. 

Se ríe mientras nos cuenta. Así es él. Con esa mezcla de candidez y audacia que lo hace tan singular. Hace una semana justa, a estas mismas horas, estaba corriendo con los vigilantes detrás, a ciegas en la noche, arriesgándose a romperse el alma. Iba con unos colegas, pero cuando les dieron el marrón todos los jurados se fueron derechos a él. «Como soy el más bajito, siempre se tiran a por mí. Al más fácil», comenta resignado. Estoico. Alguna vez, aunque es incapaz de hacerle daño a una mosca, Lose se lleva un nunchako de artes marciales, y cuando se le echan encima los jurados, lo saca y hace molinetes poniendo cara de loco, zas, zas, zas, para que se queden lejos y le dé tiempo de salir corriendo. Pero no siempre funciona. Anoche lo ligaron y pretendían que se comiera lo suyo y lo que no era suyo. Pero él, naturalmente, sólo pasaba por allí, y el pasamontañas lo llevaba por el frío. Y en mitad de la conversación, en plena calle, con tres policías dándole una bofetada de vez en cuando, nos tomas el pelo o qué, a su madre -que le cocina macarrones, su plato favorito- se le ocurre llamarlo por teléfono. «Oye, hijo, que ese Pérez-Reverte acaba de hablar de ti en la radio». Y Lose, con los tres maderos alrededor, los mira y responde: «Ahora no puedo atenderte, mama, que estoy ocupao». 

22 de diciembre de 2013

domingo, 15 de diciembre de 2013

Una historia de España (XV)

A los incautos que creen que los últimos siglos de la reconquista fueron de esfuerzo común frente al musulmán hay que decirles que verdes las han segado. Se hubiera acabado antes, de unificar objetivos; pero no fue así. Con los reinos cristianos más o menos consolidados y rentables a esas alturas, y la mayor parte de los moros de España convertidos al tocino o confinados en morerías (en juderías, los hebreos), la cosa consistió ya más bien en una carrera de obstáculos de reyes, nobles y obispos para ver quién se quedaba con más parte del pastel. Que iba siendo sabroso. Como consecuencia, las palabras guerra y civil, puestas juntas en los libros de Historia, te saltan a la cara en cada página. Todo cristo tuvo la suya: Castilla, Aragón, Navarra. Pagaron los de siempre: la carne de lanza y horca, los siervos desgraciados utilizados por unos y otros para las batallas o para pagar impuestos, mientras individuos de la puerca catadura moral, por ejemplo, del condestable Álvaro de Luna, conspiraban, manipulaban a reyes y príncipes y se hacían más ricos que el tío Gilito. El tal condestable, que era el retrato vivo del perfecto hijo de puta español con mando en plaza, acabó degollado en el cadalso -a veces uno casi lamenta que se hayan perdido ciertas higiénicas costumbres de antaño-; pero sólo era uno más, entre tantos (y ahí siguen). De cualquier modo, puestos a hablar de esos malos de película que aquella época dio a punta de pala, el primer nombre que viene a la memoria es el de Pedro I, conocido por Pedro el Cruel: uno de los más infames -y de ésos hemos tenido unos cuantos- reyes y gobernantes que en España parió madre. Este fulano metió a Castilla en una guerra civil en la que no faltaron ni brigadas internacionales, pues intervinieron tropas inglesas a su favor, nada menos que bajo el mando del legendario Príncipe Negro, mientras que soldados franchutes de la Francia, mandados por el no menos notorio Beltrán Duguesclin, apoyaban a su hermanastro y adversario Enrique de Trastámara. La cosa acabó cuando Enrique le tendió un cuatro (como dicen en México) a Pedro en Montiel, lo cosió personalmente a puñaladas, chas, chas, chas, y a otra cosa, mariposa. Unos años después, y en lo que se refiere a Portugal -del que hablamos poco, pero estaba ahí-, el hijo de ese mismo Enrique II, Juan I de Castilla, casado con una princesa portuguesa heredera del trono, estuvo a punto de dar el campanazo ibérico y unir ambos reinos; pero los portugueses, que iban a su propio rollo, y eran muy dueños de ir, eligieron a otro. Entonces, Juan I, que tenía muy mal perder, los atacó en plan gallito con un ejército invasor; aunque le salió el tiro por la culata, pues los abuelos de Pessoa y Saramago le dieron las suyas y las del pulpo en la batalla de Aljubarrota. Por esas fechas, al otro lado de la península, el reino de Aragón se convertía en un negocio cada vez más próspero y en una potencia llena de futuro: a Aragón, Cataluña, Valencia y Mallorca se fueron uniendo el Rosellón, Sicilia y Nápoles, con una expansión militar y comercial que abarcaba prácticamente todo el Mediterráneo occidental: los peces con las famosas barras de Aragón en la cola. Pero el virus de la guerra civil también pegaba fuerte allí, y durante diez largos años aragoneses y catalanes se estuvieron acuchillando por lo de siempre: nobles y alta burguesía -dicho de otro modo, la aristocracia política eterna-, diciéndose yo quiero de rey a éste, que me hace ganar más pasta, y tú quieres a ése. Mientras tanto, el reino de Navarra (que incluía lo que hoy llamamos País Vasco) también disfrutaba de su propia guerra civil con el asunto del príncipe de Viana y su hermana doña Blanca, que al fin palmaron envenenados, con detalles entrañables que dejan chiquita la serie Juego de tronos. Navarra anduvo entre Pinto y Valdemoro, o sea, entre España y Francia, dinastía por aquí y dinastía por allá, hasta que en 1512 Fernando de Aragón la incorporó por las bravas, militarmente, a la corona española. A diferencia de los portugueses en Aljubarrota, los navarros perdieron la guerra y su independencia, aunque al menos salvaron los fueros -todos los estados europeos y del mundo se formaron con aplicación del mismo artículo catorce: si ganas eres independiente; si pierdes, toca joderse-. Eso ocurrió hace cinco siglos justos, y significa por tanto que los vascos y navarros son españoles desde hace sólo veinte años menos que, por ejemplo, los granadinos; también, por cierto, incorporados manu militari al reino de España, y que, como veremos en el siguiente capítulo, si es que lo escribo, lo son desde 1492. 

15 de diciembre de 2013

martes, 10 de diciembre de 2013

Un cigarrillo en Sodoma

Caminas por Madrid, en plena huelga de limpieza. Calles hechas una lástima, papeleras volcadas, suciedad desparramada por el suelo. Apropiada imagen, o fiel metáfora, de la España que tenemos y la que vamos a tener. Turistas asombrados haciendo fotos del desolador paisaje de desperdicios. Piquetes informativos -no hay eufemismo más idiota que ese informativos- vaciando contenedores de basura en mitad de la calle, aunque la basura no tenga relación directa con el asunto. Hace diez minutos, en un parque infantil con toboganes y columpios, acabas de ver a dos energúmenos, provistos de bolsas cogidas de un contenedor, cubrir de porquería la arena donde juegan los niños. Hacerlo con toda tranquilidad, metódica y deliberadamente, mientras, de la veintena de personas que andabais por allí, sólo una señora de cierta edad, una chica joven y tú mostrabais desaprobación. Y la respuesta de uno de esos animales fue para retenerla en mármol: «Que se jodan. Otros niños pasan hambre y no pueden jugar». Una de esas escenas, en fin, que de no saber, como sabes, que varios piqueteros detenidos estos días no son trabajadores de las empresas en huelga, sino camorristas agregados como refuerzo por algún sindicato del langostino, te haría desear, instintivamente, que a los huelguistas les dieran bien por la retambufa, hasta partírsela. Lo que pasa es que tienes la certeza de que los huelguistas -me refiero a los honrados de verdad, no a esos miserables del parque infantil- tienen razón, que el Ayuntamiento y las empresas pretenden jugarles a los limpiadores la trampa del chino, y que de alguna forma hay que plantar cara y decir basta. Así que te resignas, una vez más, a ser rehén de los desesperados frente a los golfos de siempre. 

Todo eso, claro, te hace estar de mal humor. Caminas sorteando desperdicios, maldiciendo para tus adentros en arameo. Acabas de pisar una fruta pocha que estaba en la acera, resbalándote la suela del zapato, en un tris de darte un leñazo de escayola y seis meses. Ya te ves fotografiado por la Nikon de un turista japo en su álbum familiar de Kyoto o de Hiroshima, o de cómo se llame el sitio: tú tirado en el suelo sobre un montón de basura, deslomado, mientras un tal Tadamichi Kuribayashi le dice a su cuñado mientras beben sake: mira qué cara de gilipollas se les pone a los españoles cuando resbalan y se pegan una hostia. Así que, como eres mediterráneo y tienes cierta facilidad barroca para el desahogo verbal, alzas el rostro hacia una altura conveniente y reniegas en voz alta y clara de la huelga de limpieza, de la basura, del ayuntamiento, del relaxing cup de café con leche, del imperio del sol naciente y de la madre que lo parió. Y luego, ya tomada carrerilla, extiendes la cosa blasfematoria a las cuevas de Altamira, a la dama de Elche, a Santiago Matamoros, a la España de Quevedo y la de Galdós, al ministro Montoro -cualquier ocasión es buena para blasfemar sobre ese tío-, al retablo de San Prepucio y al copón de Bullas. Y acabas deseando que llueva napalm y que de una vez nos vayamos todos, ya que tanto nos empeñamos, a tomar por saco. 

