Estaba el otro día el arriba firmante echándole un vistazo al monasterio de San Millán de la Cogolla cuando, con eso de las lluvias y lo demás, se cayó del techo un pedrusco. Comentando el tema con uno de los frailes que de aquello se ocupan, pregunté, ingenuo: "¿y qué dicen las autoridades culturales?". A lo que el digno freiré repuso, con un repuntín de mala leche: "Unos dicen ya veremos y otros nos aconsejan rezar".
Ignoro lo que rezar da de si en cuanto a la conservación de monumentos históricos -sin duda es mano de santo- pero la cifra del ya veremos me la contaron el otro día: 733 millones de pesetas son los presupuestos del Ministerio de Cultura destinados este año a la conservación de las catedrales españolas. O sea, un pelín más de lo que cuesta una casa de las que se construyen los tiburones guapos de la economía del pelotazo y sus, consortes alicatadas hasta el techo. En cuanto al presupuesto destinado al género menor, los monasterios como San Millán, el Ministerio de Cultura ha decidido tirar la casa por la ventana, destinando 160 millones. Así que mucho me temo que la oración seguirá siendo necesaria, a falta de algo más concreto como gravilla y cemento. Quizá porque el cemento lo gastan algunos en maquillarse cada mañana.
En cuanto al presupuesto catedralicio, echen ustedes cuentas. Reconstruir un solo pináculo de la catedral de Burgos, por ejemplo, cuesta un millón, poco más o menos. Y repartiendo 733 millones entre las 86 catedrales españolas, resulta que tocan a ocho kilos y medio por catedral. Es decir, a ocho pináculos y medio. El argumento oficial, cuentan, consiste en que no hay más dinero para catedrales porque éstas son propiedad de la Iglesia. Pero la Iglesia dice que venga ya, hombre, de qué vais, que entre convertir a Rusia y los infieles, y los viajes para que su Santidad les diga a los negros que no forniquen y a los indios que no aborten, o viceversa, a la nave de Pedro no le queda viruta ni para el cirio pascual. Total: que los obispos y los párrocos y los deanes se las arreglan como pueden, y el día menos pensado una cornisa gótica nos va a desgraciar a un turista, y se van a largar todos a Francia, donde las bóvedas de las catedrales están como Dios manda, y no pegadas con barro y salivilla, como aquí, sostenidas a pulso por cuatro curas y el cepillo dominical de dos feligreses con vergüenza torera.
En fin. Uno comprende que con las catedrales y sitios así no pasa lo mismo que con la Expo 92, o con el Ave. Llevan hechas varios siglos, y uno no puede apuntarse el tanto de salir inaugurándolas en los telediarios, porque ya están inauguradas de sobra. Como tampoco es lo mismo pasear por la catedral de Lugo o por la Seo de Urgell, lo que supone una vulgaridad al alcance de cualquiera, que ponerse de tiros largos, con pajarita y visón, la noche de reapertura del Teatro Real de Madrid (4.000 millones en el presupuesto) o del Liceo de Barcelona (1.000 kilos), que eso sí queda vistoso, tiene marcha social y pueden enviársele tarjetas de invitación a Almodóvar, en brillante combinación de la modernidad con el diseño y la cultura. Y si de paso allí puede oírse música, pues oye. Malegro.
Es curioso comprobar cómo la Cultura con mayúscula, la que no es vistosa de chundarata y muy bueno lo tuyo, ni rentable políticamente, sólo preocupa cuando uno está en la oposición, como esos arrebatos que, al ruido de las piedras que se caen, acaban de entrarle de pronto a algunos oportunistas miembros de otros partidos que no gobiernan, como si en este país no nos conociéramos todos; en esta España hermosa y desdichada donde tanto hijo de la gran puta fue capaz, en los intermedios, de pintar cuadros, escribir libros, construir iglesias y catedrales que ahora enseñamos a nuestros zagales porque sus piedras albergan nuestras claves y nuestra historia. Y todo eso, que no es patrimonio de la Iglesia ni del Estado, sino alma y conciencia de todos y cada uno de nosotros, se nos cae a pedazos.
Pero la culpa es nuestra. Y lo es por consentir, con tanto mirar hacia otro lado y tanto silencio cómplice, la impunidad de golfos pasteleros capaces de vender la lápida de su madre por un Mercedes con chófer y teléfono mientras imprimen su mediocridad y su bastardía cultural en los restos de nuestro orgullo y nuestra memoria. Así que tal vez el futuro depare lo que entre unos y otros andamos buscando: muros sin techo, ruinas por el suelo y un guía diciéndole a aburridos escolares con gorritas de béisbol vueltas hacia atrás: aquí estuvo, aquí fue. Quizá merezcamos de verdad irnos todos al carajo.
