domingo, 30 de enero de 1994

Matar la gallina


Ocurrió hace unos días, en un conocido restaurante de esos de toda la vida, con mucho lujo y tenedores, donde tienen el cinismo de cobrarte mil doscientas pesetas por unos huevos fritos con morcilla. Era una comida de trabajo y estábamos preocupados porque el organizador no había tenido tiempo de reservar mesa, y aquello solía estar de bote en bote. Llegamos a las tres y cuarto, mas para nuestra sorpresa no había ni un alma. La entrada fue como el Santo Advenimiento: los camareros parecieron despertar de pronto para tirarse en plancha a nuestro paso, toda cordialidad y sonrisas. Y un detalle: cuando una de las damas se quitó el abrigo y volvió a ponérselo porque tenía frío, la encargada -elegante, falda corta y medias negras, muy profesional y siempre al quite- acudió solícita, para disculparse porque acababan de encender la calefacción hacía sólo unos minutos. Es decir, a nuestra llegada.

No es una anécdota. Cualquiera a quien su trabajo lleve a visitar de vez en cuando cierto tipo de restaurantes, conoce la crisis que les está sacudiendo en mitad de la cresta. Mientras que hace sólo un par de años era preciso reservar con mucha antelación, ahora uno puede dejarse caer por cualquier sitio con la certeza casi absoluta de que dispondrá de las mejores mesas. Eso, naturalmente, siempre y cuando siga dispuesto a pagar las atroces cifras que, con crisis o sin ella, los citados locales siguen escribiendo, contumaces hasta el suicidio, en el margen derecho de su infame carta de precios.

Lo de la crisis, y los parados, y todo eso, no es un cuento chino. Hay crisis de verdad, crisis general en la economía de los españoles, aunque sólo la aceptemos de boquilla y sigamos empeñados en vivir a todo trapo, a base de rebotar letras y hacer juegos malabares con el final de mes y la familia. Hay crisis, pero bloqueamos las carreteras con los Audis y los Bemeuves y los Opeles en todos y cada uno de los trescientos puentes anuales que se hacen en este país de irresponsables, y formamos colas en los grandes almacenes, en las gasolineras, en el día de los Enamorados -permitan que me chotee con las efemérides-, en las compras de Navidad, en los viajes a Estambul todo incluido en paquete turístico, en la tapadera Jurásica o en cualquier otra película de moda que Hollywood y sus sicarios locales hayan decidido obligarnos a ver, por el morro, este invierno. Pero esos signos externos son falaces. El peón del tablero, quien no tiene otro remedio que bailar con la música que le tocan, sabe que hay crisis. Lo sabe en primera persona de indicativo mientras oye tocar a degüello alrededor, en el puesto de trabajo ajeno o en el propio, cada vez más claro y más cerca. Pero sigue intentando vivir como si nada, empeñado en emular a los alfiles, los caballos y las torres tal y como aparecen, o cree verlos aparecer, en las revistas ilustradas y en los anuncios de la tele.

Y mientras tanto, los reyes y las reinas, los que dirigen de verdad el juego, han ordenado a sus administradores, a sus directores generales y a sus machacas, entre despido y despido, recortar gastos y dejarse de tanta comida y tanto gasto absurdo. Y cuando en este país que vive para que lo vean, para pintarla en el fin de semana, para envidiar y ser envidiado, las empresas les dicen a sus altos ejecutivos que la tarjeta oro ni tocarla, es que las campanas doblan a muerto. Y que además doblan en serio.