En ésas andas, como digo. Calentándote sobre la marcha, con los ojos inyectados en sangre y aire homicida, de manera que si en ese momento encontrases al paso una armería, igual te metías dentro, te llenabas los bolsillos de cartuchos y al rato salías en los periódicos en plan Rambo, pumba, pumba, lo que hace la edad, al Reverte se le fue la olla e hizo un pleno al quince. Y así andas, desolado, cuando ante un semáforo en rojo ves a un hombre joven que fuma. Lleva una chaqueta sin corbata y sostiene en la otra mano un maletín negro. Sus zapatos están limpios. Está parado junto a una papelera a la que algún piquete informativo informó arrancando de su soporte, del que sólo queda en pie la carcasa. Papelera rota y contenido están tirados por el suelo. El hombre joven sigue fumando tranquilo entre toda aquella suciedad, esperando que se ponga en verde la luz del paso de peatones. Y en un momento determinado, consumido el cigarrillo, se vuelve con la colilla entre los dedos, mirando incómodo la basura que lo rodea. Y al ver el pequeño cenicero que la carcasa de la papelera rota todavía conserva encima, lo apaga ahí con mucho cuidado, pulcramente, dejando la colilla antes de cruzar el paso de peatones, que ya está en verde. Y tú te lo quedas mirando con admiración mientras se aleja, consolado de pronto como si un analgésico te recorriese las venas. Reconciliado con el mundo, con Madrid y con la vida, porque hoy has visto a un hombre bueno fumando un cigarrillo en una calle de Sodoma.

domingo, 1 de diciembre de 2013

Una historia de España (XIV)

En la España cristiana de los siglos XIV y XV, como en la mora (ya sólo había 5 reinos peninsulares: Portugal, Castilla, Navarra, Aragón y Granada), la guerra civil empezaba a ser una costumbre local tan típica como la paella, el flamenco y la mala leche -suponiendo que entonces hubieran paella y flamenco, que no creo-. Las ambiciones y arrogancia de la nobleza, la injerencia del clero en la vida política y social, el bandidaje, las banderías y el acuchillarse por la cara, daban el tono; y tanto Castilla como Aragón, con su Cataluña incluida, iban a conocer en ese período unas broncas civiles de toma pan y moja, que ya contaremos cuando toque; y que, como en episodios anteriores, habrían proporcionado materia extraordinaria para varias tragedias shakesperianas, en el caso de que en España hubiéramos tenido ese Shakespeare que para nuestra desgracia -y vergüenza- nunca tuvimos. Ríanse ustedes de Ricardo III y del resto de la británica tropa. Hay que reconocer, naturalmente, que en todas partes se cocían habas, y que ni italianos ni franceses, por ejemplo, hacían otra cosa. La diferencia era que en la península ibérica, teóricamente, los reinos cristianos tenían un enemigo común, que era el Islam. Y viceversa. Pero ya hemos visto que, en la práctica, el rifirrafe de moros y cristianos fue un proceso complicado, hecho de guerras pero también de alianzas, chanchullos y otros pasteleos, y que lo de Reconquista como idea de una España cristiana en plan Santiago cierra y tal fue cuajando con el tiempo, más como consecuencia que como intención general de unos reyes que, cada uno por su cuenta, iban a lo suyo, en unos territorios donde, invasiones sarracenas aparte, a aquellas alturas tan de aquí era el moro que rezaba hacia la Meca como el cristiano que oraba en latín. Los nobles, los recaudadores de impuestos y los curas, llevaran tonsura o turbante, eran parecidísimos en un lado y en otro; de manera que a los de abajo, se llamaran Manolo o Mojamé, como ahora en el siglo XXI, siempre los fastidiaban los mismos. En cuanto a lo que algunos afirman de que hubo lugares, sobre todo en zona andalusí, donde las tres culturas -musulmana, cristiana y judía- convivían fructíferamente mezcladas entre sí, con los rabinos, ulemas y clérigos besándose en la boca por la calle, hasta con lengua, más bien resulta un cuento chino. Entre otras cosas porque las nociones de buen rollito, igualdad y convivencia nada tenían que ver entonces con lo que por eso entendemos ahora. La idea de tolerancia, más o menos, era: chaval, si permites que te reviente a impuestos y me pillas de buenas, no te quemo la casa, ni te confisco la cosecha, ni violo a tu señora. Por supuesto, como ocurrió en otros lugares de frontera europeos, la proximidad mestizó costumbres, dando frutos interesantes. Pero de ahí a decir (como Américo Castro, que iba a otro rollo tras la Guerra Civil del 36) que en la Península hubo modelos de convivencia, media un abismo. Moros, cristianos y judíos, según donde estuvieran, vivían acojonados por los que mandaban, cuando no eran ellos; y tanto en la zona morube como en la otra hubo estallidos de violento fanatismo contra las minorías religiosas. Sobre todo a partir del siglo XIV, con el creciente radicalismo atizado por la cada vez más arrogante Iglesia católica, las persecuciones contra moros y judíos menudearon en la zona cristiana (hubo un poco en todas partes, pero los navarros se lo curraron con verdadero entusiasmo en plan Sanfermines, asaltando un par de veces la judería de Pamplona, y luego arrasando la de Estella, calentados por un cura llamado Oillogoyen, que además de estar como una cabra era un hijo de puta con balcones a la calle). En cualquier caso, antijudaísmo endémico aparte -también los moros daban leña al hebreo-, las tres religiones y sus respectivas manifestaciones sociales coexistieron a menudo en España, pero nunca en plan de igualdad, como afirman ciertos buenistas y muchos cantamañanas. Lo que sí mezcló con la cristiana las otras culturas fueron las conversiones: cuando la cosa era ser bautizado, salir por pies o que te dejaran torrefacto en una hoguera, la peña hacía de tripas corazón y rezaba en latín. De ese modo, familias muy interesantes, tanto hebreas como mahometanas, se pasaron al cristianismo, enriqueciéndolo con el rico bagaje de su cultura original. También intelectuales doctos o apóstoles de la conversión de los infieles estudiaron a fondo el Islam y lo que aportaba. Tal fue el caso del brillantísimo Ramón Llull: un niño pijo mallorquín al que le dio por salvar almas morunas y llegó a escribir, el tío, en árabe mejor que en catalán o en latín. Que ya tiene mérito. 

(Continuará). 

1 de diciembre de 2013

lunes, 25 de noviembre de 2013

Ese Tenorio machista

En blogs interneteros y sitios así, algunas militantes de la rama ultrarradical feminazi -no mezclar ni agitar con las feministas respetables, cultas, razonables, de infantería- echan espumarajos de indignación porque, en este noviembre que ya fenece, ha vuelto a representarse el tradicional Don Juan Tenorio en algunos teatros españoles. Argumentan las individuas que la famosa obra teatral de Zorrilla está protagonizada por un chulo machista y violento, un misógino desalmado que medra con la mentira, el engaño y la seducción de mujeres desvalidas; y cuya alma, para más Inri, acaba salvándose in artículo mortis gracias al amor puro y los buenos oficios de la dulce e inocente doña Inés. O sea, que ni siquiera el desenlace proporciona a la espectadora concienciada el consuelo final de ver al infame seductor ardiendo en los infiernos. 

Recomiendan las antedichas radicalfeminatas, con esa deslumbrante facilidad para la simpleza sin complejos que a algunas de ellas adorna, que el Tenorio -«Pesadilla recurrente», lo llaman- no se vuelva a representar en jamás de los jamases. «El personaje es machista hasta el ridículo», afirma por escrito una de ellas, añadiendo -con cierta dislexia sintáctica, dicho sea de paso-: «Es el prototipo de aquello que buena parte de la ciudadanía queremos erradicar: la actitud chulesca, el desprecio a las mujeres, la exaltación de algo a lo que llaman amor hasta la muerte... Forma parte de una tradición que habría que desterrar de una vez por todas»

Uno, modestamente, conoce un poco el Tenorio. Desde niño. Entre otras cosas, porque mi abuela materna -a la que ninguna feminista de hoy podría dar clases de lucidez, cultura e independencia personal e intelectual- me lo recitaba a menudo, pues lo sabía de memoria, como casi toda la gente educada de su generación. Después, que yo recuerde, lo he visto innumerables veces, tanto en el añorado Estudio 1 de la tele como a lo vivo en teatros, representado por Armando Calvo, Fernando Guillén, Sancho Gracia, Juan Diego y otros -todos, en realidad- grandes actores de cada momento, con mujeres extraordinarias como Gemma Cuervo, Emma Cohen o Concha Velasco dándoles la réplica en el papel de doña Inés. Quiero decir con esto que llevo cincuenta años de mi vida oyendo decir «Cuán gritan esos malditos», y algo me suena su materia: la ironía, la vanidad, la vileza, el orgullo, la culpa, el castigo, la redención, el honor ridículo y trasnochado. También, claro, los estereotipados personajes, la imperfección del verso, los ripios infames, lo antipático del protagonista y sus amigos. Esa clase de cosas. Y sobre todo, la certeza absoluta de que en esa obra teatral a menudo torpe, tópica de sí misma, late también algo genial que la hizo famosa y que todavía hoy le permite, ante cualquier clase de público, subyugar y divertir como pocas. La inmensa intuición dramática de Zorrilla, el instinto narrativo que circula bajo la piel de cada torpe y facilón verso del Tenorio, lo convirtieron en la obra de teatro más conocida y representada en la historia del teatro español. Un clásico indiscutible, incluso a pesar suyo. Historia inmortal de la escena dramática. 

