domingo, 30 de junio de 2019

Botas, gotas y diccionarios

Se planteó hace unas semanas en nuestra comisión –de ciencias humanas, se llama– de la Real Academia Española. Cada jueves, antes del pleno que se celebra desde hace trescientos años, los académicos nos reunimos en comisiones más pequeñas para actualizar definiciones anticuadas del Diccionario o discutir las nuevas. Somos pocos y es labor ardua y prolija, pero agradable. Y necesaria. A veces algún experto nos echa una mano. No hace mucho, precisamente, y gracias a la eficaz colaboración del maestro Jesús Esperanza, que tiene su galería de esgrima a pocos pasos de nuestro edificio, nuestra comisión revisó y puso al día todos los términos del noble arte, o deporte, del florete, el sable y la espada. Y ahí seguimos. 

Hace unos jueves, como digo, se trató sobre algo que ahora se utiliza mucho para expresar tormento; o más que tormento, tortura psicológica por insistencia: la acción de alguien que machaca hasta la extenuación, figurada o casi real, de sus semejantes. Gota malaya, suele decirse. Lo que, traducido en hechos, equivaldría a un lento goteo de agua sobre la cabeza o la frente de una víctima inmovilizada, hasta volverla más o menos majara. Con tal sentido se usa habitualmente y cada vez más; sin embargo, la expresión es incorrecta. La gota malaya sencillamente no existe. Los malayos no gotean, que yo sepa. Lo que sí existe es la bota malaya. Y también la gota china

El caso es interesante, porque demuestra hasta qué punto el habla popular, el uso de una palabra equivocada o incorrecta, puede llegar a extenderse en detrimento de la expresión correcta. Así es como, unas veces para bien y otras para mal, evolucionan las lenguas. Y así es como la RAE, cuyo Diccionario es una especie de registro notarial del castellano o español, se ve obligada a incorporar todos esos usos, le gusten o no. Lo que no significa aprobación ni norma, sino constancia de que los hispanohablantes hablamos así. De cuáles son las palabras que utilizamos y con qué significado exacto lo hacemos, aunque éste cambie a través del tiempo. 

Para los aficionados al cine clásico, lo de bota malaya no plantea dudas. En la estupenda película de aventuras Mares de China, protagonizada en 1935 por Clark Gable y Jean Harlow, al apuesto capitán del barco los piratas malayos lo someten a ese tormento, que consiste en una bota de madera que mediante un sistema de palancas comprime el pie hasta triturarlo –«Calzo un 42», desafía Gable a los malos con mucha chulería–. Lo curioso es que siendo bota malaya la expresión correcta, lo que todos dicen ahora es gota malaya; hasta el punto de que el rastreo que Silvia, la eficaz filóloga de nuestra comisión, hizo en Google, Bing y Yahoo cuando tratamos el asunto, dio como resultado sólo 2.084 usos de bota malaya, que es la expresión correcta, frente a 40.780 de la incorrecta gota malaya. Por lo que, con gran dolor de corazón, no tuvimos otra que incorporar también la incorrecta al diccionario. Su frecuencia de uso es una realidad lingüística, y el diccionario está para definir realidades, nos gusten o no, haciendo posible que cuando alguien escuche o lea una palabra en Cervantes o en un periódico actual sepa qué significa, independientemente de que sea peyorativa, malsonante o equivocada. Así que sirva este episodio como ejemplo de cómo evolucionan las lenguas, y también de cómo se hacen los diccionarios y para qué sirven. 

