Además de buen escritor y buena persona, Bernardo Atxaga es un tipo tan entrañable que si yo fuera mujer podría pasarme el día dándole besos. Aunque bajito, es muy chicarrón del Norte, muy sano él, muy vasco, como se decía en el resto de España antes de que el término adquiriese otras desgraciadas connotaciones. Bernardo es una especie de osito de peluche de caserío, euskaldún como la madre que lo parió, que hace más por su país con diez líneas escritas a máquina o un poema que todos esos heroicos gudaris de las capuchas con sus coches bomba y sus tiros por la espalda y sus viejecitas apaleadas en contramanifestaciones, que hasta escriben con faltas de ortografía. El caso es que un día, a principios del verano, coincidimos en Ámsterdam Bernardo y yo, y me lo lleve a visitar el barrio de putas, que no lo conocía, y disfruté viendo a Bernardo alucinar, bonachón, ante los escaparates tan pulcros y organizados desde los que las damas le decían hola chato en neerlandés. Terminamos hasta arriba de cerveza a orillas de un canal, en un bar lleno de ingleses e inglesas y cantando con ellos la cancioncilla esa de la Cruzcampo. Ya saben: larí, larilolá. Y hablando de La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, de Ramón J. Sender.
Sender es el premio Nobel que debió ser y no fue. El gran novelista español de nuestra mitad de siglo, que retrató como nadie el alma bronca y dura de esta España a la que comprendió tan bien como amó. Intelectual de izquierdas, encarcelado por Primo de Rivera, luchó en el bando republicano y vivió el exilio. Llevaba todas las papeletas para ser elevado a los altares del muy bueno lo tuyo, pero ni los unos ni los otros ni los de siempre le perdonaron nunca su independencia, su testarudez oscense, su anticomunismo, sus universidades norteamericanas. Si hubiera sido paniaguado de moros o cristianos, esgrimible como bandera, cofrade de morro y trinque o compañero de cama, habríamos tenido Ramón J. Sender hasta en la sopa. Pero ya ven. En la España que nos ocupa, los alumnos de Literatura no saben ni quién es. Y sin embargo, ese hombre cuya obra resulta casi imposible encontrar hoy en las librerías escribió La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, Míster Witt en el cantón, Rizando, Crónica del alba. Literatura de verdad, no ejercicios de caradura para que se los jalee a uno la claque de los compadres. Obras maestras que retratan España y a los españoles, nuestra historia hermosa y desgraciada, nuestra soberbia y nuestra cainita condición humana.
Aquella noche, apoyados en la barra del bar guiri, Bernardo Atxaga y el arriba firmante coincidimos en que leer La aventura equinoccial de Lope de Aguirre es entender no sólo el problema del País Vasco, sino el problema de todos los países que forman las Españas de nuestra España. Nadie como Ramón J. Sender ha sabido clavar el retrato de ese fulano menudo, duro, reseco, con mala leche, que anda cojeando de viejas heridas, con la cota de malla y las armas encima a pesar del calor, porque no se fía ni de su sombra. Que degüella por si acaso, que alberga viejos resentimientos que no olvida, atormentado por su orgullo, siempre en el difuso límite donde el azar te convierte en héroe, como a Cortés, o en villano criminal como al propio Aguirre: todo depende del naipe. Un Lope de Aguirre soberbio, peligroso, violento, suspicaz, presto a la degollina como sus primos almogávares de Bizancio -«disperta ferro, que huele a cordobán»-. Y está esa carta tremenda que Aguirre le escribe a su rey, al lejano rey Felipe de la lejana España: rey ingrato, te serví y mira el pago, y oye, rey, tú matas más que yo, pero yo me mancho de sangre y tú empleas alguaciles, escribanos y jueces para tener las manos limpias, Aguirre reniega de España y su monarca y eso lo hace aún más español, en ese rasgo genial que consiste precisamente en no querer serlo. Gesta heroica que degenera en locura de sangre y de soberbia, tan de aquí, donde basta un quítame esas pajas, una asonada, un trasvase, para acuchillarse en calles y plazas; donde hombres desesperados, engañados durante siglos por reyes y por validos, persiguen el sueño de un Dorado que los haga libres y calme la sed de justicia, el ansia de venganza que llevan en los ojos y en la sangre.