No hay nada más estúpido que mirar el pasado sólo con los exclusivos ojos del presente. Don Juan Tenorio, que recogió eficazmente una tradición literaria clásica, poniéndola al día con un deslumbrante barniz de romanticismo populista para el gran público del siglo XIX, debe ser vista como lo que es, o fue, y disfrutada en su contexto. Ya no existen donjuanes a lo Zorrilla, por fortuna hasta para ellos mismos, porque son, efectivamente, ridículos. Y eso es lo que hace aún más interesante comprobar, en el teatro o fuera de él, cómo esos personajes eran vistos en el pasado. Ésa es, creo, la única forma de encarar con criterio lúcido los cambios necesarios del presente: desde un punto de vista culto, conocedor del asunto, y no desde clichés fáciles y lugares comunes que apenas disimulan la ignorancia y la indigencia intelectual de quienes tras ellos se escudan. Pretender que se proscriba el Tenorio por machista es como pedir que, por el mismo motivo, se proscriban el tango, la copla, el corrido o el bolero. Por las mismas imbéciles razones habría que desterrar de la vida, la educación y la cultura, entre otras muchas cosas, gran parte del teatro y la poesía españoles del Siglo de Oro, los dramas románticos o el teatro y las novelas de Jardiel Poncela. Por ejemplo. Y tampoco el Quijote se libraría del expurgo. Ni, por supuesto, la poesía extraordinaria, crisol fascinante de la lengua española, de aquel despiadado y genial misógino que fue don Francisco de Quevedo. 

24 de noviembre de 2013 

sábado, 16 de noviembre de 2013

El perro antisistema

Tengo la foto delante, mientras tecleo esto. Y me encanta. Ha sido tomada en una calle de Atenas, pero podría haber ocurrido en cualquier lugar de Europa; o, al menos, en no importa qué lugar de la Europa indignada, furiosa, que en los últimos tiempos, harta de tanto cuento, tanto recorte y tanta indecencia oficial, se echa a la calle, cada vez con más energía, para ajustar cuentas, o intentarlo, con la clase política y financiera: con los responsables últimos -los primeros, tampoco hay que olvidarlo, somos nosotros mismos- de la trampa siniestra en la que desde hace tiempo estamos metidos. Para escupir con dureza en la cara de esa casta desvergonzada, intocable en sus infames privilegios, que ha hecho de nuestras vidas su negocio y de Bruselas su criminal coartada. 

La imagen tiene mucha fuerza. Muestra la primera línea de una manifestación violenta, de ésas con lanzamiento de piedras, barricadas y contenedores de basura incendiados. Está tomada de frente, desde el lado de la policía, abarcando el despliegue de manifestantes que se enfrentan a los antidisturbios: pañuelos cubriendo la cara, pasamontañas, cascos de motorista, sudaderas de felpa con la capucha subida. Algunos, prevenidos hasta lo profesional, llevan máscaras antigás, y al fondo tremolan algunas banderas rojas. El suelo entre ellos y los policías está alfombrado de piedras y trozos de ladrillo que acaban de volar por los aires. En realidad es una foto de guerra, pienso al mirarla. De esta otra guerra cercana, fruto natural de tantas mentiras, incompetencia, latrocinios e injusticias, que hace tiempo estalló en nuestras ciudades y corazones, y que canallas encorbatados se esfuerzan en negar, en desmentir, con sonrisas hipócritas, retórica imbécil y palabras huecas que a pocos lúcidos engañan. 

El perro está en esa primera línea. Es un chucho de pelaje dorado y hocico flaco, y sin duda su amo es alguno de los manifestantes que, más próximos a él, se enfrentan a los policías: no sé si el que lleva puesto un casco de motorista o el que, a la izquierda de la imagen, se mueve medio agachado con una máscara antigás ocultándole el rostro y una bandera roja recogida en la mano. El perro está casi entre ambos, también en movimiento, abiertas las patas para plantarlas con coraje en el suelo, algo adelantada una de ellas, subidas las orejas por efecto de la acción. Le ciñe el cuello algo oscuro, que parece un collar o uno de esos pañuelos perroflautas tipo John Wayne. Y mira con resuelta atención hacia donde miran los hombres que están a su lado, entreabierta la boca como para un gruñido o un ladrido de cólera. No parece asustado en absoluto por el tumulto, ni intimidado con el estruendo de los pelotazos de la policía y los gritos de los manifestantes. Está allí, valeroso, firme, corriendo leal junto a su amo, dando la cara en plena refriega como dispuesto, también él, a abalanzarse contra las barreras de la ley y el orden establecidas por los de siempre. 

Uno tiene el lacrimal reacio, a estas alturas. Sin embargo, o quizá por eso, consuela comprobar que todavía hay cosas que te remueven otras cosas por dentro. La estampa de ese perro decidido, fiel, enfrentado a la policía sin abandonar a su amo en plena refriega, es una de ellas. Lo miro en la foto y, mientras sonrío, se me ocurre que quizá no esté ahí sólo por eso. A su manera, sin saberlo, puede que ese chucho también libre su propia guerra antisistema. Batiéndose no sólo por su amo, sino por sí mismo. Por sus colegas: cachorrillos regalos de Navidad que meses más tarde acabarán abandonados en una cuneta; por los perros maltratados, apaleados hasta morir por canallas sin conciencia; por los que acaban ahorcados en el monte cuando son viejos, arrojados vivos a un pozo o liquidados de un escopetazo; por los que enloquecen amarrados con dos metros de cadena o mueren de hambre y sed; por los que son sacrificados sin necesidad pudiendo salvarse; por los que nadie reclama y acaban deslizando su sombra por el corredor de la muerte; por los que infames sin escrúpulos utilizan en peleas clandestinas donde se juegan enormes cantidades de dinero; por esos perrillos drogados que, ante la pasividad de las autoridades, algunos mendigos utilizan para mover a piedad y luego se desembarazan oscuramente de ellos... Y sí. Miro la foto del perro antisistema que se enfrenta a la policía en una calle de Atenas y concluyo que tal vez también él tenga cuentas propias que ajustar. Y que todo será más noble y luminoso mientras junto a un hombre que lucha haya un buen perro valiente. 

17 de noviembre de 2013
 

domingo, 10 de noviembre de 2013

Una historia de España (XIII)

En los albores del siglo XIII, el reino de Aragón se hacía rico, fuerte y poderoso. Petronila (una huerfanita de culebrón casi televisivo, heredera del reino) se había casado y comido perdices con el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV; así que en el reinado del hijo de éstos, Alfonso II (el que se batió como un tigre en Las Navas), quedaron asentados Aragón y Cataluña bajo las cuatro barras de la monarquía aragonesa. Aquella familia tuvo la suerte de parir un chaval fuera de serie: se llamaba Jaime, fue el primer rey de Aragón con ese nombre, y pasó a la Historia con el apodo de El Conquistador no por las señoras entre las que anduvo, que también -era muy aficionado a intercambiar fluidos-, sino porque triplicó la extensión de su reino. Hombre culto, historiador y poeta, Jaime I dio a los moros leña hasta en el turbante, tomándoles Valencia y las Baleares, y poniendo en el Mediterráneo un ojo de águila militar y comercial que aragoneses y catalanes ya no entornarían durante mucho tiempo. Su hijo Pedro III arrebató Sicilia a los franceses en una guerra que salió bordada: el almirante Roger de Lauria los puso mirando a Triana en una batalla naval -hasta Trafalgar nos quedaban aún seiscientos años de poderío marítimo-, y en el asedio de Gerona los gabachos salieron por pies con epidemia de peste incluida. La expansión mediterránea catalano-aragonesa fue desde entonces imparable, y las barras de Aragón se pasearon de tan triunfal manera por el que pasó a ser Mare Nostrum que hasta el cronista Desclot escribió -en fluida lengua catalana- que incluso «los peces llevan las cuatro barras de la casa de Aragón pintadas en la cola». Hubo, eso sí, una ocasión de aún mayor grandeza perdida cuando Sancho el Fuerte de Navarra, al palmar, dejó su reino al rey de Aragón. Esto habría cambiado tal vez el eje del poder en la historia futura de España; pero los súbditos vascongados no tragaron, subió al trono un sobrino del conde de Champaña, y la historia de la Navarra hispana quedó por tres siglos vinculada a Francia hasta que la conquistó, incorporándola por las bravas a Aragón y Castilla, Fernando el Católico (el guapo que sale en la tele con la serie Isabel). Pero el episodio más admirable de toda esta etapa aragonesa y catalana de nuestra peripecia nacional es el de los almogávares, las llamadas compañías catalanas: gente de la que ahora se habla poco, porque no era, ni mucho menos, políticamente correcta. Y su historia es fascinante. Eran una tropa de mercenarios catalanes, aragoneses, navarros, valencianos y mallorquines en su mayor parte, ferozmente curtidos en la guerra contra los moros y en los combates del sur de Italia. Como soldados resultaban temibles, valerosos hasta la locura y despiadados hasta la crueldad. Siempre, incluso cuando servían a monarcas extranjeros, entraban en combate bajo la enseña cuatribarrada del rey de Aragón; y sus gritos de guerra, que ponían la piel de gallina al enemigo, eran Aragó, Aragó, y Desperta ferro: despierta, hierro. Fueron enviados a Sicilia contra los franceses; y al acabar el desparrame, los mismos que los empleaban les habían cogido tanto miedo que se los traspasaron al emperador de Bizancio, para que lo ayudaran a detener a los turcos que empujaban desde Oriente. Y allá fueron, 6.500 tíos con sus mujeres y sus niños, feroces vagabundos sin tierra y con espada. De no figurar en los libros de Historia, la cosa sería increíble: letales como guadañas, nada más desembarcar libraron tres sucesivas batallas contra un total de 50.000 turcos, haciéndoles escabechina tras escabechina. Y como buenos paisanos nuestros que eran, en los ratos libres se codiciaban las mujeres y el botín, matándose entre ellos. Al final fue su jefe el emperador bizantino quien, acojonado, no viendo manera de quitarse de encima a fulanos tan peligrosos, asesinó a los jefes durante una cena, el 4 de abril de 1305. Luego mandó un ejército de 26.000 bizantinos a exterminar a los supervivientes. Pero, resueltos a no dar gratis el pellejo, aquellos tipos duros decidieron morir matando: oyeron misa, se santiguaron, gritaron Aragó y Desperta ferro, e hicieron en los bizantinos una matanza tan horrorosa que, según cuenta el cronista Muntaner, que estaba allí, «no se alzaba mano para herir que no diera en carne». Después, ya metidos en faena, los almogávares saquearon Grecia de punta a punta, para vengarse. Y cuando no quedó nada por quemar o matar, fundaron los ducados de Atenas y Neopatria, y se instalaron en ellos durante tres generaciones, con las bizantinas y tal, haciendo bizantinitos hasta que, ya más blandos con el tiempo, los cubrió la marea turca que culminaría con la caída de Constantinopla. 