De todas formas, ni siquiera la RAE puede averiguar siempre cuándo y por qué se produce una transformación o un error cuyo uso se extiende luego. En este caso sí es posible, y el responsable tiene nombre y apellidos, e incluso fecha. En 1982, el entonces presidente Felipe González se lió entre bota y gota cuando dijo que el político Pasqual Maragall, entonces alcalde de Barcelona que no paraba de pedir dinero para los Juegos Olímpicos, era una gota malaya: un pelmazo hasta el martirio. El lapsus presidencial hizo fortuna, nadie lo corrigió públicamente, periodistas que no tenían ni idea de gotas y botas lo repitieron hasta la saciedad, y de ahí pasó al uso general, hasta el punto de que incluso escritores presuntamente cultos lo utilizan hoy con naturalidad. Eso ya no hay quien lo pare, y no será este artículo el que lo consiga. Porque además, y para que vean ustedes la singular dinámica en la evolución de una lengua –y eso ocurre con todas las del mundo–, se da la paradoja de que, en la actualidad, a quienes utilizan bota malaya en su expresión correcta hay quien les llama la atención y afea el término. Gota, hombre, les dicen en Twitter o Facebook. Se dice gota malaya, inculto. Y es que así se escribe la historia. Y los diccionarios. 

30 de junio de 2019 

domingo, 23 de junio de 2019

La mujer que lloraba en un Ferrari

Hace un par de meses, cuando escribí un artículo sobre mujeres malas y chicas duras en películas de toda la vida, omití un nombre: María Félix. Y lo hice deliberadamente, porque le reservaba un artículo aparte. Algunos jóvenes lectores y otros menos jóvenes, poco familiarizados con la historia del cine, se preguntarán quién fue esa señora –como decía Quevedo, el tiempo todo lo masca–. Así que hoy me propongo contárselo a ustedes, empezando con una de aquellas formidables frases suyas que tanto contribuyeron a forjar la leyenda: A un hombre hay que llorarlo tres días. Al cuarto, te pones tacones y un vestido nuevo. 

Se llamaba María de los Ángeles Félix, era mexicana y también lo más parecido a lo que en el cine clásico se consideró una diosa: bella, fría, morena, elegante, altiva, dura, cruel, sarcástica. La mujer que dijo Soy más cabrona que bonita o No te sientas mal si alguien te rechaza; la gente rechaza lo caro cuando no puede pagarlo, supo construirse desde la nada y crear un fascinante personaje público, un mito hecho a medias entre su verdadera personalidad y las que interpretaba en la pantalla. No basta con ser bonita, hay que saberlo ser, sostuvo siempre. Tuvo muchos hombres, muchos amores, mucho cine, mucha vida, y murió a los 88 años siendo un monumento a sí misma. La pintaron Diego Rivera, Orozco, Leonora Carrington, Remedios Varo y Antoine Tzapoff. La dirigieron el Indio Fernández y Luis Buñuel. La amaron los hombres con más talento y con más dinero del mundo. Nunca quiso trabajar en Hollywood; dijo no a papeles que interpretarían luego Jennifer Jones y Ava Gardner, y proclamó, orgullosa como solía: Me quieren dar papeles de india, y a mí no me da la gana. Los papeles de india los hago en mi país y los de reina en el extranjero

Si quieren ustedes descubrirla o enamorarse de ella hasta las cachas, basta con ver una de sus películas, Enamorada, en la que tiene de coprotagonista al enorme Pedro Arméndariz, su pareja ideal en el cine. Pero ésa es sólo una de las cuarenta y siete que rodó, y muchas fueron verdaderamente buenas. Todo cinéfilo como Dios manda asentirá sin dudarlo ante El peñón de las ánimas, Doña Bárbara–de ahí retuvo para siempre su apelativo La Doña–, La mujer sin alma, Río Escondido, Maclovia–donde logró algo casi imposible en ella, parecer humilde–, La cucaracha, Los ambiciosos, Doña Diabla, La mujer de todos y tantas otras. De sus películas y entrevistas de prensa proceden las famosas frases a las que antes aludí, tan vinculadas a ella que es imposible establecer si eran sus personajes los que se encarnaban en María Félix o era ella la que inyectaba su fascinante encarnadura en los personajes: Las flores son un mal negocio, duran un día y hay que agradecerlas toda la vida… Ningún hombre se mata por una mujer, se mata por cobarde… Vale más dar envidia que dar lástima… Y quizá la más cínica entre las suyas: El dinero no da la felicidad, pero siempre es mejor llorar en un Ferrari

