lunes, 25 de abril de 2005

Déjenme morir tranquilo

He escrito alguna vez que vienen tiempos duros, predicción para la que tampoco hace falta ser muy perspicaz. Nunca hubo tantos imbéciles imponiendo su dictadura, ni tanta gilipollez elevada a la categoría de norma obligatoria. Nunca al qué dirán y a lo socialmente correcto se le dio tanto cuartelillo. Nunca condicionó tanto nuestras vidas el capricho de las minorías, la demagogia de los oportunistas, la estupidez de los tontos del culo. El ejemplo de cómo ese delirio vuelve a las sociedades enfermas e irreales lo tenemos en aquellos países que nos preceden en el asunto; pero en vez de ponérsenos los pelos de punta al advertir los riesgos y el abismo, nos adherimos con el entusiasmo desaforado del converso. En esta España a menudo escasa de cultura y de criterio, cuando se pone de moda una estupidez, en vez de llamarla por su nombre y ocuparnos de cosas más urgentes, nos ponemos a considerarla con toda seriedad. Ninguno de nosotros se la traga de verdad, pero miramos de reojo a los otros, vemos que nadie protesta y que todos –que a su vez nos miran de reojo a nosotros– parecen aprobar la novedad. Así que, haciendo de tripas corazón, nos resignamos a esa enésima vuelta de tuerca. 

No deja de tener siniestra gracia que Europa, que alumbró palabras como democracia y derechos del hombre, y que pese a lo que está cayendo permanece como referente moral de lo que aún llamamos Occidente, en sus comportamientos sociales tenga como referencia las actitudes, los valores de una sociedad tan enferma e hipócrita como la norteamericana. En materia de sanidad, por ejemplo, y me refiero a hospitales, dolor, muerte y todo ese cuello de botella por el que, tarde o temprano, la mayor parte de nosotros termina pasando, sospecho que vamos a terminar como en los Estados Unidos, donde nadie se atreve a poner una inyección si no es delante de su abogado, porque en cuanto le irritas un poro a un paciente, te denuncia y te saca una pasta flora, en un país donde un fulano se fuma tres paquetes diarios durante cincuenta años, y encima, cuando palma, su familia le trinca una millonada a las tabacaleras. De ayudar a bien morir, ni te digo. Y no hablo de eutanasia, sino de que te alivien el trámite cuando estás listo de papeles. Pero allí, con semejante presión, teniendo en la chepa a los meapilas, a los que buscan pasta y a los bobos de nacimiento, no hay médico que se atreva a tomar una decisión de ese tipo. Que los alivie su padre, dicen. Y me temo que en España vamos camino de lo mismo, con toda la cobertura mediática de la Schiavo aquella a la que le daban matarile o no se lo daban, como a la Parrala; y las consejerías de Sanidad suspendiendo a médicos por sedar a pacientes en las últimas, como si lo ético fuese que palmes aullando y nadie haga nada. Al final van a poner esto difícil de narices. Y cuando me llegue el turno, seguro que me joden vivo. Ni aspirinas me van a dar. Para que todos esos capullos en flor puedan alardear de socialmente correctos, voy a terminar echando espumarajos, como un perro. Mentándoles a la madre. 

Así que aprovecho para ponerlo negro sobre blanco, y que esta página de El Semanal valga como documento notarial, llegado el caso. Si cuando me toque decir hasta luego Lucas no consigo organizarlo a mi aire, si el mar no colabora espontáneamente en el asunto, o el Alzheimer no permite que me acuerde de dónde está el gatillo de la pistola, y por mi mala estrella termino en un hospital, con las limpiadoras afiliadas a Comisiones Obreras –las del folleto feminista del otro día– pisándome el tubo del oxígeno, háganme un favor. No es lo mismo acortar la vida que acortar la agonía, así que no me fastidien. Tampoco vengan a darme la murga con gorigoris, velitas encendidas y pazguatos arrodillados en la acera con los brazos en cruz bajo pancartas proclamando que mi vida es sagrada. Mi vida –lo dice el propietario titular– no es más sagrada que la de mi labrador Mordaunt o la de los millones de seres humanos que, como el resto de los animales y las plantas, han pasado por este mundo cochambroso a lo largo de los siglos y la Historia, y seguirán pasando. A ver quién puñetas se han creído que somos. Por eso, el médico que, con mi consentimiento o el de los míos, decida aliviarme el trayecto ahorrándome sufrimiento inútil, nunca será un asesino, sino un amigo. Mi último amigo. Que otros hagan lo que quieran con sus vidas, pero a mí permítanme no perder la compostura. Déjenme morir tranquilo. 