(Continuará). 

11 de noviembre de 2013 

domingo, 27 de octubre de 2013

Una historia de España (XII)

Para el siglo XIII o por ahí, mientras en el norte se asentaban los reinos de Castilla, León, Navarra, Aragón, Portugal y el condado de Cataluña, los moros de Al Andalus se habían vuelto más bien blanditos, dicho en términos generales: casta funcionarial, recaudadores de impuestos, núcleos urbanos más o menos prósperos, agricultura, ganadería y tal. Gente por lo general pacífica, que ya no pensaba en reunificar los fragmentados reinos islámicos hispanos, y mucho menos en tener problemas con los cada vez más fuertes y arrogantes reinos cristianos. La guerra, para la morisma, era más bien defensiva y si no quedaba más remedio. La clase dirigente se había tirado a la bartola y era incapaz de defender a sus súbditos; pero lo que peor veían los ultrafanáticos religiosos era que los preceptos del Corán se llevaban con bastante relajo: vino, carne de cerdo, poco velo y tal. Todo eso era visto con indignación y cierto cachondeo desde el norte de África, donde alguna gente, menos barnizada por el confort, miraba todavía hacia la península con ganas de buscarse la vida. De qué van estos mierdas, decían. Que los cristianos se los están comiendo sin pelar, no se respeta el Islam y esto es una vergüenza moruna. De manera que, entre los muslimes de aquí, que a veces pedían ayuda para oponerse a los cristianos, y la ambición y el rigor religioso de los del otro lado, se produjeron diversas llegadas a Al Andalus de tropas frescas, nuevas, con ganas, guerreras como las de antes. Peligrosas que te mueres. Una de estas tribus fue la de los almohades, gente dura de narices, que proclamó la Yihad, la guerra santa -igual el término les suena-, invadió el sur de la vieja Ispaniya y le dio al rey Alfonso VIII de Castilla -otra vez se había dividido el reino entre hijos, para no perder la costumbre, separándose León y Castilla- una paliza de padre y muy señor mío en la batalla de Alarcos, donde al pobre Alfonso lo vistieron de primera comunión. El rey castellano se lo tomó a pecho, y no descansó hasta que pudo montarles la recíproca a los moros en las Navas de Tolosa, que fue un pifostio de mucha trascendencia por varios motivos. En primer lugar, porque allí se frenó aquella oleada de radicalismo guerrero-religioso islámico. En segundo, porque con mucha habilidad el rey castellano logró que el papa lo proclamase cruzada contra los sarracenos, para evitar así que, mientras se enfrentaba a los almohades, los reyes de Navarra y León -que, también para variar, se la tenían jurada al de Castilla, y viceversa- le hicieran la puñeta apuñalándolo por la espalda. En tercer lugar, y lo que es más importante, en las Navas el bando cristiano, aparte de voluntarios franceses y de duros caballeros de las órdenes militares españolas, estaba milagrosamente formado por tropas castellanas, navarras y aragonesas, puestas de acuerdo por una vez en su puta vida. Milagros de la Historia, oigan. Para no creerlo ni con fotos. Y nada menos que con tres reyes al frente, en un tiempo en el que los reyes se la jugaban en el campo de batalla, y no casándose con lady Di o cayéndose en los escalones del bungalow mientras cazaban elefantes. El caso es que Alfonso VIII se presentó con su tropa de Castilla, Pedro II de Aragón, como buen caballero que era -había heredado de su padre el reino de Aragón, que incluía el condado de Cataluña-, fue a socorrerlo con tropas aragonesas y catalanas, y Sancho VII de Navarra, aunque se llevaba fatal con el castellano, acudió con la flor de su caballería. Faltó a la cita el rey de León, Alfonso IX, que se quedó en casa, aprovechando el barullo para quitarle algunos castillos a su colega castellano. El caso es que se juntaron allí, en las Navas, cerca de Despeñaperros, 27.000 cristianos contra 60.000 moros, y se atizaron de una manera que no está en los mapas. La carnicería fue espantosa. Parafraseando unos versos de Zorrilla -de La leyenda del Cid, muy recomendable podríamos decir eso de: Costumbres de aquella era / caballeresca y feroz / donde acogotando al otro / se glorificaba a Dios. Ganaron los cristianos, pero en el último asalto. Y hubo un momento magnífico cuando, viéndose al filo de la derrota, el rey castellano, desesperado, dijo «aquí morimos todos», picó espuelas y cargó ciegamente contra el enemigo. Y los reyes de Aragón y de Navarra, por vergüenza torera y no dejarlo solo, hicieron lo mismo. Y allá fueron, tres reyes de la vieja Hispania y la futura España, o lo que saliera de aquello, cabalgando unidos por el campo de batalla, seguidos por sus alféreces con las banderas, mientras la exhausta y ensangrentada infantería, entusiasmada al verlos llegar juntos, gritaba de entusiasmo mientras abría las filas para dejarles paso. 

(Continuará). 

27 de octubre de 2013 

domingo, 20 de octubre de 2013

Relaxing cup in Madrid

Plaza del Callao, Madrid. Doce y media de la mañana. Tirado en el suelo sobre una manta y cartones, junto a un cochecito de niño cargado de paquetes y chismes, entorpeciendo el paso de la gente, un fulano barbudo, sucio, corpulento, está quitándose pelotillas de entre los dedos de los pies descalzos. La postura es de lo más relaxing cup de café con leche in Madrid, que diría la alcaldesa Ana Botella: tiene una pierna cruzada sobre otra -y quizá porque está tumbado al sol y hace calor- los pantalones bajados hasta las ingles, mostrando unas carnes mugrientas e hirsutas y unos calzoncillos de sospechosos tonos pardos. Al llegar a su altura, la peña se aparta con precaución, creándole en torno una pequeña tierra de nadie, un glacis en el que se ve un reguero de algo líquido que proviene del vivac callejero del fulano, ignoro si vino de un tetrabrik que figura entre sus posesiones o alguna clase de líquido de origen más personal y orgánico que, con tal de no levantarse, el individuo ha excretado directamente desde su cómodo apostadero. 

Caminando unos pasos delante de mí, dos policías municipales, hombre y mujer, pasan ante la escena sin inmutarse, fijos los ojos en la lontananza, y se alejan entre la multitud, en absoluto dispuestos a complicarse la existencia, a que el fulano se rebote y les monte bronca, o a que quienes pasamos por allí -no sería la primera vez- los llamemos esbirros fascistas por meterse con un indefenso mendigo en pleno ejercicio de tal. En ese ámbito concreto, Madrid es una relaxing cup de hacer lo que te salga del ciruelo, les han recordado esta mañana en el Ayuntamiento antes de mandarlos de patrulla. Que así lo marcó con su estilo, en plan buen rollito y todos compadres, el ex alcalde Ruiz-Gallardón. Y ellos, claro, cumplen. A ver si no. Como cumplen sus colegas que miran al tendido, atentos a si un músico toca el violín sin pagar las tasas municipales o un taxista pisa la continua, mientras en las aceras los peatones zigzaguean entre muñones desnudos y perros drogados, y en los semáforos los coches esquivan a viejecitas encorvadas y tipos sin afeitar, jóvenes y absolutamente sanos, que limosnean en lenguas balcánicas, metiéndose entre los coches para que los atropelles y te busques la ruina mientras a ellos, con la oportuna indemnización, les solucionas la vida. 

Porque oigan. Si quieren ustedes una relaxing cup de café con leche, con o sin juegos olímpicos, no se pierdan bajo ningún concepto el centro de Madrid. Y no olviden una cámara de fotos o el móvil con flash, porque en su pueblo no se lo van a creer si no media testimonio gráfico del paisaje. ¿Imaginan el Barrio Latino o Saint Germain de París, la Plaza Navona de Roma o lugares así, con este ambiente tan descuidado y cutre? ¿A que no? ¿A que se les funden los plomos de la fantasía? Pues ahí está el detalle. El hecho diferencial. El relaxing cup de toda la puta vida. Y más ahora, que es el turismo foráneo el que nos va a sacar del hoyo. Dicen. España, potencia turístico-cultural y demás. Tela marinera. Ambiente de élite. 

Les propongo una ocasión inolvidable. Gratis y por la cara. Un paseo por la Plaza Mayor, según la hora, puede ser una experiencia casi gastronómica: aromas, jugos, decoración, paisanaje, ofrecen posibilidades de relaxing cup inolvidables. Y si además te roban el bolso, ya ni te cuento. Todo eso, oído al parche, en el barrio emblemático de Madrid. En el corazón turístico de una de las ciudades más sucias de Europa. A partir de media tarde, lo de pisar cucarachas apenas llama la atención: van y vienen, pequeñas y rojizas, correteando entre la porquería acumulada en los rincones, las papeleras repletas, los montones de envases y restos de comida. Pero lo mejor llega de noche, cuando docenas de indigentes duermen bajo sus divertidos cartones y el elegante turisteo de chanclas, calzoncillos, poca higiene y rastro de basura -no siempre coinciden los factores, pero a menudo hay conexión lógica- se ha ido a sobar al hotel. Cuando las calles tienen su castizo olor a orines y vómito habitual, y las ratas salen a tomar el aire desde las alcantarillas y sótanos cercanos, echando partidas de mus bajo la estatua de Felipe III y contándose sus cosas. Todo muy exportable, o sea. Muy trendy. Cada vez que paso de noche por allí y me cruzo con uno de esos bichos, actualizo para mi coleto un viejo chiste donde le dicen a Ana Botella: «Oiga, señora alcaldesa, he visto en la Plaza Mayor que una rata iba del brazo de un murciélago». Y ella responde, sonriente, simpática, en plan relaxing cup of café con leche total: «Oh, sí... Como novio el murciélago era feísimo, ¿verdad?... Pero tenga en cuenta que es piloto». 