En materia de hombres y dinero sabía muy bien de qué hablaba. Tuvo una vida de lujo y glamour con varios esposos y amantes que incluyeron al torero Luis Miguel Dominguín, Jorge Negrete –el cantante que fue ídolo del cine musical en España y América con famosas películas de rancheros, cantinas y tequila– y Agustín Lara, mi favorito entre sus hombres: el flaco elegante con una cicatriz canalla junto a la boca –una cicatriz que ella confesó la ponía de lo más caliente–; el compositor genial que, antes de que María Félix lo dejara por otro hombre, tuvo tiempo de componer para su amada algunas de sus mejores creaciones: Humo en los ojos, el chotis Madrid, Cuando vuelvas y, sobre todo, esa canción maravillosa que a su destinataria, incluso cuando ya era mayor y entraba en algún local de moda, la orquesta tocaba para saludarla y rendirle homenaje: Acuérdate de Acapulco / de aquella noche / María bonita

Vean sus películas, si no las conocen. Observen su rostro en Internet. Busquen la película Enamorada, compárenla con Doña Bárbara y hagan una fascinante relectura en clave feminista del cine de la época y los personajes que María Félix protagonizaba. Sigan el rastro de esa actriz singular, hembra prodigiosa y señora de rompe y rasga, y deléitense con sus inolvidables frases míticas: La vida sin ti no vale nada, pero contigo vale menos… No des una segunda oportunidad a quien no aprovechó la primera… Y la que sin duda es mi favorita: Una mujer será tan niña como la consientas, tan señora como la trates, tan inteligente como la desafíes y tan sensual como la provoques

23 de junio de 2019 

domingo, 16 de junio de 2019

Sobre papeleras y campanarios

Leí tus dos relatos y lo hice con interés, aunque tardara un poco. Ya no tengo tiempo para esa clase de cosas, pero tanto insististe que no quiero que lo tomes por indiferencia. Sólo ocurre que estoy mayor y el tiempo de que dispongo prefiero reservarlo, en plan egoísta, para asuntos que me importen mucho: mi trabajo y mis lecturas, por ejemplo. O escaparme un rato al Mediterráneo. Pero como digo, me pusiste difícil esquivarlo. Un lector es un amigo, y con un amigo se cumple. Así que aquí me tienes, cumpliendo, con la esperanza de que también sirva para alguien más. De que ese alguien comprenda y no me enfrente otra vez a estos dilemas. 

Salvo un exceso de adjetivos, el primer relato me pareció bien y el segundo, aburrido e innecesario. Ya que pides mi opinión, te diré que el mayor peligro en la escritura temprana, gramática y ortografía aparte, es mezclar los estados de ánimo personales y lo limitado de una biografía juvenil –no limitada por falta de talento, sino por juvenil– con un proyecto literario serio. De ahí a la redacción escolar va poca diferencia. Fatiga la abundancia de jóvenes de ambos sexos para quienes escribir consiste en contar sus peripecias personales como si fueran el ombligo del mundo, ignorando que vida y literatura son mucho más largas, dilatadas y ricas, que hay tiempo para todo, y que el punto de vista cambia con los años, aunque a los veinte uno se crea al cabo de la literatura y la vida. El peligro, si no salen de ahí, es que esos incautos suelen terminar escribiendo lo mismo a los cincuenta; y eso ya sí es grave, porque en adelante, si llegan a publicar –y ahora publica todo el mundo– llenarán las mesas de novedades de aburrimiento y mediocridad. 