24 de abril de 2005 

domingo, 17 de abril de 2005

El ombligo de Sevilla

María José, la telefonista del hotel Colón, me va a echar una bronca, como suele, en plan: esta vez se ha pasado varios pueblos, don Arturo, de Dos Hermanas a Lebrija, o más lejos, a ver quién le manda a usted meterse con la Sevilla de mi alma. Pero uno debe ser consecuente; y la semana pasada, al socaire de Matanza cofrade y la parafernalia blasfemo-judicial que arrastra cual bata de cola, se me calentó la tecla y prometí hablar hoy de cultura sevillana. De manera que cumplo, arriesgándome a que me quiten los premios que en esa ciudad me dieron por la cara, a que el director de ABC –allí y en Madrid El Semanal sale con ese diario– se acuerde de mis muertos, a que los amigos dejen de mandarme aceite, y a que Enrique Becerra diga que el cordero con miel o la carrillada de ibérico me los va a poner la madre que me parió. Pero uno tiene derecho a hablar de lo que ama. Y el caso, como dije que diría, es que con la palabra cultura ocurre algo extraño. Cuando la pronuncian, cinco de cada diez sevillanos piensan en la Semana Santa o la Feria de Abril. A lo más que llegan algunos es al barroco de las iglesias. Mi compadre Juan Eslava cuenta lo del turista que va en carruaje por la Alameda, y cuando pasa ante una estatua y pregunta si se trata de un pintor, un escritor, un músico o un poeta, el orgulloso cochero responde: «Qué va, hombre. Es Manolo Caracol»

Pese a los esfuerzos, casi suicidas, de heroicos paladines locales por romper la burbuja en que esa ciudad vive ensimismada, el grueso de los esfuerzos culturales sevillanos pasa por el embudo de las cofradías locales, estructura social en torno a la que se ordena la vida pública. El resto es secundario, no interesa. Los museos languidecen, las exposiciones llegan con cuentagotas –y sólo si está Sevilla de por medio–, las librerías cierran, las bibliotecas no existen o se ignoran. Si se tratara de una ciudad donde imperase la modestia, uno creería que ésta se avergüenza de cuanto la hizo hermosa e inmortal. Pero no es modestia sino egoísmo autocomplaciente, indiferencia a cuanto no sea arreglarse el Jueves Santo para salir con la medalla de la cofradía al cuello, a pintarla en la Feria, a tomarse una manzanilla en Las Teresas o en Casa Román, mirando alrededor mientras se piensa, o se dice, que Sevilla es lo más grande del mundo, y qué desgracia la de quienes no nacieron sevillanos. 

Siempre que viajo allí me pregunto lo que podría ser esa ciudad si dejara de mirarse en su espejo autista y se abriera al mundo con la cultura como reclamo y bandera. Hablo de la cultura de verdad, no de la caduca soplapollez de diseño que pretenden vendernos políticos y mangantes en busca de la foto y el telediario del día siguiente, o del folklore demagógico y sentimental con el que quienes manejan el cotarro pretenden –y lo consiguen desde hace siglos– llevarse al huerto a la ciudadanía. Hablo de la Sevilla que va más allá de los retablos barrocos en misa de doce, de los bares de tapas, de los pasos de Semana Santa, de la Feria de Abril y los carnets del Betis o del otro, de los apresurados rebaños de chusma guiri que el sevillano necesita tanto como desprecia. ¿Imaginan ustedes parte de la pasta invertida en cofradías y casetas de feria, empleada en hacer de esa ciudad un verdadero polo de atracción, no sólo del turismo, sino de la cultura internacional? ¿Calculan lo que supondría aprovechar el clima, el fascinante escenario, la abrumadora riqueza de palacios, atarazanas, lonjas e iglesias, para proyectar la ciudad hacia el exterior, celebrar conciertos de renombre internacional, organizar ferias y exposiciones que atrajeran a artistas, críticos y público culto de todo el mundo? ¿Imaginan una gestión cosmopolita, lúcida y eficaz, de tanto arte, arquitectura y belleza, con la extraordinaria marca registrada de Sevilla como argumento? Es desolador que una ciudad así no se haya convertido –la ocasión perdida de la Expo se esfumó con los mediocres y los catetos que la gestionaron– en sede anual, bianual, quinquenal o lo que sea, de acontecimientos culturales que pongan su nombre, a la manera de Venecia, Salzburgo, París o Florencia, en la vanguardia de la cultura internacional. En lugar de eso, Sevilla sigue resignada a ser una pequeña ciudad onanista y a veces analfabeta, que no llora por las cenizas perdidas de Murillo, pero sí cuando pasa la Virgen; y que emplea el resto del año en discutir sobre si los arreglos florales de la Esperanza Macarena eran mejores o peores que los de la Esperanza de Triana. 

