He escrito alguna vez que vienen tiempos duros, predicción para la que tampoco hace falta ser muy perspicaz. Nunca hubo tantos imbéciles imponiendo su dictadura, ni tanta gilipollez elevada a la categoría de norma obligatoria. Nunca al qué dirán y a lo socialmente correcto se le dio tanto cuartelillo. Nunca condicionó tanto nuestras vidas el capricho de las minorías, la demagogia de los oportunistas, la estupidez de los tontos del culo. El ejemplo de cómo ese delirio vuelve a las sociedades enfermas e irreales lo tenemos en aquellos países que nos preceden en el asunto; pero en vez de ponérsenos los pelos de punta al advertir los riesgos y el abismo, nos adherimos con el entusiasmo desaforado del converso. En esta España a menudo escasa de cultura y de criterio, cuando se pone de moda una estupidez, en vez de llamarla por su nombre y ocuparnos de cosas más urgentes, nos ponemos a considerarla con toda seriedad. Ninguno de nosotros se la traga de verdad, pero miramos de reojo a los otros, vemos que nadie protesta y que todos –que a su vez nos miran de reojo a nosotros– parecen aprobar la novedad. Así que, haciendo de tripas corazón, nos resignamos a esa enésima vuelta de tuerca.
No deja de tener siniestra gracia que Europa, que alumbró palabras como democracia y derechos del hombre, y que pese a lo que está cayendo permanece como referente moral de lo que aún llamamos Occidente, en sus comportamientos sociales tenga como referencia las actitudes, los valores de una sociedad tan enferma e hipócrita como la norteamericana. En materia de sanidad, por ejemplo, y me refiero a hospitales, dolor, muerte y todo ese cuello de botella por el que, tarde o temprano, la mayor parte de nosotros termina pasando, sospecho que vamos a terminar como en los Estados Unidos, donde nadie se atreve a poner una inyección si no es delante de su abogado, porque en cuanto le irritas un poro a un paciente, te denuncia y te saca una pasta flora, en un país donde un fulano se fuma tres paquetes diarios durante cincuenta años, y encima, cuando palma, su familia le trinca una millonada a las tabacaleras. De ayudar a bien morir, ni te digo. Y no hablo de eutanasia, sino de que te alivien el trámite cuando estás listo de papeles. Pero allí, con semejante presión, teniendo en la chepa a los meapilas, a los que buscan pasta y a los bobos de nacimiento, no hay médico que se atreva a tomar una decisión de ese tipo. Que los alivie su padre, dicen. Y me temo que en España vamos camino de lo mismo, con toda la cobertura mediática de la Schiavo aquella a la que le daban matarile o no se lo daban, como a la Parrala; y las consejerías de Sanidad suspendiendo a médicos por sedar a pacientes en las últimas, como si lo ético fuese que palmes aullando y nadie haga nada. Al final van a poner esto difícil de narices. Y cuando me llegue el turno, seguro que me joden vivo. Ni aspirinas me van a dar. Para que todos esos capullos en flor puedan alardear de socialmente correctos, voy a terminar echando espumarajos, como un perro. Mentándoles a la madre.
Así que aprovecho para ponerlo negro sobre blanco, y que esta página de El Semanal valga como documento notarial, llegado el caso. Si cuando me toque decir hasta luego Lucas no consigo organizarlo a mi aire, si el mar no colabora espontáneamente en el asunto, o el Alzheimer no permite que me acuerde de dónde está el gatillo de la pistola, y por mi mala estrella termino en un hospital, con las limpiadoras afiliadas a Comisiones Obreras –las del folleto feminista del otro día– pisándome el tubo del oxígeno, háganme un favor. No es lo mismo acortar la vida que acortar la agonía, así que no me fastidien. Tampoco vengan a darme la murga con gorigoris, velitas encendidas y pazguatos arrodillados en la acera con los brazos en cruz bajo pancartas proclamando que mi vida es sagrada. Mi vida –lo dice el propietario titular– no es más sagrada que la de mi labrador Mordaunt o la de los millones de seres humanos que, como el resto de los animales y las plantas, han pasado por este mundo cochambroso a lo largo de los siglos y la Historia, y seguirán pasando. A ver quién puñetas se han creído que somos. Por eso, el médico que, con mi consentimiento o el de los míos, decida aliviarme el trayecto ahorrándome sufrimiento inútil, nunca será un asesino, sino un amigo. Mi último amigo. Que otros hagan lo que quieran con sus vidas, pero a mí permítanme no perder la compostura. Déjenme morir tranquilo.
24 de abril de 2005