20 de octubre de 2013 

domingo, 13 de octubre de 2013

Héroes de ayer y de hoy

Hoy querría hablarles de héroes. Conocí a los primeros en las historias que me contaban mis padres y mis abuelos, en los cuentos y en los tebeos. Eso incluía al Guerrero del Antifaz, al Capitán Trueno y al Jabato, y también aquellas historietas semanales, publicadas en México por la editorial Novaro, que todavía Javier Marías y yo intercambiamos con guiños cómplices: Batman, Superman, El Llanero Solitario, Roy Rogers, Gene Autry, Red Ryder, Hopalong Cassidy. Al mismo tiempo, con los primeros libros leídos, otra clase de héroes se fue asentando en mi imaginación. Fue el turno de los mitos clásicos o protagonistas de hechos históricos como Hércules, Aquiles, Ulises, Eneas, Jasón y sus compañeros, Leónidas, El Cid, Cortés, Pizarro, Blas de Lezo, Napoleón. A eso hay que añadir el cine, decisivo para una generación que, como la mía, asistió a los estrenos de Río Bravo, Ben-Hur o El día más largo, por citar sólo tres de innumerables películas espléndidas. Y así, poco a poco, las historias de hombres extraordinarios enfrentados a sucesos extraordinarios cedieron lugar a las de hombres ordinarios enfrentados a sucesos inquietantes, excesivos, peligrosos. Ordinarios, también. Fue la época fecunda de los libros, desde Moby Dick a James Bond, los detectives de Conan Doyle o Agatha Christie, los personajes de Stevenson, Verne, Cooper, Dumas o Kipling, y los marinos de Joseph Conrad. Viajes, intrigas y aventuras donde es fácil la identificación del lector ávido con los personajes zarandeados por el azar, el peligro, el amor, la guerra. Otra clase de héroe se asentó a partir de entonces en mi imaginación. Ojo de Halcón, Rupert de Hentzau, fueron los primeros, entre otros, que me hicieron asomar al lado oscuro del héroe. Al ángulo turbio de la vida. 

Dijo el coronel Lawrence -yo ignoraba, al leerlo, que un día tocaría con mis manos los restos de los trenes volados por él en el desierto- que todos los seres humanos sueñan, pero no del mismo modo. Y es cierto. Yo tuve mi modo: me eché la mochila a la espalda y fui a la isla de los piratas en busca de héroes, intentando hacerlos míos. Confirmar su existencia. Tuve suerte, porque los conocí. A todos. De algunos, incluso, fui y sigo siendo amigo. Descubrí que su existencia era real, y no imaginación de escritores o guionistas. Volví con sus historias en la mochila, y eso hago ahora: contarlas a mi manera. Pero en el viaje hasta ellos descubrí importantes modificaciones en la imagen del héroe original. Ningún rastro hallé -ignoro si fui infortunado o afortunado en eso- de los héroes primeros de corazón puro. Dicho en clásico, conocí a menos Héctores que Ulises. Y así comprendí, también, que tiene poco mérito ser héroe a la vista del mundo y de la Historia. Que eso lo puede ser cualquiera, puesto por el azar en el sitio adecuado. Que lo difícil, lo heroico, es ser Odiseo peleando solo, enfrentado al dolor, al fracaso, intentando volver a casa con sangre en las uñas y la memoria, sin otras armas que la astucia y el valor, en un paisaje hostil y bajo un cielo sin dioses. 

Por eso los héroes de mis novelas son como son. Corazones -en alusión melvilliana- hechos de húmedos y goteantes noviembres. Héroes cansados. Y, lo más paradójico de todo es que descubrí, al caminar hasta ellos, que no hace falta viajar a la isla de los piratas para encontrarlos; quizá porque en esa isla, que está aquí mismo, vivimos todos. Puede que ese largo y azaroso viaje que en otro tiempo hice me sirviera para comprender. Para reconocerlos. Para saber, como sé ahora, que no hace falta embarcarse en el Arabella con el capitán Blood, ni alistarse en la legión con los hermanos Geste, o arponear ballenas con el joven Ismael. A menudo, para conocer a un héroe, hombre o mujer, basta con acercarse al bar de la esquina, pedir un café y observar en torno. Caminar por la ciudad atento a los rostros, a las miradas, a la manera de situarse, también aquí, bajo un cielo del que los dioses emigraron hace tiempo, dejándonos la fría y dura soledad del hombre moderno, o del que siempre hemos sido. Quizá, si esos muchachos que buscan en un juego de ordenador o en una película de vampiros a los héroes de hoy estudiasen la expresión de su padre cuando, derrotado, vuelve a casa tras verse rechazado para un trabajo, la de su madre reventada tras lidiar afuera y adentro con la vida, la del hermano mayor que hace la maleta para jugársela lejos, allí donde consiga un trabajo y un salario dignos, comprenderían que los héroes no han muerto, sino que siguen vivos, muy cerca. Entre nosotros. Esperando una palabra de reconocimiento y el afecto de una sonrisa. 

13 de octubre de 2013 

domingo, 6 de octubre de 2013

Una historia de España (XI)

Tenía pensado hablarles hoy del Cid Campeador, en monográfico, porque el personaje es para darle de comer aparte. De él se ha usado y abusado a la hora de hablar de moros, cristianos, Reconquista y tal; y en tiempos de la historiografía franquista fue uno de los elementos simbólicos más sobados por la peña educativa en plan virtudes de la raza ibérica, convirtiéndolo en un patriota reunificador de la España medieval y dispersa, muy en la línea de los tebeos del Capitán Trueno y el Guerrero del Antifaz; hasta el punto de que en mis libros escolares del curso 58-59 figuraban todavía unos versos que cito de memoria: «La hidra roja se muere / de bayonetas cercada / y el Cid, con camisa azul / por el cielo azul cabalga». Para que se hagan idea. Pero la realidad estuvo lejos de eso. Rodrigo Díaz de Vivar, que así se llamaba el fulano, era un vástago de la nobleza media burgalesa que se crió junto al infante don Sancho, hijo del rey Fernando I de Castilla y León. Está probado que era listo, valiente, diestro en la guerra y peligroso que te rilas, hasta el punto de que en su juventud venció en dos épicos combates singulares: uno contra un campeón navarro y otro contra un moro de Medinaceli, y a los dos dio matarile sin despeinarse. En compañía del infante don Sancho participó en la guerra del rey moro de Zaragoza contra el rey cristiano de Aragón -la hueste castellana ayudaba al moro, ojo al dato-; y cuando Fernando I, supongo que bastante chocho en su lecho de muerte, hizo la estupidez de partir el reino entre sus cuatro hijos, Rodrigo Díaz participó como alférez abanderado del rey Sancho I en la guerra civil de éste contra sus hermanos. A Sancho le reventó las asaduras un sicario de su hermana Urraca; y otro hermano, Alfonso, acabó haciéndose con el cotarro como Alfonso VI. A éste, según leyenda que no está históricamente probada, Rodrigo Díaz le habría hecho pasar un mal rato al hacerle jurar en público que no tuvo nada que ver en el escabeche de Sancho. Juró el rey de mala gana; pero, siempre según la leyenda, no le perdonó a Rodrigo el mal trago, y a poco lo mandó al destierro. La realidad, sin embargo, fue más prosaica. Y más típicamente española. Por una parte, Rodrigo había dado el pelotazo del siglo al casarse con doña Jimena Díaz, hija y hermana de condes asturianos, que además de guapa estaba podrida de dinero. Por otra parte, era joven, apuesto, valiente y con prestigio. Y encima, chulo, con lo que no dejaban de salirle enemigos, más entre los propios cristianos que entre la mahometana morisma. La envidia hispana, ya saben. Nuestra deliciosa naturaleza. Así que la nobleza próxima al rey, los pelotas y tal, empezaron a hacerle la cama a Rodrigo, aprovechando diversos incidentes bélicos en los que lo acusaban de ir a su rollo y servir sus propios intereses. Al final, Alfonso VI lo desterró; y el Cid -para entonces los moros ya lo llamaban Sidi, que significa señor- se fue a buscarse la vida con una hueste de guerreros fieles, imagínense la catadura de la peña, en plan mercenario. Como para ponerse delante. No llegó a entenderse con los condes de Barcelona, pero sí con el rey moro de Zaragoza, para el que estuvo currando muchos años con éxito, hasta el punto de que derrotó en su nombre al rey moro de Lérida y a los aliados de éste, que eran los catalanes y los aragoneses. Incluso se dio el gustazo de apresar al conde de Barcelona, Berenguer Ramón II, tras darle una amplia mano de hostias en la batalla de Pinar de Tévar. Así estuvo la tira de años, luchando contra moros y contra cristianos en guerras sucias donde todos andaban revueltos, acrecentado su fama y ganando pasta con botines, saqueos y tal; pero siempre, como buen y leal vasallo que era, respetando a su señor natural, el rey Alfonso VI. Y al cabo, cuando la invasión almorávide acogotó a Alfonso VI en Sagrajas, haciéndolo comerse una derrota como el sombrero de un picador, el rey se tragó el orgullo y le dijo al Cid: «Oye, Sidi, échame una mano, que la cosa está chunga». Y éste, que en lo tocante a su rey era un pedazo de pan, campeó por Levante -de paso saqueó la Rioja cristiana, ajustando cuentas con su viejo enemigo el conde García Ordóñez-, conquistó Valencia y la defendió a sangre y fuego. Y al fin, en torno a cumplir 50 tacos, cinco días antes de la toma de Jerusalén por los cruzados, temido y respetado por moros y cristianos, murió en Valencia de muerte natural el más formidable guerrero que conoció España. Al que van como un guante otros versos que, éstos sí, me gustan porque explican muchas cosas terribles y admirables de nuestra Historia: «Por necesidad batallo / y una vez puesto en la silla / se va ensanchando Castilla / delante de mi caballo»

(Continuará). 

