Hace años, a causa de un artículo publicado en esta misma página pecadora, cierto almirante y capitán general prohibió a la fuerza bajo su mando asistir a cualquier acto donde yo estuviera, e incluso dirigirme la palabra. Y si no me hizo fusilar no fue por falta de ganas, sino porque ese tipo de cosas ahora quedan feas, y hay que dar muchas explicaciones, y además Defensa tiene pocas balas y hay que irlas contando y justificar en qué se gastan, y no están los tiempos para alegremente, hala, fusilar a tontas y a locas. Quiero decir con esto que en mi vida he conocido a almirantes y generales y gente así que eran auténticas mulas de varas, entre otras cosas porque no es el uniforme lo que hace a la gente, sino la gente la que hace al uniforme. Y en ese contexto, debo añadir que también he conocido a mucha gente que honra el suyo. Mi amigo Charlie el ex espía, por ejemplo, que ahora es coronel de un regimiento. O el páter Paco Nistal, que es capitán y capellán de los cascos azules en los Balcanes. O la soldado Loreto, y tantos otros.
Pensaba en eso el otro día, cuando asistí a una amena conferencia de José Ignacio González-Aller sobre la marina española en la época de los Austrias y el desastre de la empresa de Inglaterra. González-Aller es historiador, almirante, y hasta hace nada director del museo naval de Madrid, y lo acompañaba otro marino y escritor, Álvaro Delgado Cal, capitán de navío, responsable del museo naval de Cartagena. Y allí, sentado entre el público, compartiendo las desgracias de Medina-Sidonia frente a sus adversarios Howard, Drake y Hawkins, y naufragando mentalmente con los infelices buques españoles en las costas de Irlanda, viendo el reflejo de lo que ahora somos en lo que en otro tiempo fuimos, o viceversa, me dije una vez más que en efecto, que hay militares y marinos que leen, y que escriben, y que saben, y que estudian, y que justamente por todo eso honran el uniforme que visten. Hombres a quienes la palabra cultura no les hace echar mano a la pistola, sino a un libro, y que resultan dignos sucesores de aquellos que esta infeliz España tuvo en otro tiempo: los grandes marinos ilustrados del XVIII, por ejemplo, cuando en un siglo donde el hombre todavía acariciaba la esperanza del progreso y de la libertad, navegaban, descubrían, estudiaban y escribían. Hombres de mar y guerra, pero también de ciencia y de cultura, que se llamaban Jorge Juan, Ulloa, Tofiño, Mazarredo. Gente honrada por las academias inglesas y francesas de la época; respetada hasta por los enemigos, que cuando los capturaban o mataban los trataban como a iguales. Marinos ilustres corno Churruca, Alcalá-Galiano, Valdés, en un siglo en el que España, una vez más, estuvo a punto de levantar cabeza y abrir la ventana para que entrase el aire limpio, y también, otra vez más, la rueda de nuestra maldición giró cabeza abajo, y llegaron el sinvergüenza de Godoy, y el fanático cura Merino, y el imperdonable, abyecto canalla que se llamó Fernando VII; y todo se fue una vez más al diablo. Y aquellos hombres de ciencia, aquellas cabezas ilustradas, pensantes, tan necesarias, murieron con su siglo, peleando en Trafalgar tras haber vivido a media paga en este país miserable, o fueron luego sospechosos y marginados justamente por cultos y liberales, y se extinguieron en el olvido y la pobreza, o tuvieron que exiliarse, paradójicamente —ventajas de saber quien fue Temístocles—, en la Francia y la Inglaterra contra las que habían combatido. Enemigos que, una vez más, resultaron ser más nobles, acogedores y generosos que la propia e ingrata patria. Por eso consuela comprobar que aún hay hombres que ponen el pie sobre la huella de aquellos otros. Que la vieja estirpe de los marinos ilustrados españoles, hombres de mar y ciencia, no ha desaparecido del todo bajo la estupidez y la ignorancia, bajo las banderas, del color que sean, enarboladas por tantos cerriles analfabetos que ignoran, incluso, lo que dicen defender. Consuela comprobar que esos libros cuyos viejos lomos acaricio en la biblioteca, las Observaciones de Jorge Juan y Ulloa, la Historia de la marina real, la Táctica naval, la Relación del último viaje, la Biblioteca marítima, no son restos muertos de un naufragio, una tradición o una época, sino eslabones de una cadena larga y digna que hombres cultos, que viven su tiempo y también sueñan, que libran la más noble de las batallas peleando a bordo de museos y bibliotecas, y saben mirar hacia atrás con lucidez y esperanza, aún mantienen engrasada y viva. Ojalá esta pobre España ágrafa y brutal, patio navajero, ruin, de toque de corneta, sable y paredón, a la que ni siquiera el diseño moderno logra barnizar el alma negra, hubiera tenido miles de hombres como ésos en los palacios, en los castillos y en los cuarteles, en las capitanías generales y en los puentes de los barcos.
