Ocurrió hace unos días, en un conocido restaurante de esos de toda la vida, con mucho lujo y tenedores, donde tienen el cinismo de cobrarte mil doscientas pesetas por unos huevos fritos con morcilla. Era una comida de trabajo y estábamos preocupados porque el organizador no había tenido tiempo de reservar mesa, y aquello solía estar de bote en bote. Llegamos a las tres y cuarto, mas para nuestra sorpresa no había ni un alma. La entrada fue como el Santo Advenimiento: los camareros parecieron despertar de pronto para tirarse en plancha a nuestro paso, toda cordialidad y sonrisas. Y un detalle: cuando una de las damas se quitó el abrigo y volvió a ponérselo porque tenía frío, la encargada -elegante, falda corta y medias negras, muy profesional y siempre al quite- acudió solícita, para disculparse porque acababan de encender la calefacción hacía sólo unos minutos. Es decir, a nuestra llegada.
No es una anécdota. Cualquiera a quien su trabajo lleve a visitar de vez en cuando cierto tipo de restaurantes, conoce la crisis que les está sacudiendo en mitad de la cresta. Mientras que hace sólo un par de años era preciso reservar con mucha antelación, ahora uno puede dejarse caer por cualquier sitio con la certeza casi absoluta de que dispondrá de las mejores mesas. Eso, naturalmente, siempre y cuando siga dispuesto a pagar las atroces cifras que, con crisis o sin ella, los citados locales siguen escribiendo, contumaces hasta el suicidio, en el margen derecho de su infame carta de precios.
Lo de la crisis, y los parados, y todo eso, no es un cuento chino. Hay crisis de verdad, crisis general en la economía de los españoles, aunque sólo la aceptemos de boquilla y sigamos empeñados en vivir a todo trapo, a base de rebotar letras y hacer juegos malabares con el final de mes y la familia. Hay crisis, pero bloqueamos las carreteras con los Audis y los Bemeuves y los Opeles en todos y cada uno de los trescientos puentes anuales que se hacen en este país de irresponsables, y formamos colas en los grandes almacenes, en las gasolineras, en el día de los Enamorados -permitan que me chotee con las efemérides-, en las compras de Navidad, en los viajes a Estambul todo incluido en paquete turístico, en la tapadera Jurásica o en cualquier otra película de moda que Hollywood y sus sicarios locales hayan decidido obligarnos a ver, por el morro, este invierno. Pero esos signos externos son falaces. El peón del tablero, quien no tiene otro remedio que bailar con la música que le tocan, sabe que hay crisis. Lo sabe en primera persona de indicativo mientras oye tocar a degüello alrededor, en el puesto de trabajo ajeno o en el propio, cada vez más claro y más cerca. Pero sigue intentando vivir como si nada, empeñado en emular a los alfiles, los caballos y las torres tal y como aparecen, o cree verlos aparecer, en las revistas ilustradas y en los anuncios de la tele.
Y mientras tanto, los reyes y las reinas, los que dirigen de verdad el juego, han ordenado a sus administradores, a sus directores generales y a sus machacas, entre despido y despido, recortar gastos y dejarse de tanta comida y tanto gasto absurdo. Y cuando en este país que vive para que lo vean, para pintarla en el fin de semana, para envidiar y ser envidiado, las empresas les dicen a sus altos ejecutivos que la tarjeta oro ni tocarla, es que las campanas doblan a muerto. Y que además doblan en serio.
De todos modos, lo de los restaurantes caros sólo viene a cuento como anécdota significativa, no porque sus problemas vayan a quitarnos especialmente el sueño. Porque una cosa es lamentar los apuros económicos del comercio en general, sobre todo de los pequeños industriales que, acosados por todas partes, se ven obligados a cerrar, y otra muy distinta solidarizarse con la crisis de los templos gastronómicos de muchos tenedores, esos que a veces tienen al lado otro más modesto, de la misma empresa, para que puedan comer los chóferes de sus clientes. Los que durante años fueron un excelente negocio, merced a la estupidez y el esnobismo de quienes podían permitirse, con cargo a la empresa, pagar cuatro mil pesetas por un lenguado y veinte mil por una botella de vino. Los restaurantes que convirtieron ese sector de la hostelería española en uno de los más caros de Europa y que han conseguido, con tanto estirar la cuerda, retorcerle el pescuezo a la gallina de los huevos de oro.