6 de octubre de 2013 

domingo, 29 de septiembre de 2013

El calvario de ser becario

Llamémosles Ana, o Juan: veintipocos años, brillantes, con nota de proyecto de fin de carrera de notable a sobresaliente. Acaban de rematar de modo espléndido los estudios de ingeniero aeronáutico, arquitecto, médico o filólogo. Lo que ustedes prefieran. Y los dos, como algunos otros afortunados, están entre los pocos jóvenes españoles con posibilidad de encontrar un trabajo decente, con futuro, en un país de la Unión Europea. Alemania, por ejemplo. O Dinamarca. Uno de esos que parecen serios. Esto es posible gracias a los fondos comunitarios para becas que administran universidades y fundaciones españolas; dinero destinado a financiar los seis primeros meses de contrato laboral de esos chicos en el país donde los requieran. E imaginen ustedes que Ana, o Juan, o como se llamen, por sus brillantes expedientes académicos, logran su sueño. Que una empresa de Hamburgo, de Copenhague o de Estocolmo les dice: vente para acá, chaval, que nos interesas. Tuyo es el curro. En cuanto una universidad o fundación española te conceda beca, te vienes. Y como además has hecho una carrera impecable y eres un tipo de élite, lo que significa una buena inversión para nosotros, aparte de los seis meses que te pagarán con fondos comunitarios para tenerte a prueba te pagaremos de nuestro bolsillo otros seis meses, lo que casi asegura contrato laboral indefinido. Dicho de otra manera, tu futuro resuelto. Durante un mes te reservamos el puesto de trabajo prometido. Así que pide la beca, agiliza el papeleo y espabila. 

Y entonces, señoras y señores, Juan o Ana, como cualquier chico en su situación, se tropiezan con la España de toda la vida: vacaciones de Semana Santa, puente de San Prepucio, he ido a tomar café, cerrado por agosto, etcétera. Eso, de una parte. De la otra, la criminal lentitud de una burocracia infame que, en lugar de estar al servicio del individuo facilitándole la vida, no existe sino para arruinársela. Y así, los chicos que solicitan la beca pueden ver pasar tres, cuatro o cinco meses sin que el asunto se resuelva -el último caso que conozco, beca solicitada en junio, aún no está decidido-. Y ahora pónganse en el lugar de Ana, o de Juan, intentando explicarle a un empresario sueco que, a diferencia de otros chicos italianos o franceses cuya beca se tramitó en quince días, en España las cosas van de otra manera. Que aquí, a pesar de las grandilocuentes declaraciones del presidente Rajoy, algunos de sus ministros y otros esbirros, a la hora de ayudar a los chicos a buscarse la vida, no se mueve nadie. Porque los españoles -imaginen, insisto, la cara del empresario sueco, danés o kuwaití- nos movemos a otro ritmo. Calculen la angustia, la desesperación, la impotencia. Lo absurdo. Y eso, atención al detalle, con fondos que ni siquiera son dinero español, sino de la comunidad europea. 

Pero es que todo puede ser más simpático, si cabe. Más nuestro y castizo. Porque, si en vista del retraso, angustiados porque pueden perder la oferta de trabajo, los chicos intentan olvidar esa beca y pedir otra que maneje parecidos fondos -de 600 a 800 euros al mes, calculen la fortuna-, tendrán que empezar otra vez desde cero, arriesgándose a que, cansada de esperar y de concederles aplazamientos, la empresa empleadora dé el trabajo a otros, lo que ocurre de continuo. Y lo más bonito del asunto es que, una vez concedida la beca, cobrarla puede llevar meses -muchas becas españolas de doctorado de 2012 no se pagaron hasta 2013-; y, como cierta clase de becas es incompatible con trabajos remunerados, quienes las consiguen pueden pasar larguísimas temporadas trabajando gratis, sin seguridad social, indefensos en lugares extraños y ciudades que no son las suyas, sufragándose ellos los gastos de alojamiento y comida. Mantenidos por sus padres, quienes puedan. Con lo que se da la deliciosa paradoja de que, en España, los únicos que pueden permitirse vivir de una beca son precisamente quienes no la necesitan. Eso, claro, los que logren sobrevivir al BOE, donde las convocatorias de becas parecen redactadas para disuadir de pedirlas: farragosas, torpes, con una sintaxis tan enrevesada y confusa que a veces parece redactada por el más analfabeto del departamento; hasta el punto de que ya circula con éxito por Internet un manual para solicitar becas sin meterse en el absurdo laberinto del boletín oficial de un Estado que cada vez tiene menos consideración y menos vergüenza, pese a camelos y triunfalismos estúpidos como el de la marca España y sus mariachis. Eso, mientras a los chicos ni siquiera los ayudan a buscarse un futuro fuera. Así que calculen. Nos va a sacar del agujero nuestra puta madre. 

29 de septiembre de 2013 

domingo, 22 de septiembre de 2013

Una historia de España (X)

Mientras Al Andalus se estancaba militarmente, con una sociedad artesana y rural que cada vez era menos inclinada a las trompetas y fanfarrias bélicas, los reinos cristianos del norte, monarquías jóvenes y ambiciosas, se lo montaban más de chulitos y agresivos, ampliando territorios, estableciendo alianzas y jugándose unos a otros la del chino Fumanchú en aquel tira y afloja que ahora llamamos Reconquista, pero que entonces sólo era buscarse la vida sin miras nacionales. Prueba de que aún no había conciencia moderna de España ni sentimiento patriótico general es que, ya metidos en el siglo XII, Alfonso VII repartió el reino de Castilla -unido entonces a León- entre sus dos hijos, Castilla a uno y León a otro, y que Alfonso I dejó Aragón nada menos que a las órdenes militares. Ese partir reinos en trozos, tan diferente al impulso patriótico cristiano que a los de mi quinta nos vendieron en el cole -y que tan actual sigue siendo en la triste España del siglo XXI-, no era ni es nuevo. Se dio con frecuencia, prueba de que los reyes hispanos y sus niños -añadamos una nobleza tan oportunista y desnaturalizada como nuestra actual clase política- iban a lo suyo, y lo de la patria unificada tendría que esperar un rato; hasta el punto de que todavía la seguimos esperando, o más bien ya ni se la espera. El ejemplo más bestia de esa falta de propósito común en la España medieval es Fernando I, rey de Castilla, León, Galicia y Portugal, que en el siglo onceno hizo un esfuerzo notable, pero a su muerte lo echó a perder repartiendo el reino entre sus hijos Sancho, Alfonso, García y Urraca, dando lugar a otra de nuestras tradicionales y entrañables guerras civiles, entre hermanos para variar, que tuvo consecuencias en varios sentidos incluido el épico, pues de ahí surgió la figura de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, cuya vida quedó contada en una buena película -Charlton Heston y Sophia Loren- que, por supuesto, rodaron los norteamericanos. En esto del Cid, de quien hablaremos con detalle en el siguiente capítulo, conviene precisar que por aquel tiempo, con los moros locales bastante amariconados en la cosa bélica, poco amigos del alfanje y tibios en cuanto a rigor islámico, empezaron a producirse las invasiones de tribus fanáticas y belicosas que venían del norte de África para hacerse cargo del asunto en plan Al Qaida. 

Fueron, por orden, los almorávides, los almohades y los benimerines: gente dura, de armas tomar, que sobre todo al principio no se casaba ni con su padre, y que a menudo dio a los monarcas cristianos cera hasta en el carnet de identidad. El caso es que así, poquito a poco, a trancas y barrancas, con altibajos sangrientos, haciéndose pirulas, casándose, aliándose, construyendo cada cual su catedral, matándose entre sí cuando no escabechaban moros, los reyes de Castilla, León, Navarra, Aragón y los condes de Cataluña, cada uno por su cuenta -Portugal iba aún más a su aire-, fueron ampliando territorios a costa de la morisma hispana; que aunque se defendía como gato panza arriba y traía, como dije, refuerzos norteafricanos para echar una mano -y luego no podía quitárselos de encima-, se replegaba despacio hacia el sur, perdiendo ciudades a chorros. La cosa empezó a estar clara con Fernando III de Castilla y León, pedazo de rey, que tomó a los muslimes Córdoba, Murcia y Jaén, hizo tributario al rey de Granada, y reforzado con tropas de éste conquistó Sevilla, que había sido mora durante 500 años, y luego Cádiz. Su hijo Alfonso X fue uno de esos reyes que por desgracia no frecuentan nuestra historia: culto, ilustrado, pese a que hizo frente a otra guerra civil -la enésima, y las que vendrían- y a la invasión de los benimerines, tuvo tiempo de componer, u ordenar hacerlo, tres obras fundamentales: la Historia General de España -ojo al nombre-, las Cantigas y el Código de las Siete Partidas. Por esa época, en Aragón, un rey llamado Ramiro II el Monje, conocedor de la idiosincrasia hispana, sobre todo la de los nobles -los políticos de entonces- tuvo un detalle simpático: convocó a la nobleza local, los decapitó a todos y con sus cabezas hizo una bonita exposición -hoy lo llamaríamos arte moderno- conocida como La campana de Huesca. Por esas fechas, un plumilla moro llamado Ibn Said, chico listo y con buen ojo, escribió una frase sobre los bereberes que no me resisto a reproducir, porque define perfectamente a los españoles musulmanes y cristianos de aquellos siglos turbulentos, y también a buena parte de los de ahora mismo: «Son unos pueblos a los que Dios ha distinguido particularmente con la turbulencia y la ignorancia, y a los que en su totalidad ha marcado con la hostilidad y la violencia»

(Continuará). 