17 de abril de 2005 

domingo, 10 de abril de 2005

Matando cofrades

Acabo de ponerme ciego a matar cofrades y nazarenos de Semana Santa, pistola en mano, con el fondo de La Macarena, el Gran Poder y el Cristo de San Bernardo. Bang, bang, bang. Todo eso, por supuesto, en la pantalla del ordenata. Pistola virtual, claro. Matanza cofrade, se llama el juego. Matanza uno y matanza dos, porque tiene segunda parte. La mano guasona de un amigo sevillano me lo envió todo ayer. Un juego cutre y de pésimo gusto, por cierto. Más que para matar cofrades de la Semana Santa, el juego es para darle patadas en la boca al patoso que lo parió. Pero la cuestión es otra. Al patoso que lo parió, que por lo visto es un informático de Utrera, las cofradías sevillanas le piden un año de cárcel y ocho mil mortadelos de multa. Como lo oyen. O leen. Cuando Matanza cofrade 1 apareció en Internet –la segunda parte es de otro fulano que se sumó por su cuenta y en plan solidario al escabeche–, las cofradías, que en Sevilla mandan más que un capitán general cuando los capitanes generales mandaban algo, hicieron detener al autor por la Guardia Civil, la fiscalía intervino, y un juzgado dictó auto de apertura de juicio oral, que aún está pendiente. Resumiendo: al pazguato de la matanza lo pueden meter en la cárcel por atentar «contra los sentimientos religiosos y contra la propiedad industrial». Como ustedes, supongo, yo también aluciné una miaja con eso de la propiedad industrial, hasta que me informaron de que las imágenes del Gran Poder y la Esperanza Macarena están registradas como marcas. Para entendernos: si usted se aplasta un dedo con un martillo y blasfemando en arameo se cisca en algo, ojo. Puede estarse ciscando en una marca registrada. El siguiente paso puede ser la Menetérica, que decía Chiquito de la Calzada, llamando a su puerta. Así que cuidadín, pecadores de la pradera. Con la Semana Santa de Sevilla no se juega. 

Uno comprende ciertas cosas, y se le eriza el vello con otras. Lo del vello no es de oír el paso racheao de los costaleros, precisamente. Se puede estar, sin pegas, de acuerdo con el asunto base: Matanza cofrade es una cutrez. Lo que le reprocho al informático de Utrera, que ni sé cómo se llama, ni me importa, no es que haga un juego para liquidar cofrades; cosa que puede tener, incluso, su puntito si se hace con gracia y talento. A veces también a mí me entran ganas –virtuales, por supuesto– de moverme con cartuchos de postas entre algunas tonterías y ciertos excesos, cuando las cosas rebasan lo razonable y se vuelven cursilería meapilas y capillita exagerá. Lo que le reprocho al autor del juego es que lo haya perpetrado de una manera tan mediocre y desabrida. Tan chapucera. 

En cuanto a las cofradías de marras, en fin. Es asunto de los sevillanos, y con su pan se lo coman, que allí el principal fenómeno social y cultural –casi el único– sea la Semana Santa, y que todo cristo cifre en las cofradías el pulso de la ciudad, el prestigio ciudadano, la razón de su existencia y la gloria de su madre. Lo que ya no veo claro es que esas cofradías hayan convertido sus imágenes religiosas en símbolo de una determinada Sevilla, la que ellos manejan, marcas registradas incluidas, pero no estén dispuestos a comerse las duras tanto como las maduras; a encajar críticas que en realidad no van contra imágenes que a cualquier no creyente –variedad humana tan respetable como la del creyente, incluso en la tierra de María Santísima– le importan un carajo, sino contra esa determinada Sevilla, que a unos gusta mucho y a otros repatea el hígado, que utiliza tales imágenes como pretexto, escudo o bandera. El punto es delicado, y sólo los muy ecuánimes podrían trazar la línea que separa la blasfemia gratuita de la crítica social. Cuando uno se apropia de símbolos, ejerce el poder y medra gracias a ellos, se expone a que esos símbolos, como él mismo, se vean cuestionados, criticados y atacados. No encajar las reglas del juego con deportividad –al final me voy a creer, como dice Antonio Burgos, que el humor lo tienen en Cádiz– difumina la distancia que media, por ejemplo, entre este estúpido asunto y aquellas multas y detenciones de hace medio siglo por blasfemia, o aquellos prisioneros fusilados después de la guerra civil por destruir imágenes religiosas cuando la quema de conventos. 

Y ya que estamos metidos en faena, la semana que viene hablaremos de la cultura en Sevilla. Si Dios quiere. 