30 de octubre de 1994
Ignoro lo que rezar da de si en cuanto a la conservación de monumentos históricos -sin duda es mano de santo- pero la cifra del ya veremos me la contaron el otro día: 733 millones de pesetas son los presupuestos del Ministerio de Cultura destinados este año a la conservación de las catedrales españolas. O sea, un pelín más de lo que cuesta una casa de las que se construyen los tiburones guapos de la economía del pelotazo y sus, consortes alicatadas hasta el techo. En cuanto al presupuesto destinado al género menor, los monasterios como San Millán, el Ministerio de Cultura ha decidido tirar la casa por la ventana, destinando 160 millones. Así que mucho me temo que la oración seguirá siendo necesaria, a falta de algo más concreto como gravilla y cemento. Quizá porque el cemento lo gastan algunos en maquillarse cada mañana.
En cuanto al presupuesto catedralicio, echen ustedes cuentas. Reconstruir un solo pináculo de la catedral de Burgos, por ejemplo, cuesta un millón, poco más o menos. Y repartiendo 733 millones entre las 86 catedrales españolas, resulta que tocan a ocho kilos y medio por catedral. Es decir, a ocho pináculos y medio. El argumento oficial, cuentan, consiste en que no hay más dinero para catedrales porque éstas son propiedad de la Iglesia. Pero la Iglesia dice que venga ya, hombre, de qué vais, que entre convertir a Rusia y los infieles, y los viajes para que su Santidad les diga a los negros que no forniquen y a los indios que no aborten, o viceversa, a la nave de Pedro no le queda viruta ni para el cirio pascual. Total: que los obispos y los párrocos y los deanes se las arreglan como pueden, y el día menos pensado una cornisa gótica nos va a desgraciar a un turista, y se van a largar todos a Francia, donde las bóvedas de las catedrales están como Dios manda, y no pegadas con barro y salivilla, como aquí, sostenidas a pulso por cuatro curas y el cepillo dominical de dos feligreses con vergüenza torera.
En fin. Uno comprende que con las catedrales y sitios así no pasa lo mismo que con la Expo 92, o con el Ave. Llevan hechas varios siglos, y uno no puede apuntarse el tanto de salir inaugurándolas en los telediarios, porque ya están inauguradas de sobra. Como tampoco es lo mismo pasear por la catedral de Lugo o por la Seo de Urgell, lo que supone una vulgaridad al alcance de cualquiera, que ponerse de tiros largos, con pajarita y visón, la noche de reapertura del Teatro Real de Madrid (4.000 millones en el presupuesto) o del Liceo de Barcelona (1.000 kilos), que eso sí queda vistoso, tiene marcha social y pueden enviársele tarjetas de invitación a Almodóvar, en brillante combinación de la modernidad con el diseño y la cultura. Y si de paso allí puede oírse música, pues oye. Malegro.
Es curioso comprobar cómo la Cultura con mayúscula, la que no es vistosa de chundarata y muy bueno lo tuyo, ni rentable políticamente, sólo preocupa cuando uno está en la oposición, como esos arrebatos que, al ruido de las piedras que se caen, acaban de entrarle de pronto a algunos oportunistas miembros de otros partidos que no gobiernan, como si en este país no nos conociéramos todos; en esta España hermosa y desdichada donde tanto hijo de la gran puta fue capaz, en los intermedios, de pintar cuadros, escribir libros, construir iglesias y catedrales que ahora enseñamos a nuestros zagales porque sus piedras albergan nuestras claves y nuestra historia. Y todo eso, que no es patrimonio de la Iglesia ni del Estado, sino alma y conciencia de todos y cada uno de nosotros, se nos cae a pedazos.
Pero la culpa es nuestra. Y lo es por consentir, con tanto mirar hacia otro lado y tanto silencio cómplice, la impunidad de golfos pasteleros capaces de vender la lápida de su madre por un Mercedes con chófer y teléfono mientras imprimen su mediocridad y su bastardía cultural en los restos de nuestro orgullo y nuestra memoria. Así que tal vez el futuro depare lo que entre unos y otros andamos buscando: muros sin techo, ruinas por el suelo y un guía diciéndole a aburridos escolares con gorritas de béisbol vueltas hacia atrás: aquí estuvo, aquí fue. Quizá merezcamos de verdad irnos todos al carajo.
30 de octubre de 1994