25 de junio de 2000
Pensaba en eso el otro día, cuando asistí a una amena conferencia de José Ignacio González-Aller sobre la marina española en la época de los Austrias y el desastre de la empresa de Inglaterra. González-Aller es historiador, almirante, y hasta hace nada director del museo naval de Madrid, y lo acompañaba otro marino y escritor, Álvaro Delgado Cal, capitán de navío, responsable del museo naval de Cartagena. Y allí, sentado entre el público, compartiendo las desgracias de Medina-Sidonia frente a sus adversarios Howard, Drake y Hawkins, y naufragando mentalmente con los infelices buques españoles en las costas de Irlanda, viendo el reflejo de lo que ahora somos en lo que en otro tiempo fuimos, o viceversa, me dije una vez más que en efecto, que hay militares y marinos que leen, y que escriben, y que saben, y que estudian, y que justamente por todo eso honran el uniforme que visten. Hombres a quienes la palabra cultura no les hace echar mano a la pistola, sino a un libro, y que resultan dignos sucesores de aquellos que esta infeliz España tuvo en otro tiempo: los grandes marinos ilustrados del XVIII, por ejemplo, cuando en un siglo donde el hombre todavía acariciaba la esperanza del progreso y de la libertad, navegaban, descubrían, estudiaban y escribían. Hombres de mar y guerra, pero también de ciencia y de cultura, que se llamaban Jorge Juan, Ulloa, Tofiño, Mazarredo. Gente honrada por las academias inglesas y francesas de la época; respetada hasta por los enemigos, que cuando los capturaban o mataban los trataban como a iguales. Marinos ilustres corno Churruca, Alcalá-Galiano, Valdés, en un siglo en el que España, una vez más, estuvo a punto de levantar cabeza y abrir la ventana para que entrase el aire limpio, y también, otra vez más, la rueda de nuestra maldición giró cabeza abajo, y llegaron el sinvergüenza de Godoy, y el fanático cura Merino, y el imperdonable, abyecto canalla que se llamó Fernando VII; y todo se fue una vez más al diablo. Y aquellos hombres de ciencia, aquellas cabezas ilustradas, pensantes, tan necesarias, murieron con su siglo, peleando en Trafalgar tras haber vivido a media paga en este país miserable, o fueron luego sospechosos y marginados justamente por cultos y liberales, y se extinguieron en el olvido y la pobreza, o tuvieron que exiliarse, paradójicamente —ventajas de saber quien fue Temístocles—, en la Francia y la Inglaterra contra las que habían combatido. Enemigos que, una vez más, resultaron ser más nobles, acogedores y generosos que la propia e ingrata patria. Por eso consuela comprobar que aún hay hombres que ponen el pie sobre la huella de aquellos otros. Que la vieja estirpe de los marinos ilustrados españoles, hombres de mar y ciencia, no ha desaparecido del todo bajo la estupidez y la ignorancia, bajo las banderas, del color que sean, enarboladas por tantos cerriles analfabetos que ignoran, incluso, lo que dicen defender. Consuela comprobar que esos libros cuyos viejos lomos acaricio en la biblioteca, las Observaciones de Jorge Juan y Ulloa, la Historia de la marina real, la Táctica naval, la Relación del último viaje, la Biblioteca marítima, no son restos muertos de un naufragio, una tradición o una época, sino eslabones de una cadena larga y digna que hombres cultos, que viven su tiempo y también sueñan, que libran la más noble de las batallas peleando a bordo de museos y bibliotecas, y saben mirar hacia atrás con lucidez y esperanza, aún mantienen engrasada y viva. Ojalá esta pobre España ágrafa y brutal, patio navajero, ruin, de toque de corneta, sable y paredón, a la que ni siquiera el diseño moderno logra barnizar el alma negra, hubiera tenido miles de hombres como ésos en los palacios, en los castillos y en los cuarteles, en las capitanías generales y en los puentes de los barcos.
25 de junio de 2000