Dicho lo anterior, puedo añadir que me interesa tu mala leche, y que hay momentos en tus relatos, incluso en el malo, que hacen creer que algún día tendrás mucho que decir. Lo que pasa es que lo que tengas que decir se construirá viviendo, leyendo y escribiendo mucho; esto último no para publicar, sino con destino a la papelera. Que es la mejor amiga del escritor que empieza, del que termina y, en general, de cualquier escritor en todo momento de su vida. Y si uno, papelera aparte, no ha leído y vivido lo suficiente, no sé qué diablos pretende contar. Saber que la vida es una puñetera mierda –lo que puede descubrirse fácilmente a los siete u ocho años de edad– no significa saber o intuir por qué es una puñetera mierda. Sólo cuando alguien está en esa segunda fase, la de saber o intuir, lo que teclea puede interesar a otros. Incluso conseguir que esos otros paguen por leerlo. Hasta entonces, la escritura es más útil para uno mismo que para los demás. Así que, vanidades aparte, y te lo digo en crudo para que te enteres, por ahora no hay ninguna utilidad pública en que publiquen tu rollito personal. De momento no importas un carajo, colega. Hay un tiempo para cada cosa. 

Casi nunca doy consejos; pero ya que insistes, diré que tienes talento y sabes mirar. Por eso es probable que un día escribas algo que merezca la pena para otros, además de para ti mismo. Aunque si eso no ocurre, tampoco será grave. Escribir novelas, ensayos o lo que sea no es obligatorio en la vida. Puedes palmar sin hacerlo y no habrá pasado nada; ni en tu caso, ni en el mío. Que te conviertas en escritor de verdad depende de complejos factores: suerte, trabajo, pareja, hijos a los que hay que dar de comer. Cosas así. Pero hasta entonces, si de verdad quieres dedicarte al asunto, sólo cuenta el método que antes mencioné: vivir mucho, leer mucho, mirar alrededor y no sólo hacia ti mismo; educarte para el oficio como si estudiaras una asignatura difícil, que lo es, y apasionante, que también lo es. No tener prisa ni pedir consejo sino a los buenos libros que debes leer: un escritor es responsable de sus errores y sus aciertos, y debe detectarlos solo. Y recuerda que la novela que no se explica por sí misma y necesita cháchara adicional del autor, nunca es una buena novela. 

Y un último consejo, puesto que los pides. Si quieres ser alguien viajado, leído y fértil, no te manosees la flor con los nacionalismos paletos y las murgas en vinagre. Una cosa es la tierra y la memoria, legítimas y necesarias, y otra limitar tu obra a lo que se ve desde el campanario de tu pueblo, excepto si lo que anhelas es que sólo te lean los de tu puto pueblo. El mundo de un buen novelista es amplio y rico, capaz de alimentar la obra durante toda su vida y hacerla evolucionar con él. De ahí mi último consejo: para un verdadero escritor, la única patria que merece la pena está en las páginas de los buenos libros. Es lo único que abriga del frío que hace afuera. 

16 de junio de 2019 

domingo, 9 de junio de 2019

Hembras preñadas que paren

Señalar que el disparate en que vivimos afecta a las palabras que utilizamos, o a las que evitamos utilizar, no es novedad a estas alturas de la verbena. Hay gente con tiempo libre y pocas necesidades expresivas que se afana por establecer listas de palabras correctas e incorrectas, incluso de permitidas y prohibidas, que luego pretende imponer con la energía de un inquisidor celoso. Si hace medio siglo aún había expresiones malsonantes que escandalizaban a las autoridades civiles y eclesiásticas, y eran objeto de sanción social y consecuencias penales, no es que las cosas estén hoy ocurriendo de nuevo, sino que empeoran respecto a las últimas décadas. Nunca, ni siquiera en mi juventud –y eso que viví los últimos tiempos del franquismo–, hubo menos libertad a la hora de abrir la boca para decir algo. Más peligro de que te cayeran encima con el fruncir de cejas y con la estaca. 

El fenómeno es internacional, pero voy a referirme a España, que es donde vivo y en cuya lengua castellana, el español hablado por 570 millones de personas, escribo y me gano el jornal. Esto del jornal es importante, porque las palabras son mi herramienta de trabajo. Con ellas cuento historias, y necesito por tanto que sean limpias, variadas y eficaces. Por eso tengo ahí la misma sensibilidad, en defensa propia, que tendría un albañil con sus ladrillos y su paleta, un fontanero con la llave inglesa o un médico con su estetoscopio. Por supuesto, el lenguaje debe evolucionar con la sociedad que lo utiliza. De no ser así, seguiríamos hablando como Julio César o Almanzor. Pero una cosa es evolucionar, y otra encogerse y desaparecer. Son cada vez más las palabras sometidas a censura social, y eso reduce los confines del idioma. Limita el vocabulario, achata la capacidad de expresión y empobrece los formidables registros y matices de nuestra lengua. 