Si tan mal les va, que bajen los precios. Y si no, que las mil doscientas por esos huevos fritos las pague su padre.
30 de enero de 1994
No es una anécdota. Cualquiera a quien su trabajo lleve a visitar de vez en cuando cierto tipo de restaurantes, conoce la crisis que les está sacudiendo en mitad de la cresta. Mientras que hace sólo un par de años era preciso reservar con mucha antelación, ahora uno puede dejarse caer por cualquier sitio con la certeza casi absoluta de que dispondrá de las mejores mesas. Eso, naturalmente, siempre y cuando siga dispuesto a pagar las atroces cifras que, con crisis o sin ella, los citados locales siguen escribiendo, contumaces hasta el suicidio, en el margen derecho de su infame carta de precios.
Lo de la crisis, y los parados, y todo eso, no es un cuento chino. Hay crisis de verdad, crisis general en la economía de los españoles, aunque sólo la aceptemos de boquilla y sigamos empeñados en vivir a todo trapo, a base de rebotar letras y hacer juegos malabares con el final de mes y la familia. Hay crisis, pero bloqueamos las carreteras con los Audis y los Bemeuves y los Opeles en todos y cada uno de los trescientos puentes anuales que se hacen en este país de irresponsables, y formamos colas en los grandes almacenes, en las gasolineras, en el día de los Enamorados -permitan que me chotee con las efemérides-, en las compras de Navidad, en los viajes a Estambul todo incluido en paquete turístico, en la tapadera Jurásica o en cualquier otra película de moda que Hollywood y sus sicarios locales hayan decidido obligarnos a ver, por el morro, este invierno. Pero esos signos externos son falaces. El peón del tablero, quien no tiene otro remedio que bailar con la música que le tocan, sabe que hay crisis. Lo sabe en primera persona de indicativo mientras oye tocar a degüello alrededor, en el puesto de trabajo ajeno o en el propio, cada vez más claro y más cerca. Pero sigue intentando vivir como si nada, empeñado en emular a los alfiles, los caballos y las torres tal y como aparecen, o cree verlos aparecer, en las revistas ilustradas y en los anuncios de la tele.
Y mientras tanto, los reyes y las reinas, los que dirigen de verdad el juego, han ordenado a sus administradores, a sus directores generales y a sus machacas, entre despido y despido, recortar gastos y dejarse de tanta comida y tanto gasto absurdo. Y cuando en este país que vive para que lo vean, para pintarla en el fin de semana, para envidiar y ser envidiado, las empresas les dicen a sus altos ejecutivos que la tarjeta oro ni tocarla, es que las campanas doblan a muerto. Y que además doblan en serio.
De todos modos, lo de los restaurantes caros sólo viene a cuento como anécdota significativa, no porque sus problemas vayan a quitarnos especialmente el sueño. Porque una cosa es lamentar los apuros económicos del comercio en general, sobre todo de los pequeños industriales que, acosados por todas partes, se ven obligados a cerrar, y otra muy distinta solidarizarse con la crisis de los templos gastronómicos de muchos tenedores, esos que a veces tienen al lado otro más modesto, de la misma empresa, para que puedan comer los chóferes de sus clientes. Los que durante años fueron un excelente negocio, merced a la estupidez y el esnobismo de quienes podían permitirse, con cargo a la empresa, pagar cuatro mil pesetas por un lenguado y veinte mil por una botella de vino. Los restaurantes que convirtieron ese sector de la hostelería española en uno de los más caros de Europa y que han conseguido, con tanto estirar la cuerda, retorcerle el pescuezo a la gallina de los huevos de oro.
Si tan mal les va, que bajen los precios. Y si no, que las mil doscientas por esos huevos fritos las pague su padre.
30 de enero de 1994