10 de abril de 2005 

lunes, 4 de abril de 2005

La niña del pelo corto

Además de los perros, me gustan los críos pequeños. Me refiero a los de cuatro, cinco años, o así. Apurando mucho, llego hasta los de siete u ocho. A partir de ahí empiezan a parecerse demasiado a los adultos en que tarde o temprano se convertirán. Deberíamos liquidarlos a esa edad, dice un amigo mío que no destaca por su filantropía. Herodes vio la jugada: habría que despacharlos cuando carecen de currículum y aún no son estúpidos, malvados o peligrosos. Antes de que se desgracien y nos desgracien a todos. Antes de que dejen de ser deliciosos animalitos para convertirse en basura y azote del mundo. Eso es lo que dice mi amigo, que es algo drástico. Yo no llego a ese extremo, pero denme tiempo. Es verdad que a veces me pregunto para qué crecerán. Para qué diablos crecemos. 

El caso es que me gusta observar a los críos. Son fascinantes. Como los adultos somos imbéciles, creemos que funcionan sin ton ni son, en plan majareta; pero en realidad actúan y razonan según una lógica rigurosísima de la que sólo ellos poseen la clave. Son metódicos e implacables como un filósofo alemán. Cuando asistes a una discusión entre un niño pequeño y un adulto, al fin descubres, aterrado, que el más consecuente y lúcido siempre es el niño. A veces te miran con una fijeza tan extraordinaria, escrutándote los adentros, que terminas enrojeciendo, inseguro y confuso. Son jueces implacables y honrados; por eso resultan tan tiernos en sus afectos, tan crueles en sus combates, tan cabales en sus sanciones. Son lo que los adultos deberíamos ser un día, o siempre, y al cabo dejamos de ser y ya nunca somos. 

Ayer me detuve ante la verja de un colegio infantil. El griterío se oía desde el otro lado de la calle. Era la hora del recreo, y correteaban por el patio los zagales, con sus babis los más pequeños y sus jerséis de pico los mayores. Estuve un rato viéndolos alborotar en corros, reír, pasarse la pelota. Siempre me fijo más en los niños que van por libre; los que juegan solos o vagan a su aire. Me quedo mirando al que camina marcando muy serio el paso militar, como si desfilara, al que desliza pensativo la mano por los barrotes de la reja, a la niña que habla sola mientras hace extraños gestos con las manos, al que corre emitiendo indescifrables sonidos con la boca, al que salta pisando el suelo como si aplastara cosas que sólo él puede ver, y me pregunto qué tendrán en ese momento en la cabeza, a qué ensueño mental, a qué pirueta de su imaginación prodigiosa corresponden aquellas actitudes exteriores que para nosotros, adultos razonables que encerramos en manicomios a quienes hacen eso mismo con unos cuantos años más, constituyen un misterio. 

En aquel patio de recreo vi a la niña. Debía de tener cinco o seis años, llevaba el pelo muy corto y estaba sentada en un peldaño de la escalera con un libro ilustrado abierto sobre la falda. Leía con una concentración extraordinaria, ajena al griterío del patio, pasando las páginas enrocada en aquel rincón del mundo, en el refugio que el libro le proporcionaba. No leía con expresión plácida, sino obstinada; baja la cabeza, como si el esfuerzo de mantener a raya el bullicio circundante no fuera fácil. Se diría que aquella singular trinchera no se la regalaba nadie, sino que la conquistaba palmo a palmo, a golpe de voluntad. Enternecedoramente pequeña, sola y orgullosa, con su jersey de pico verde, su falda de cuadros escoceses y sus calcetines arrugados. Deliberadamente ajena a todo. Ella y su libro. 

Fue entonces cuando levantó la vista y me vio al otro lado de la verja. Sonreí como un Hermano de la Costa le sonríe a otro, cómplice; pero la niña me miró suspicaz, sin devolver la sonrisa, y comprendí cómo ella realmente me veía: adulto, extraño, intruso, inoportuno. Aquella francotiradora diminuta, deduje, no necesitaba mi presencia, ni mi sonrisa de aliento; estaba lejos de mí y de todos nosotros, en el mundo creado por las páginas de aquel libro y por sus particulares ensueños. Construía un espacio propio, íntimo, en el que mi sonrisa y yo estábamos de más. Así lo demostró bajando de nuevo la vista, ignorándome con el resto del universo hostil que ese libro mantenía a raya página tras página. Y mientras me apartaba con sigiloso respeto de la verja, pensé: Herodes se equivocó. Quizá ella se salve un día. Tal vez esa niña solitaria y tenaz nos haga mejores de lo que somos. 

3 de abril de 2005