Es rubio, con ojos claros, bien parecido. Tiene nueve años y es muy posible que su padre, un querido y viejo amigo, me retire el saludo después de leer esta página. La última vez que lo vi -al hijo- estaba arrodillado sobre la alfombra, con el mando de la videoconsola en la mano, pendiente de la pantalla del monitor como si le fuera la vida en ello. Y estoy seguro de que, para su percepción del mundo exterior, lo que le iba en ello era, sin duda, la vida.
Jugaba serio, concentrado, prieta la mandíbula, con un rictus de tensión acumulada que de vez en cuando liberaba con una inclinación de hombros, hacia adelante, coincidiendo con la pulsación de cada disparo. Me impresionó la seriedad, la concentración profunda con la que encaraba el juego. Pero sobre todo me impresionaron sus ojos. Tenían una expresión helada, fija; una determinación homicida que ni siquiera se alteraba cuando, en la pantalla del monitor, un enemigo saltaba en pedazos. Realizaba su labor de exterminio con sistemática aplicación, y ésta no parecía responder al placer de jugar, sino a un impulso interior, a una necesidad más oscura y profunda.
En la pantalla, siguiendo los mandatos electrónicos que el niño le enviaba, el trasunto virtual del pequeño luchador, una especie de Rambo cruzado con guerrero ninja, daba saltitos por un estrecho túnel lleno de trampas mortales, esquivaba barriles que rodaban hacia él, disparaba con un arma contra enemigos que brotaban de innumerables puertas, lanzaba patadas y golpes de kárate contra sus enemigos al compás de una música monótona y obsesiva, una especie de tirurirulí que se aceleraba en los momentos de peligro y bajo cuya cadencia el niño inclinaba más los hombros y disparaba con mayor celeridad, con letal eficacia.
Lo estuve mirando largo rato, fascinado por la situación. Recuerdo que en un aeropuerto, observando a una especie de energúmeno corpulento de cinco o seis años, pelo cortado a cepillo, cuello de toro y manos como pequeños jamones, que empujaba haciendo caer al suelo una y otra vez a un hermano algo más pequeño, me dije que algunos tiernos infantes ya anuncian, desde niños, la futura mala bestia que serán con el paso del tiempo. Pero si en el pequeño monstruo italiano -el aeropuerto era el de Roma- el anuncio era de simple, directa brutalidad, el caso del hijo de mi amigo y su videoconsola resultaba más inquietante. En su gesto obstinado, en el pulso firme con que pulverizaba cualquier obstáculo que se interpusiera en la pantalla, no había pasión, ni odio. Ni siquiera brutalidad. Apretaba el gatillo, los botones del mando, y mataba -eliminaba electrónicamente- con tan intensa concentración, que me pregunté si para él habría diferencia entre el mundo ficticio de la pantalla y el mundo real en que respiraba.
Se lo hice notar a mi amigo. «Tienes un exterminador nato», le dije. Respondió casi halagado, con una broma, y ambos seguimos observando al crío que continuaba su juego ajeno a nosotros y a cuanto le rodeaba. Pero al cabo de un instante vi que el padre encendía un cigarrillo y me miraba de soslayo, incómodo.
Me pregunté qué ocurriría si en ese instante pusieran un arma real en las manos del niño y le dijesen: «Adelante, continúa. Es sólo un juego». Ahora que la guerra se lleva a cabo por control remoto y medios electrónicos, si sentaran a niños ante pantallas de ordenador y los invitasen a disparar sobre tanques, aviones y hombres de verdad, es muy probable que los jovencísimos artilleros no fuesen capaces de notar la diferencia. Resulta extraño que en estos tiempos de eficacia y bajos costos, a nadie se le haya ocurrido todavía utilizar a niños para operar ordenadores en la guerra real, pues su capacidad de reflejos y de aprendizaje los hace superiores a los adultos en el manejo de este tipo de armas. Aunque todo llegará, sin duda. Por muy estremecedor que sea, todo llega.
Reflexionaba sobre eso cuando de pronto, en la pantalla del monitor, el pequeño Rambo mezclado de ninja cometió un error, o quizá lo cometió el niño que manejaba los mandos de la videoconsola. El caso es que el héroe electrónico fue pulverizado a su vez, y el tirurirulí de la música se transformó en una melodía fúnebre. Entonces el niño crispó las manos sobre el mando y lo arrojó al suelo, sobre la alfombra, mientras sus ojos inexpresivos, claros y fríos se levantaban hacia su padre y hacia mí, como si buscaran un responsable.
Y yo pensé: hoy he visto a un asesino.
9 de enero de 1994
1 comentario:
Estremecedora idea aunque, como sin duda el autor conoce, fue expuesta con todo lujo de detalles en "El Juego de Ender" (Odson Scott-Card).
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