Hay libros mágicos que ayudan a reconocerse y, por tanto, a comprender. La aventura equinoccial de Lope de Aguirre es uno de ellos. Y espero no palmarla sin haber visto esa novela traducida al euskera por Bernardo Atxaga. Me lo juró allá en Ámsterdam, entre gentes rubias que parecían marcianos y que nunca podrían escribir un libro como ése.
24 de septiembre de 1995
--------------
Comprar el libro La aventura equinoccial de Lope de Aguirre
Sender es el premio Nobel que debió ser y no fue. El gran novelista español de nuestra mitad de siglo, que retrató como nadie el alma bronca y dura de esta España a la que comprendió tan bien como amó. Intelectual de izquierdas, encarcelado por Primo de Rivera, luchó en el bando republicano y vivió el exilio. Llevaba todas las papeletas para ser elevado a los altares del muy bueno lo tuyo, pero ni los unos ni los otros ni los de siempre le perdonaron nunca su independencia, su testarudez oscense, su anticomunismo, sus universidades norteamericanas. Si hubiera sido paniaguado de moros o cristianos, esgrimible como bandera, cofrade de morro y trinque o compañero de cama, habríamos tenido Ramón J. Sender hasta en la sopa. Pero ya ven. En la España que nos ocupa, los alumnos de Literatura no saben ni quién es. Y sin embargo, ese hombre cuya obra resulta casi imposible encontrar hoy en las librerías escribió La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, Míster Witt en el cantón, Rizando, Crónica del alba. Literatura de verdad, no ejercicios de caradura para que se los jalee a uno la claque de los compadres. Obras maestras que retratan España y a los españoles, nuestra historia hermosa y desgraciada, nuestra soberbia y nuestra cainita condición humana.
Aquella noche, apoyados en la barra del bar guiri, Bernardo Atxaga y el arriba firmante coincidimos en que leer La aventura equinoccial de Lope de Aguirre es entender no sólo el problema del País Vasco, sino el problema de todos los países que forman las Españas de nuestra España. Nadie como Ramón J. Sender ha sabido clavar el retrato de ese fulano menudo, duro, reseco, con mala leche, que anda cojeando de viejas heridas, con la cota de malla y las armas encima a pesar del calor, porque no se fía ni de su sombra. Que degüella por si acaso, que alberga viejos resentimientos que no olvida, atormentado por su orgullo, siempre en el difuso límite donde el azar te convierte en héroe, como a Cortés, o en villano criminal como al propio Aguirre: todo depende del naipe. Un Lope de Aguirre soberbio, peligroso, violento, suspicaz, presto a la degollina como sus primos almogávares de Bizancio -«disperta ferro, que huele a cordobán»-. Y está esa carta tremenda que Aguirre le escribe a su rey, al lejano rey Felipe de la lejana España: rey ingrato, te serví y mira el pago, y oye, rey, tú matas más que yo, pero yo me mancho de sangre y tú empleas alguaciles, escribanos y jueces para tener las manos limpias, Aguirre reniega de España y su monarca y eso lo hace aún más español, en ese rasgo genial que consiste precisamente en no querer serlo. Gesta heroica que degenera en locura de sangre y de soberbia, tan de aquí, donde basta un quítame esas pajas, una asonada, un trasvase, para acuchillarse en calles y plazas; donde hombres desesperados, engañados durante siglos por reyes y por validos, persiguen el sueño de un Dorado que los haga libres y calme la sed de justicia, el ansia de venganza que llevan en los ojos y en la sangre.
Hay libros mágicos que ayudan a reconocerse y, por tanto, a comprender. La aventura equinoccial de Lope de Aguirre es uno de ellos. Y espero no palmarla sin haber visto esa novela traducida al euskera por Bernardo Atxaga. Me lo juró allá en Ámsterdam, entre gentes rubias que parecían marcianos y que nunca podrían escribir un libro como ése.
24 de septiembre de 1995
--------------
Comprar el libro La aventura equinoccial de Lope de Aguirre