22 de septiembre de 2013

domingo, 15 de septiembre de 2013

El profesor bosnio

He vuelto a reunirme con Paco Custodio, cámara de televisión jubilado, viejo compañero de viajes y aventuras, y eso nos ha dado ocasión para recordar cosas. Entre otras, que hace exactamente veinte años estábamos con Miguel de la Fuente y Pasko, nuestro intérprete, en un lugar llamado Stup, cerca de Sarajevo, esperando acompañar a las tropas bosnias en uno de los contraataques desesperados que lanzaban para mantener abierta la única vía de comunicación y suministros que abastecía la ciudad. La unidad que acompañábamos estaba compuesta por bosniocroatas, y pasamos con ellos la noche en un viejo almacén bombardeado, esperando el ataque que iban a intentar con la primera luz del día. Eran ciento noventa y cuatro hombres, casi todos muy jóvenes, y la mayor parte de ellos entraría en fuego por primera vez. No fue una noche cómoda, ni tranquila. Y al punto del alba, los oficiales empezaron a despertar a los soldados que dormitaban como podían. Los hacían ponerse en pie y salir afuera, mientras en la oscuridad resonaban los cerrojos de los kalashnikov al amartillarse. 

Una veintena de aquellos soldados eran niños. Casi literalmente. Tendrían entre quince y diecisiete años. Procedían todos de un mismo colegio, y no sé si se habían presentado voluntarios o los alistaron a la fuerza. Estaban allí, con los otros, aunque formando grupo aparte; como si la proximidad física de los compañeros de pupitre les diese más seguridad o más valor. Los habíamos grabado la tarde anterior y ahora volvíamos a percibir sus rostros en la claridad del alba: lampiños, graves, asustados, mirando alrededor con desconcierto a medida que el gris del día naciente aclaraba la hondonada donde nos concentrábamos. Impresionaban esos rostros casi de niños en aquella luz siniestra, mientras resonaban por todas partes los cerrojazos de las armas amartillándose. 

Con ellos estaba su maestro. Era un joven de veintiocho años promovido a oficial, que a pesar de los uniformes, las armas y el equipo militar se movía entre ellos con los gestos del profesor de escuela que hasta pocas semanas antes había sido: paternal, tranquilizador, atento a todo. Según nos contaron, los padres de aquellos chicos le habían pedido que cuidara de sus hijos. Y él hacía lo que podía. Lo habíamos sentido, más que visto, pasar la noche yendo de unos a otros para hablarles en voz baja y tranquila mientras comprobaba sus equipos y sus armas. Ahora, con aquella luz color ceniza, lo veíamos comprobar que todos tenían las armas listas y con el seguro puesto. Y luego, con un rotulador de trazo grueso que yo le presté, ir entre ellos preguntándoles el grupo sanguíneo para pintárselo en el dorso de las manos, en la frente, en el pecho del uniforme. 

Llegó la orden de avanzar. Y en esa claridad fantasmal, docenas de hombres y muchachos se pusieron en marcha hacia el combate. Había que cruzar una carretera elevada sobre un talud, muy expuesta al fuego de las posiciones serbias, que estaban próximas. Los soldados la cruzaban al descubierto, a la carrera, agachada la cabeza. No había disparos, y sólo escuchábamos el ruido de las botas de los hombres que corrían. Y cuando llegó el momento de que cruzara el pelotón de chicos con su maestro, éste los hizo detenerse al pie del talud, les dio unas instrucciones en su lengua, y luego, avanzando solo hasta alzarse por completo, erguido, de pie e inmóvil en mitad de la carretera, encaró su fusil, que llevaba acoplada una mira telescópica de francotirador. Con ella, sereno, expuesto allí arriba, estudió durante un interminable minuto las posiciones serbias. Después, cuando creyó estar seguro, fue pronunciando uno por uno los nombres de los chicos, por orden alfabético, como si pasara lista en clase. Y a cada nombre, el interpelado apretaba los dientes, subía por el talud agachada la cabeza y cruzaba la carretera pasando junto al maestro; que, sin moverse, impasible, seguía vigilando las líneas enemigas. Así se fueron agrupando al otro lado, y así grabó Paco Custodio con su Betacam al joven del fusil: solo e inmóvil en el centro de la carretera, recortado en el cielo gris, el visor del arma pegado a la cara y el cañón apuntando a las líneas serbias, llamando uno por uno a sus alumnos y cuidando de ellos mientras cruzaban. Y después, cuando trescientos pasos más allá empezó todo y cada uno hubo de cuidar de sí mismo, Custodio volvió a grabar al maestro, esta vez llevado por sus alumnos a la retaguardia mientras dejaba un rastro de sangre en la hierba. Ninguno de los padres de aquellos chicos podía haberlo hecho mejor. 

15 de septiembre de 2013

domingo, 8 de septiembre de 2013

Una historia de España (IX)

Estábamos en que la palabra Reconquista vino luego, a toro pasado, y que los patriohistoriadores dedicados a glorificar el asunto de la empresa común hispánica y tal mintieron como bellacos; así como también mienten, sobre etapas posteriores, ciertos neohistoriadores del ultranacionalismo periférico. En el tiempo que nos ocupa, los enclaves cristianos del norte bastante tenían con arreglárselas para sobrevivir, y no estaban de humor para soñar con recomponer Hispanias perdidas: unos pagaban tributo de vasallaje a los moros de Al Andalus y todos se lo montaban como podían, a menudo haciéndose la puñeta entre ellos, traicionándose y aliándose con el enemigo, hasta el punto de que los emires musulmanes del sur, dándose con el codo, se decían unos a otros: tranqui, colega Mojamé, colega Abdalá, que no hay color, dejemos que esos cantamañanas se desuellen unos a otros -lo que demuestra, por otra parte, que como profetas los emires tampoco tenían ni puta idea-. Cómo estarían las cosas reconquistadoras de poco claras por ese tiempo, que el primer rey cristiano de Pamplona del que se tiene noticia, Íñigo Arista, tenía un hermano carnal llamado Muza que era caudillo moro, y entre los dos le dieron otra soba después de Roncesvalles a Carlomagno; que en sus ambiciones sobre la Península siempre tuvo muy mal fario y se diría que lo hubiese mirado un tuerto. El caso es que así, poco a poco, entre incursiones, guerras y pactos a varias bandas que incluían alianzas y tratados con moros o cristianos, según convenía, poco a poco se fue formando el reino de Navarra, crecido a medida que el califato cordobés y los musulmanes en general pasaban por períodos -españolísimos, también ellos- de flojera y bronca interna, en un período en el que cada perro se lamía su cipote, dicho en plata, y que acabó llamándose reinos de taifas, con reyezuelos que, como su propio nombre indica, iban a su rollo moruno. Y de ese modo, entre colonos que se la jugaban en tierra de nadie y expediciones militares de unos y otros para saqueo, esclavos y demás parafernalia -eso de saquear, violar y esclavizar era práctica común de la época en todos los bandos, aunque ahora suene más bien raro-, la frontera cristiana se fue desplazando alternativamente hacia arriba y hacia abajo, pero sobre todo hacia abajo. Sancho III el Mayor, rey navarro, uno de los que le había puesto a Almanzor los pavos a la sombra, pegó un soberbio braguetazo con la hija del conde de Castilla, que era la soltera más cotizada de entonces, y organizó un reino bastante digno de ese nombre, que al morir dividió entre sus hijos -prueba de que eso de unificar España y echar de aquí a la mahometana morisma todavía no le pasaba a nadie por la cabeza-. Dio Navarra a su hijo García, Castilla a Fernando, Aragón a Ramiro, y a Gonzalo los condados de Sobrarbe y Ribagorza. De esta forma se fue definiendo el asunto: los de Castilla y Aragón tomaron el título de rey, y a partir de entonces pudo hablarse, con más rigor, de reinos cristianos del norte y de Al Andalus islámico al Sur. En cuanto a Cataluña, entonces feudataria de los vecinos reyes francos, fue ensanchándose con gobernantes llamados condes de Barcelona. El primero de ellos que se independizó de los gabachos fue Wifredo, por apodo el Pilós o Velloso, que además de peludo debía de ser piadoso que te rilas, pues llenó el condado de magníficos monasterios. Ciertos historiadores de pesebre presentan ahora al buen Wifredo como primer rey de una supuesta monarquía catalana, pero no dejen que les coman el tarro: reyes en Cataluña con ese nombre no hubo nunca. Ni de coña. Los reyes fueron siempre de Aragón, y la cosa se ligó más tarde, como contaremos cuando toque. De momento eran condes catalanes, a mucha honra. Y punto. Por cierto, hablando de monasterios, dos detalles. Uno, que mientras en el sur morube la cultura era urbana y se centraba en las ciudades, en el norte, donde la gente era más bestia, se cultivaba en los monasterios, con sus bibliotecas y todo eso. El otro punto es que por ese tiempo la Iglesia Católica, que iba adquiriendo grandes posesiones rurales de las que sacaba enormes ingresos, inventó un negocio estupendo, que podríamos llamar truco o timo del monje ausente: cuando una aceifa mora asolaba la tierra y saqueaba el correspondiente monasterio, los monjes lo abandonaban una larga temporada para que los colonos que se buscaban la vida en la frontera se instalaran allí y pusieran de nuevo las tierras en valor, cultivándolas. Y cuando la propiedad ya era próspera de nuevo, los monjes reclamaban su derecho y se adueñaban de todo, por la cara. 