Les coloco este rollo macabeo porque hay tres hermosas palabras españolas –entre muchas otras– que pocos se atreven ya a utilizar con naturalidad, pues las creen peyorativas: hembra, parir y preñar. Y no es que no las utilice quien las rechaza, lo que es legítimo; sino que aumentan los inquisidores contrarios a que otros las usen cuando lo estimen oportuno. Yo mismo me los tropiezo a menudo: te caen encima como abejas enfurecidas. Supongo que eso tiene que ver con la injerencia de tanto analfabeto de ambos sexos en los ámbitos del feminismo serio y responsable; pero determinarlo no es asunto mío. Me limito a señalar que utilizarlas acarrea una inmediata sanción social, e incluso personas cultas empiezan a contagiarse del rechazo. Son palabras que suenan mal, para entendernos. Y no hay mayor equivocación ni injusticia que ésa. Las tres son hermosas, nobles, respetables y perfectas. Desterrarlas de nuestro vocabulario sería, o lo está siendo ya, una torpeza y una desgracia.

Hembra, por ejemplo, es una palabra preciosa. Significa mujer y también animal del sexo femenino. Y aplicada en su contexto a las personas adecuadas, a menudo es un elogio. Proviene del latín femina y ya fue usada en el siglo XIII por Gonzalo de Berceo en sus formas femma y fembra, que evolucionaron hasta la actual. Tiene, por tanto, una nobilísima solera que sería una lástima confinar en el siniestro calabozo de las palabras condenadas. Y lo mismo ocurre con parir, que viene del latín parere: utilizada por Séneca y Apuleyo entre muchos otros, fue de uso general en todas las épocas y significa alumbrar o dar a luz; una de las palabras favoritas, por cierto, de mi profesor de Latín don Antonio Gil, quien enseñó a sus afortunados alumnos a utilizarla con propiedad y orgullo. Como también el hermoso verbo preñar, que viene de praegnare –llenar, fecundar o hacer concebir–, que da lugar a la bellísima palabra preñada: hembra que tiene una criatura en el vientre. Término usado en la lengua latina por Plauto, Terencio y Cicerón, y aplicable desde entonces a muchas cosas que no tienen que ver con la mujer, pero sí con su noble sentido etimológico. Y que, por cierto, resulta clave en uno de mis pasajes favoritos de la Historia verdadera de la conquista de Nueva España de Bernal Díaz del Castillo, cuando, al narrarse la entrada en Tenochtitlán de los españoles y las mujeres indias que los acompañan, el mestizaje de España y América aparece mencionado por primera vez en la historia y la literatura con esa hermosa palabra, cuando escribe el cronista –y fíjense en el importante adverbio ya– que «algunas de ellas estaban ya preñadas».

Resumiendo: vayan a corregirle el vocabulario a su Torquemada madre. Dicho sea sin ánimo de ofender. O tal vez con un poquito de ánimo. 

9 de junio de 2019 

domingo, 2 de junio de 2019

Pintores de batallas rusos

Leer Un caballero en Moscú, de Amor Towles, en una habitación del hotel Metropol cuya ventana da al Kremlin no es de las peores experiencias que recuerdo. Y más en estos días en los que los ruskis conmemoran el aniversario de su Gran Guerra Patria; cuando le partieron, a un costo terrible, el espinazo a los ejércitos de Hitler. Para completar el asunto hace buen tiempo, los cócteles del bar son formidables, el cangrejo del restaurante Bolshoi es insuperable, y las calles moscovitas tienen ambiente festivo, con niños y señoras tocados con la pilotka, ese gorro del soldado ruso con la estrella roja que usaba la infantería soviética en la Segunda Guerra Mundial, y que hoy es tradición recuperar, luciéndolo con orgullo por las calles; lo que da a los críos una simpática pinta de soldadito Iván y a las señoras, con sus trenzas rubias y sus ojos claros, un aspecto estupendo de partisanas entre abedules con el subfusil PPSh41 colgado del cuello. 