De todos modos, lo de los restaurantes caros sólo viene a cuento como anécdota significativa, no porque sus problemas vayan a quitarnos especialmente el sueño. Porque una cosa es lamentar los apuros económicos del comercio en general, sobre todo de los pequeños industriales que, acosados por todas partes, se ven obligados a cerrar, y otra muy distinta solidarizarse con la crisis de los templos gastronómicos de muchos tenedores, esos que a veces tienen al lado otro más modesto, de la misma empresa, para que puedan comer los chóferes de sus clientes. Los que durante años fueron un excelente negocio, merced a la estupidez y el esnobismo de quienes podían permitirse, con cargo a la empresa, pagar cuatro mil pesetas por un lenguado y veinte mil por una botella de vino. Los restaurantes que convirtieron ese sector de la hostelería española en uno de los más caros de Europa y que han conseguido, con tanto estirar la cuerda, retorcerle el pescuezo a la gallina de los huevos de oro.

Si tan mal les va, que bajen los precios. Y si no, que las mil doscientas por esos huevos fritos las pague su padre.

30 de enero de 1994

domingo, 23 de enero de 1994

Los nuevos padrinos


He de confesar que me caían bien. Al principio llegué a atribuirles una especie de halo romántico, ya saben, hombres intrépidos al margen de la ley, burlando las tasas fiscales y la legislación establecida. Algunos de ellos se convirtieron en amigos míos, y era emocionante salir a cazarlos en noches sin luna con las turbolanchas o el helicóptero del Servicio de Vigilancia Aduanera por la bahía de Algeciras o las rías gallegas, conociendo, a menudo, los rostros y la vida de quienes pilotaban las pequeñas planeadoras que nos cegaban con el aguaje de su estela a cuarenta nudos sobre el mar.

Resultaba imposible evitar cierta retorcida admiración por su imagen de proscritos, o su valor. Eran como los herederos de aquella casta de hombres morenos de sol y mar, los contrabandistas de coplas y leyenda. Me hacía gracia su forma de vida, sus peculiares relaciones y el mutuo respeto que se detectaba entre ellos y sus adversarios de la Benemérita y de las lanchas fiscales. A fin de cuentas se trataba de matar el paro y el hambre dándoles una dentellada a los impuestos del Estado, que en sitios dejados de la mano de Dios no adopta la imagen de padre, sino de enemigo. Después de todo, se trataba de tabaco.

Pero de aquello hace diez años, y los tiempos han cambiado. Donde cabía una caja de rubio americano, cupieron muchos kilos de hachís y ahora cabe una fortuna en cocaína. Algunos, los más avispados o con menos escrúpulos, lo descubrieron pronto. Poco a poco todo se hizo más turbio, más sucio. Ya no eran familias que se buscaban la vida, sino traficantes en busca de amasar una fortuna. Ni siquiera daban ellos la cara, sino jóvenes mercenarios sin nada que perder y todo por ganar.

En las rías gallegas, el silencio de los bares se hizo hostil. En el campo de Gibraltar dejó de sonar la guitarra de la copla, y los viejos contrabandistas se bebieron el último carajillo con los viejos guardias civiles que los habían combatido y comprendido a un tiempo. Y llegó una nueva generación, y empezaron a circular los Porsches y los Mercedes con alerón deportivo y cristales tintados, y a los pueblos que habían vivido del contrabando con dignidad empezó a pudrírseles el alma.

Ahora, a pesar de las Nécoras y los Bogavantes, son ellos quienes mandan, o están en camino de serlo. Ahora son ellos quienes reparten dinero, dispensan favores, se ganan las voluntades y, poco a poco, tejen la tela de araña de los servicios mutuos y la interdependencia que es la madre de todas las mafias que en el mundo han sido. Ahora son ellos quienes compran las mejores casas, quienes blanquean el dinero en negocios de fachada respetable, quienes mandan a sus hijos a los mejores colegios para que de mayores sean abogados economistas, conozcan todos los trucos del oficio, y sigan imponiendo, a base de tener a sueldo a la escoria de la navaja y la paliza fácil, su ley ante la impotencia o la pasividad cobarde, interesada o cómplice, de no pocas fuerzas vivas locales.