(Continuará)

8 de septiembre de 2013

domingo, 1 de septiembre de 2013

Conmigo, o contra mí

Un lector me preguntó el otro día por mi escepticismo político: mi falta de fe en el futuro y mi despego de esta casta parásita que nos gobierna, sólo comparable a la desconfianza que siento hacia nosotros los gobernados: sin víctimas fáciles no hay verdugos impunes. Siempre sostuve, porque así me lo dijeron de niño, que los únicos antídotos contra la estupidez y la barbarie son la educación y la cultura. Que, incluso con urnas, nunca hay democracia sin votantes cultos y lúcidos. Y que los pueblos analfabetos nunca serán libres, pues su ignorancia y su abulia política los convierten en borregos propicios a cualquier esquilador astuto, a cualquier lobo hambriento, a cualquier manipulador malvado. También en torpes animales peligrosos para sí mismos. En lamentables suicidas sociales.

Hace dos largas décadas que escribo en esta página. También, en los últimos dos años, Twitter me ha permitido acercarme a lo más caliente de nuestro modo de respirar. Y no puedo decir que sea confortable. Inquieta el lugar en que una parte de los lectores españoles se sitúan: lo airado de sus reacciones, el odio sectario, la violenta simpleza -rara vez hay argumentos serios- que a menudo llegan a un desolador extremo de estolidez, cuando no de infamia y vileza. Cualquier asunto polémico se transforma en el acto, no en debate razonado, sino en un pugilato visceral del que está ausente, no ya el rigor, sino el más elemental sentido común.

Destaca, significativa, la necesidad de encasillar. Si usted opina, por ejemplo, que a Manuel Azaña se le fue la República de las manos, no encontrará criterios serenos que comenten por qué se le fue o no se le fue, sino airadas reacciones que, tras mencionar el burdo lugar común de Hitler y Mussolini, acusarán al opinante de profranquista y antidemócrata. Y si, por poner otro ejemplo, menciona el papel que la Iglesia Católica tuvo en la represión de las libertades durante los últimos tres siglos de la historia de España, abundarán las voces calificándolo en el acto de anticatólico y progre de salón. Pondré un ejemplo personal: una vez, al ser interrogado sobre mi ideología, respondí que yo no tengo ideología porque tengo biblioteca. No pueden ustedes imaginar cómo llovieron, en el acto, las violentas acusaciones de que escurría el bulto «y no me mojaba». Y es que en España parece inconcebible que alguien no milite en algo y, en consecuencia, no odie cuanto quede fuera del territorio delimitado por ese algo. Reconocer un mérito al adversario es para nosotros impensable, como aceptar una crítica hacia algo propio. Porque se trata exactamente de eso: adversarios, bandos, sectas viscerales heredadas, asumidas sin análisis. Odios irreconciliables. Toda discrepancia te sitúa directamente en el bando enemigo. Sobre todo en materia de nacionalismos, religión o política, lo que no toleramos es la crítica, ni la independencia intelectual. O estás conmigo, o contra mí. O eres de mi gente -y mi gente es siempre la misma, como mi club de fútbol- o eres cómplice de la etiqueta que yo te ponga. Y cuanto digas queda automáticamente descalificado porque es agresión. Provocación. Crimen.

Qué fácil resulta entender, así, nuestra despiadada Guerra Civil. Si ahora no se dan delaciones y paseos por las cunetas, es sencillamente porque ya no se puede. Pero las ganas, el impulso, siguen ahí. Me pregunto muchas veces de dónde viene esa vileza, esa ansia de ver al adversario no vencido o convencido, sino exterminado. La falta de cultura no basta para explicarlo, pues otros pueblos tan incultos y maleducados como nosotros se respetan a sí mismos. Quizá esa Historia que casi nadie enseña en los colegios pueda explicarlo: ocho siglos de moros y cristianos, el peso de la Inquisición con sus delaciones y envidias, la infame calidad moral de reyes y gobernantes. Pero no estoy seguro. Esa saña que lo mismo se manifiesta en una discusión política que entre cuñados y hermanos en una cena de Navidad es tan española, tan nuestra, que me pregunto quién nos metió en la sangre su cochina simiente. Desde ese punto de vista, el español es por naturaleza un perfecto hijo de puta. Por eso necesitamos tanto lo que no tenemos: gobernantes lúcidos, sabios sin complejos que hablen a los españoles mirándonos a los ojos, sin mentir sobre nuestra naturaleza y asumiendo el coste político que eso significa. Dispuestos a decir: «Preparemos al niño español para que se defienda de sí mismo. Eduquémoslo para que conviva con el hijo de puta que siglos de reyes, obispos, mediocridad, envidia, corrupción, violencia, injusticia, le metieron dentro». 

1 de septiembre de 2013

domingo, 25 de agosto de 2013

Una historia de España (VIII)

Al principio de la España musulmana, los reinos cristianos del norte sólo fueron una nota a pie de página de la historia de Al Andalus. Las cosas notables ocurrían en tierra de moros, mientras que la cristiandad bastante tenía con sobrevivir, más mal que bien, en las escarpadas montañas asturianas. Todo ese camelo del espíritu de reconquista, el fuego sagrado de la nación hispana, la herencia visigodo-romana y demás parafernalia vino luego, cuando los reinos norteños crecieron, y sus reyes y pelotillas cortesanos tuvieron que justificar e inventarse una tradición y hasta una ideología. Pero la realidad era más prosaica. Los cristianos que no tragaban con los muslimes, más bien pocos, se echaron al monte y aguantaron como pudieron, a la española, analfabetos y valientes en plan Curro Jiménez de la época, puteando desde los riscos inaccesibles a los moros del llano. Don Pelayo, por ejemplo, fue seguramente uno de esos bandoleros irreductibles, que en un sitio llamado Covadonga pasó a cuchillo a algún destacamento moro despistado que se metió donde no debía, le colocó hábilmente el mérito a la Virgen y eso lo hizo famoso. Así fue creciendo su vitola y su territorio, imitado por otros jefes dispuestos a no confraternizar con la morisma. El mismo Pelayo, que era asturiano, un tal Íñigo Arista, que era navarro, y otros animales por el estilo -los suplementos culturales de los diarios no debían de mirarlos mucho, pero manejaban la espada, la maza y el hacha con una eficacia letal- crearon así el embrión de lo que luego fueron reinos serios con más peso y protocolo, y familias que se convirtieron en monarquías hereditarias. Prueba de que al principio la cosa reconquistadora y las palabras nación y patria no estaban claras todavía, es que durante siglos fueron frecuentes las alianzas y toqueteos entre cristianos y musulmanes, con matrimonios mixtos y enjuagues de conveniencia, hasta el extremo de que muchos reyes y emires de uno y otro bando tuvieron madres musulmanas o cristianas; no esclavas, sino concertadas en matrimonio a cambio de alianzas y ventajas territoriales. Y al final, como entre la raza gitana, muchos de ellos acabaron llamándose primo, con lo que mucha degollina de esa época quedó casi en familia. Esos primeros tiempos de los reinos cristianos del norte, más que una guerra de recuperación de territorio propiamente dicha fueron de incursiones mutuas en tierra enemiga, cabalgadas y aceifas de verano en busca de botín, ganado y esclavos -una algara de los moros llegó a saquear Pamplona, reventando, supongo, los Sanfermines ese año-. Todo esto fue creando una zona intermedia peligrosa, despoblada, que se extendía hasta el valle del Duero, en la que se produjo un fenómeno curioso, muy parecido a las películas de pioneros norteamericanos en el Oeste: familias de colonos cristianos pobres que, echándole huevos al asunto, se instalaban allí para poblar aquello por su cuenta, defendiéndose de los moros y a veces hasta de los mismos cristianos, y que acababan uniéndose entre sí para protegerse mejor, con sus granjas fortificadas, monasterios y tal; y que, a su heroica, brutal y desesperada manera, empezaron la reconquista sin imaginar que estaban reconquistando nada. En esa frontera dura y peligrosa surgieron también bandas de guerreros cristianos y musulmanes que, entre salteadores y mercenarios, se ponían a sueldo del mejor postor, sin distinción de religión; con lo que se llegó al caso de mesnadas moras que se lo curraban para reyes cristianos y mesnadas cristianas al servicio de moros. Fue una época larga, apasionante, sangrienta y cruel, de la que si fuéramos gringos tendríamos maravillosas películas épicas hechas por John Ford; pero que, siendo españoles como somos, acabó podrida de tópicos baratos y posteriores glorias católico-imperiales. Aunque eso no le quite su interés ni su mérito. También por ese tiempo el emperador Carlomagno, que era francés, quiso quedarse con un trozo suculento de la península; pero guerrilleros navarros -imagínenselos- le dieron las suyas y las de un bombero en Roncesvalles a la retaguardia del ejército gabacho, picándola como una hamburguesa, y Carlomagno tuvo que conformarse con el vasallaje de la actual Cataluña, conocida como Marca Hispánica. También, por aquel entonces, desde La Rioja empezó a extenderse una lengua magnífica que hoy hablan 450 millones de personas en todo el mundo. Y que ese lugar, cuna del castellano, no esté hoy en Castilla, es sólo uno de los muchos absurdos disparates que la peculiar historia de España iba a depararnos en el futuro.

(Continuará) 

25 de agosto de 2013