Coincido aquí con Augusto Ferrer-Dalmau, el pintor de batallas español, que ha venido a presentar un cuadro suyo en el museo militar de Moscú; allí donde, como pieza magna, está el águila de piedra del Reichstag berlinés, rota en pedazos y rodeada de grandes urnas de cristal con seis mil cruces de hierro capturadas a las tropas nazis durante la guerra, formando un conjunto de una justificadísima chulería patriótica orquestada con tan mala leche que, si yo fuera alemán y viera eso, me pegaba un tiro de pura vergüenza. Detalle que, desde luego, resulta útil recordatorio de que no siempre la raza aria tuvo el simpático rostro de abuelita Paz que hoy muestra frau Angela Merkel en los telediarios. 

El caso es que, gracias a Augusto y sus contactos bolcheviques, o lo que sean ahora, conseguí visitar hace unos días el legendario taller Grekov. Y digo legendario porque, a ochenta y cinco años de su fundación, el Grekov sigue siendo un lugar impresionante, catedral de la pintura histórica de este viejo y sufrido país. La idea original, y para eso nació el taller, era crear un espacio donde los mejores pintores rusos, soviéticos entonces, pudieran trabajar en obras que representasen momentos importantes; no sólo soldados y batallas, sino también ciudades, puertos, paisajes donde la historia hubiese dejado huella a través de los siglos. 

Recorrer las salas y talleres del Grekov es inolvidable. Allí trabajan los mejores escultores y pintores de asuntos históricos, tanto para museos y ministerios como para empresas privadas y particulares que desean un cuadro o una escultura. También para ayuntamientos y corporaciones que destinan las obras a dependencias oficiales o a decorar parques y carreteras. Así, cada cliente pide lo que desea, y cada artista lo aborda con plena libertad. Eso produce ingresos nada despreciables que, unidos a la ayuda del ministerio de Defensa, mantiene vivo y activo el taller, convertido en formidable escuela donde los jóvenes pintores interesados en la historia de Rusia aprenden de los grandes maestros vivos y también de quienes los precedieron. Hasta cuadros e iconos se restauran allí. 

Insisto: visitar el Grekov es toda una experiencia. Lleno de maquetas, proyectos y obras en ejecución, el recinto huele a pintura fresca, yeso, mármol a medio trabajar, bronce recién fundido. Huele a la historia que los escolares visitarán en excursiones colegiales, aprendiendo más sobre sus abuelos y tatarabuelos: batallas napoleónicas, revolución rusa, guerras mundiales y conflictos modernos alternan con paisajes y retratos de todas clases. Y no se trata sólo de gloria y fanfarria nacional. Hay obras que exaltan lo patriótico, por supuesto. La vieja Unión Soviética tuvo mucha tradición en eso. Pero abundan también las realistas y críticas que muestran el dolor, el desastre, la muerte, el sufrimiento y el sacrificio. La secular tragedia, las luces y sombras de la larga y compleja memoria histórica rusa. 

Si viajan a Moscú, búsquense la vida e intenten visitarlo. Sobre todo porque en España es imposible un sitio como ése. Hace poco, cuando Augusto Ferrer-Dalmau, uno de los autores de pintura militar más reconocidos del mundo, se ofreció gratis al ministerio de Defensa español para crear un taller como el Grekov, con objeto de formar a jóvenes artistas de temas históricos, la respuesta fue que no, gracias. Ya tenemos mucha pintura de esa clase, dijeron. Y si permiten que me tire el pegote, diré que yo mismo le había pronosticado a Augusto exactamente eso, aunque imaginarlo no tuviera ningún mérito. Estamos en España, ya saben. La de la memoria histórica según y cómo. Para prever semejante respuesta no hacía falta ser adivino. 

 2 de junio de 2019