Porque eso de las fuerzas vivas tiene su tela. Molestaban al principio sus aires de analfabetos ascendidos a nuevos ricos, sus mujeres de chándal, tacones y joyas caras, que iban a la compra del supermercado con el Bemeuve nuevo de trinca y sus Vanesas y Jonatanes cayéndoseles los mocos. Que si dónde vamos a parar, se decían de tienda a tienda. Quién ha visto a esta chusma y quién la ve, apedreando a los guardias y sin ningún respeto a la autoridad ni a la decencia. Y con esos aires que se dan en la peluquería, ellas que no saben ni deletrear el Diez Minutos.

Pero después llegó la crisis, y resulta que los clientes que tenían viruta de verdad, al contado, eran ellos. Y de pronto todo fueron pase usted por aquí, y sonrisas de directores de sucursal bancaria, y palmaditas en la espalda, y los gremios de comerciantes locales mirando para otro lado y poniendo el cazo. Y los vendedores de coches y de fuerabordas doblando el espinazo como si acabaran de ponerles bisagras en el lomo. Y ciertos prohombres y padres de la patria locales, por eso del paro, y los votos, haciendo la vista gorda y dando cuartelillo, y denunciando las pérfidas campañas de prensa contra la pacífica comunidad local, e insinuándoles a los delegados del Gobierno y a la Guardia Civil que, bueno, que vive y deja vivir. Que donde se mueve dinero, la economía funciona y mejor no meneallo.

Mientras tanto en las playas, con cajas de Winston vacías, los críos juegan a contrabandistas y guardias. Y ninguno, salvo el tonto del pueblo, quiere ser guardia.

23 de enero de 1994

domingo, 16 de enero de 1994

Los Balcanes


Nunca intento explicarlo. Quizá porque soy, ante todo, un reportero, y resulta más fácil narrar hechos que analizarlos. Ya saben: aquí una bomba, aquí un muerto, aquí un hijo de la gran puta. Lo que pasa es que estoy cansado de que me lo pregunten y poner cara de ignorancia mientras encojo los hombros, como si eludiera la responsabilidad.

Imagino que, en el fondo, lo que ocurre es que no llego a diferenciar esta guerra de las otras, porque en realidad es la misma barbarie. Desde Troya a Mostar, o Sarajevo, siempre se trata de la misma guerra. Cuando lo de Troya yo era todavía muy joven, pero en los últimos veinte años he visto unas cuantas. No sé qué les contarán otros. Pero yo estaba allí, y les juro que siempre es la misma.

Los Balcanes fueron zona de frontera. En ese lugar estaba la línea de confrontación entre los imperios austrohúngaro y turco, y las poblaciones de uno y otro lado fueron, durante siglos, verdugos y víctimas en las diversas tragedias que deparó la Historia. Soldados y funcionarios imperiales, fugitivos que se refugiaban en el otro lado, musulmanes cristianizados, cristianos islamizados. Eran guerras a la manera clásica, con esa escuela oriental siempre eficaz y devastadora: represalias, pueblos pasados a cuchillo, mujeres violadas, cosechas incendiadas. Ya saben. Lo han visto en las películas y lo recordarían ustedes —aquí también lo hubo— de no ser porque el paso del tiempo cerró heridas que allí, en la extinta Yugoslavia, sangran todavía. Al fin y al cabo, hace sólo cien años Sarajevo era todavía turco.

Quizás ahí esté la madre del cordero. En Europa, las hogueras de la Inquisición, la toma de Granada, el tributo de las cien doncellas, la noche de San Bartolomé, la conjura de los Boyardos, Crécy, Waterloo, los náufragos de la Invencible asesinados en las costas de Irlanda, el dos de Mayo, son asuntos lejanos, tamizados por el tiempo, asumidos como parte de un pasado que ya no tiene vínculo físico con el presente.

