domingo, 17 de septiembre de 1995

Y al sur, con el moro


Esto de que, por razones técnicas, la página haya que escribirla dos semanas antes de su publicación, lo descoloca a uno. El arriba firmante ignora, verbigracia, si cuando esto aparezca se habrán reanudado las conversaciones pesqueras con Marruecos, o si la infantería de marina del reino alauita habrá desembarcado ya en las playas de Tarifa mientras el ministro Atienza -he averiguado el apellido, por fin- se pega un tiro en el bunker del Ministerio y su colega Solana asegura en Bruselas, para el Telediario, que todo está bajo control, como en Bosnia.

Para España, Marruecos ha sido siempre una puñalada en la ingle que, a menudo, interesa de pronóstico grave la femoral. La cuestión norteafricana, el Gurugú, el Barranco del Lobo, Annual, Monte Armit, Ifni, la incompetencia de generales analfabetos y políticos sin escrúpulos, o viceversa, nos marcaron a base de bien. En contra de lo que en los últimos veinte años tanto demagogo y tanto cantamañanas se ha empeñado en hacernos creer, el espacio natural español no era esa Europa de individuos rubios a los que ahora llevamos sonrientes el botijo tras matar nuestras vacas y arrancar nuestras vides; sino Hispanoamérica, de una parte, y el norte de África, de la otra. Aunque, a estas alturas, al asunto pueda aplicársele el zorrilleseo lamento de don Luis Mejías, que en paz descanse: «Donjuán, yo la amaba, sí/ mas con lo que habéis osado/ imposible la hais dejado/ para vos, y para mí».

Respecto a Marruecos, echarle un vistazo a los libros de Historia produce depresión aguda. Es increíble cómo, sometidos a un régimen feudal, privados de buen número de libertades, teóricamente inferiores en cuanto a capacidad económica, militar, e influencia internacional, los marroquíes han ido venciendo en todos y cada uno de sus conflictos con España (el último pulso que les ganamos fue la expulsión de los moriscos). Son duros de pelar, valientes, apuestan fuerte dejándose la piel en todo, tienen una de las más exquisitas diplomacias del mundo, y Hassan II posee una tenacidad, una astucia y un coraje fuera de lo común. A todo eso, España se limitó siempre a oponer mulas de varas que nos costalean cinco mil soldaditos muertos cada vez, o negociadores pasteleros, mangantes y flojos de vareta que se ponían a tartamudear, y lo siguen haciendo, en cuanto un negociador marroquí los mira a los ojos y dice: tres con las que tú llevas.

La diplomacia marroquí no es como la nuestra, convertida en un coro de palmeros finos con corbata, capaces de vender la virginidad de sus hermanas por una son risita de Helmut Kohl, que se pasan el día pidiendo perdón y dando las gracias porque les dejan llamarse europeos en una Europa, hay que fastidiarse, que nació precisamente contra España cuando ésta los tenía a todos agarrados por salva sea la parte. Los fulanos de Rabat saben cuál es su espacio natural, y llevan siglos estudiando a aquel con quien se juegan los cuartos. Conocen nuestras debilidades y flaquezas, y en qué momento apretar. Son arrogantes cuando hay que serlo, flexibles cuando les conviene. Saben que España tiene relativa capacidad para hacerles la puñeta, pero intereses en Marruecos y gobernantes con mala conciencia, timoratos y mierdecillas incapaces de sostener un órdago hasta el final. Así que nos llevan de culo. El Sahara se lo autoadjudicaron por las bravas cuando agonizaba Franco. Se hicieron con Guinea Ecuatorial -la guardia personal de Obiang es marroquí- mientras los tiñalpas de la UCD se la cogían con papel de fumar. Ahora, el caos de González y sus euromariachis los envalentona para llevar al desguace la flota pesquera española. Y Sebta y Mililia siguen llamándose de otra manera porque ésa es una jugada a largo plazo, y también porque allí aún nos queda gente como mi viejo compadre Manolo Céspedes, el último virrey español, que es un pirata beréber más moro que el kifi, y torea como nadie en un palmo de terreno.

Personalmente, el arriba firmante ya ha escrito que le gusta el aceite de oliva y se encuentra más cerca de un marroquí que de un austríaco, y si me apuran, de un francés. Así que excúsenme los pescadores españoles, pero no puedo reprocharle al moro Muza que crea en su país y luche por él. Ojalá (expresión árabe, por cierto) aquí hiciéramos lo mismo. La culpa no es de Marruecos, sino de nuestros mantecas blandas incapaces de jugar bien sus cartas, y dar puñetazos sobre la mesa cuando pueden y deben darse. Por eso, en vez de tanto máster en Bruselas o en Washington, tanta murga comunitaria y tanta leche, lo que uno recomendaría a la diplomacia española son unos humildes cursillos de formación profesional en Marruecos. A ver si allí aprendíamos a tener dignidad, a tener coraje y a tener vergüenza.

17 de septiembre de 1995

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