El actual hombre europeo, bien porque comprende la Historia o bien porque la ignora, no suele respirar por heridas abiertas. Pero en los Balcanes la memoria es más reciente. Los bisabuelos de quienes ahora combaten, aún se acuchillaban en nombre de la Sublime Puerta o de la Viena imperial. La cuestión serbia encendió la Primera Guerra Mundial, y durante la Segunda, las atrocidades de ustachis croatas por una parte, y de chetniks serbios por otra, dejaron bien fresca una tradición de agravios y de sangre. No es casual que en esa tierra, incluso antes de la guerra -de esta guerra-, las mujeres fueran tristes y los hombres tuviesen ya muy mala leche.

Pero hay que entenderlos. Después de todo, cada familia cuenta con un bisabuelo degollado por los turcos, un abuelo muerto en las trincheras de 1917, un padre fusilado por los nazis, la ustacha, los chetniks o los partisanos. Y desde hace tres años, a eso hay que sumarle una hermana violada por los serbios en Vukovar, un hijo torturado por los croatas en Mostar, un primo hecho filetes por los musulmanes en Gorni Vakuf.

Y ése es el problema. Que allí cada fulano lo tiene todo muy fresco, muy reciente. Por eso los Balcanes entraron teñidos en sangre en el siglo XX y entrarán del mismo modo en el XXI. El nacionalismo serbio, todos esos intelectuales que ahora pretenden lavarse las manos tras parir criminales como Milosevic y Karadzic, manipularon esos fantasmas para enfrentar entre sí a un país que no deseaba la guerra y que, a pesar de ello, fue empujado a hacerla a sangre y fuego. Los métodos más sucios fueron impuestos en práctica, ante la pasividad cómplice de una Europa incapaz de dar un puñetazo a tiempo sobre la mesa y frenar la barbarie. Esa diplomacia europea sin pudor y sin redaños, gratificando la agresión serbia con la impunidad, hizo que primero croatas y después musulmanes bosnios se subieran al carro de la limpieza étnica y el degüello. Puesto que la canallada es rentable, se dijeron, seamos canallas antes que víctimas.

Por eso los Balcanes están anegados en la sangre y en la mierda, y van a seguir estándolo mucho tiempo. Esa es la causa de que uno sienta tanto malestar y tanta vergüenza cada vez que se ve en la necesidad de explicar el tema. Respecto a los Balcanes, prefiero ser reportero y limitarme a contar lo que pasa. Mejor eso que analista lúcido y desengañado. O que ministro de exteriores comunitario, camuflando el cobarde fracaso de Europa con risitas idiotas y absurdos mensajes de esperanza.

16 de enero de 1994

domingo, 9 de enero de 1994

Conozco al asesino

Es rubio, con ojos claros, bien parecido. Tiene nueve años y es muy posible que su padre, un querido y viejo amigo, me retire el saludo después de leer esta página. La última vez que lo vi -al hijo- estaba arrodillado sobre la alfombra, con el mando de la videoconsola en la mano, pendiente de la pantalla del monitor como si le fuera la vida en ello. Y estoy seguro de que, para su percepción del mundo exterior, lo que le iba en ello era, sin duda, la vida.

Jugaba serio, concentrado, prieta la mandíbula, con un rictus de tensión acumulada que de vez en cuando liberaba con una inclinación de hombros, hacia adelante, coincidiendo con la pulsación de cada disparo. Me impresionó la seriedad, la concentración profunda con la que encaraba el juego. Pero sobre todo me impresionaron sus ojos. Tenían una expresión helada, fija; una determinación homicida que ni siquiera se alteraba cuando, en la pantalla del monitor, un enemigo saltaba en pedazos. Realizaba su labor de exterminio con sistemática aplicación, y ésta no parecía responder al placer de jugar, sino a un impulso interior, a una necesidad más oscura y profunda.

En la pantalla, siguiendo los mandatos electrónicos que el niño le enviaba, el trasunto virtual del pequeño luchador, una especie de Rambo cruzado con guerrero ninja, daba saltitos por un estrecho túnel lleno de trampas mortales, esquivaba barriles que rodaban hacia él, disparaba con un arma contra enemigos que brotaban de innumerables puertas, lanzaba patadas y golpes de kárate contra sus enemigos al compás de una música monótona y obsesiva, una especie de tirurirulí que se aceleraba en los momentos de peligro y bajo cuya cadencia el niño inclinaba más los hombros y disparaba con mayor celeridad, con letal eficacia.

Lo estuve mirando largo rato, fascinado por la situación. Recuerdo que en un aeropuerto, observando a una especie de energúmeno corpulento de cinco o seis años, pelo cortado a cepillo, cuello de toro y manos como pequeños jamones, que empujaba haciendo caer al suelo una y otra vez a un hermano algo más pequeño, me dije que algunos tiernos infantes ya anuncian, desde niños, la futura mala bestia que serán con el paso del tiempo. Pero si en el pequeño monstruo italiano -el aeropuerto era el de Roma- el anuncio era de simple, directa brutalidad, el caso del hijo de mi amigo y su videoconsola resultaba más inquietante. En su gesto obstinado, en el pulso firme con que pulverizaba cualquier obstáculo que se interpusiera en la pantalla, no había pasión, ni odio. Ni siquiera brutalidad. Apretaba el gatillo, los botones del mando, y mataba -eliminaba electrónicamente- con tan intensa concentración, que me pregunté si para él habría diferencia entre el mundo ficticio de la pantalla y el mundo real en que respiraba.

Se lo hice notar a mi amigo. «Tienes un exterminador nato», le dije. Respondió casi halagado, con una broma, y ambos seguimos observando al crío que continuaba su juego ajeno a nosotros y a cuanto le rodeaba. Pero al cabo de un instante vi que el padre encendía un cigarrillo y me miraba de soslayo, incómodo.

Me pregunté qué ocurriría si en ese instante pusieran un arma real en las manos del niño y le dijesen: «Adelante, continúa. Es sólo un juego». Ahora que la guerra se lleva a cabo por control remoto y medios electrónicos, si sentaran a niños ante pantallas de ordenador y los invitasen a disparar sobre tanques, aviones y hombres de verdad, es muy probable que los jovencísimos artilleros no fuesen capaces de notar la diferencia. Resulta extraño que en estos tiempos de eficacia y bajos costos, a nadie se le haya ocurrido todavía utilizar a niños para operar ordenadores en la guerra real, pues su capacidad de reflejos y de aprendizaje los hace superiores a los adultos en el manejo de este tipo de armas. Aunque todo llegará, sin duda. Por muy estremecedor que sea, todo llega.

Reflexionaba sobre eso cuando de pronto, en la pantalla del monitor, el pequeño Rambo mezclado de ninja cometió un error, o quizá lo cometió el niño que manejaba los mandos de la videoconsola. El caso es que el héroe electrónico fue pulverizado a su vez, y el tirurirulí de la música se transformó en una melodía fúnebre. Entonces el niño crispó las manos sobre el mando y lo arrojó al suelo, sobre la alfombra, mientras sus ojos inexpresivos, claros y fríos se levantaban hacia su padre y hacia mí, como si buscaran un responsable.

Y yo pensé: hoy he visto a un asesino.

9 de enero de 1994

domingo, 2 de enero de 1994

Carta a un imbécil

Querido imbécil: No llegarás a comerte las próximas uvas, porque de aquí a un año estarás muerto. Y cuando digo muerto quiero decir muerto de verdad, criando malvas para los restos. No palmarás, te lo comunico, de forma heroica, ni útil, ni siquiera natural. Habrás fallecido estúpidamente, a ciento ochenta y en un cambio de rasante, o una curva, justo cuando pongas para ti mismo cara de duro de película y des gas, intrépido, jaleado por música imaginaria o real, creyéndote el rey del mambo.

Lo peor del asunto, discúlpame, no será tu pellejo; que al fin y al cabo -salvo para ti mismo y algún familiar- no valdrá gran cosa al precio a que lo vas a vender. Lo malo es que te llevarás por delante, quizás, a gente que ningún interés tiene en acompañarte en el viaje: acompañantes incautos, la familia que vaya de vacaciones en el coche opuesto, el peatón, el camionero que trabaja para ganarse la vida. Sería más práctico y más limpio, ya puestos a eso, que acelerases hasta doscientos y te estamparas en bajorrelieve contra una pared, que es un gesto más íntimo y considerado. Pero sé que no lo harás así, porque en lo tuyo no hay voluntad de hacerte pupita. Cuando llegue será de forma imprevista, y aún tendrás tiempo de poner ojos de esto no me puede ocurrir a mí antes de romperte los cuernos y quedarte, como dicen los clásicos, mirando a Triana para los restos.

Llevo varios años viéndote pasar a mi lado por carreteras y autovías, abonado al carril izquierdo, dándome las luces para que te deje, en el acto, franco el paso. A veces te pegas a un palmo del parachoques trasero, confiando siempre, ante mi posible frenada, en la sólida mecánica de tu sangre fría. En la intrepidez de tu golpe de vista y en el valor helado, sereno, que tanta admiración despierta a tu alrededor y, en especial, en tí mismo. Guapo. Machote. Que eres un virtuoso.

Mira, voy a confiarte un secreto. Somos tan frágiles que te temblarían las manos si lo supieras. Todo cuanto tenemos, que parece tan sólido y tan valioso y tan definitivo, se va al carajo en un soplo, en un segundo, al menor descuido nuestro y al menor guiño del azar, la vida, la condición humana. Basta un insecto, un virus, un trocito de metal en forma de metralla o bala, una gota de agua o aceite sobre el asfalto, un estornudo, una cualquiera de esas bromas pesadas con las que el Universo se complace en pasar el rato, y tú y todo lo que tienes, y todo lo que representas, y todo lo que amas, y todo lo que fuiste, lo que eres y lo que podrías haber sido, se va al diablo y desaparece para siempre sin que vuelva nunca jamás.

Así nos iremos todos, claro. Pero unos se irán antes que otros. Y a ti, querido, te toca en 1994 la papeleta. Claro que a lo mejor me mato yo antes. O a lo mejor me matas tú. Pero yo sé que eso puede ocurrirme cualquier día, en cualquier sitio, porque mi condición es mortal. Mientras que a ti ni siquiera se te ha pasado por la cabeza. Lamento no poder comunicarte las circunstancias exactas en que efectuarás -afortunadamente- tu último adelantamiento. Ignoro si tu nombre quedará sepultado en las estadísticas de operaciones retorno, puentes o fines de semana, o si merecerás tratamiento individual, tal vez con foto de hierros retorcidos y pies asomando bajo una manta -siempre se pierde un zapato, recuerda, no uses calcetines blancos- en las páginas de un diario o, incluso, con suerte, en un informativo de la tele. Pero las circunstancias de tu óbito me traen al fresco. Como ya sabes que no suelo cortarme en esta página, diré que ni siquiera me importas tú. Hay quien afirma que toda vida humana es sagrada, y puede que sea cierto. Pero no resulta menos cierto que ya he visto desaparecer unas cuantas vidas, y que algunas me parecen menos sagradas que otras.

En cuanto a la tuya, y me refiero a tu vida personal e intransferible -salvo que creas en la reencarnación-, allá cada cual si quiere pagar tan caro el dudoso placer de cabalgar caballos de hojalata que devoran a su jinete. Y no vengas con eso del amor al riesgo y el vivir peligrosamente. Conozco a mucha gente que sabe perfectamente, de grado o por fuerza, lo que es riesgo y la vida peligrosa. Gente que sí merece que derramen lágrimas por ella cuando le pican el billete, en lugar de lamentar la desaparición de fulanos como tú; de tipos incapaces de valorar la vida que poseen y que por eso la malgastan. Qué sabrás tú del riesgo, capullo. Y de la muerte. Y de la vida. Que tengas buen viaje.

2 de enero de 1994