He de confesar que me caían bien. Al principio llegué a atribuirles una especie de halo romántico, ya saben, hombres intrépidos al margen de la ley, burlando las tasas fiscales y la legislación establecida. Algunos de ellos se convirtieron en amigos míos, y era emocionante salir a cazarlos en noches sin luna con las turbolanchas o el helicóptero del Servicio de Vigilancia Aduanera por la bahía de Algeciras o las rías gallegas, conociendo, a menudo, los rostros y la vida de quienes pilotaban las pequeñas planeadoras que nos cegaban con el aguaje de su estela a cuarenta nudos sobre el mar.
Resultaba imposible evitar cierta retorcida admiración por su imagen de proscritos, o su valor. Eran como los herederos de aquella casta de hombres morenos de sol y mar, los contrabandistas de coplas y leyenda. Me hacía gracia su forma de vida, sus peculiares relaciones y el mutuo respeto que se detectaba entre ellos y sus adversarios de la Benemérita y de las lanchas fiscales. A fin de cuentas se trataba de matar el paro y el hambre dándoles una dentellada a los impuestos del Estado, que en sitios dejados de la mano de Dios no adopta la imagen de padre, sino de enemigo. Después de todo, se trataba de tabaco.
Pero de aquello hace diez años, y los tiempos han cambiado. Donde cabía una caja de rubio americano, cupieron muchos kilos de hachís y ahora cabe una fortuna en cocaína. Algunos, los más avispados o con menos escrúpulos, lo descubrieron pronto. Poco a poco todo se hizo más turbio, más sucio. Ya no eran familias que se buscaban la vida, sino traficantes en busca de amasar una fortuna. Ni siquiera daban ellos la cara, sino jóvenes mercenarios sin nada que perder y todo por ganar.
En las rías gallegas, el silencio de los bares se hizo hostil. En el campo de Gibraltar dejó de sonar la guitarra de la copla, y los viejos contrabandistas se bebieron el último carajillo con los viejos guardias civiles que los habían combatido y comprendido a un tiempo. Y llegó una nueva generación, y empezaron a circular los Porsches y los Mercedes con alerón deportivo y cristales tintados, y a los pueblos que habían vivido del contrabando con dignidad empezó a pudrírseles el alma.
Ahora, a pesar de las Nécoras y los Bogavantes, son ellos quienes mandan, o están en camino de serlo. Ahora son ellos quienes reparten dinero, dispensan favores, se ganan las voluntades y, poco a poco, tejen la tela de araña de los servicios mutuos y la interdependencia que es la madre de todas las mafias que en el mundo han sido. Ahora son ellos quienes compran las mejores casas, quienes blanquean el dinero en negocios de fachada respetable, quienes mandan a sus hijos a los mejores colegios para que de mayores sean abogados economistas, conozcan todos los trucos del oficio, y sigan imponiendo, a base de tener a sueldo a la escoria de la navaja y la paliza fácil, su ley ante la impotencia o la pasividad cobarde, interesada o cómplice, de no pocas fuerzas vivas locales.
Porque eso de las fuerzas vivas tiene su tela. Molestaban al principio sus aires de analfabetos ascendidos a nuevos ricos, sus mujeres de chándal, tacones y joyas caras, que iban a la compra del supermercado con el Bemeuve nuevo de trinca y sus Vanesas y Jonatanes cayéndoseles los mocos. Que si dónde vamos a parar, se decían de tienda a tienda. Quién ha visto a esta chusma y quién la ve, apedreando a los guardias y sin ningún respeto a la autoridad ni a la decencia. Y con esos aires que se dan en la peluquería, ellas que no saben ni deletrear el Diez Minutos.
Pero después llegó la crisis, y resulta que los clientes que tenían viruta de verdad, al contado, eran ellos. Y de pronto todo fueron pase usted por aquí, y sonrisas de directores de sucursal bancaria, y palmaditas en la espalda, y los gremios de comerciantes locales mirando para otro lado y poniendo el cazo. Y los vendedores de coches y de fuerabordas doblando el espinazo como si acabaran de ponerles bisagras en el lomo. Y ciertos prohombres y padres de la patria locales, por eso del paro, y los votos, haciendo la vista gorda y dando cuartelillo, y denunciando las pérfidas campañas de prensa contra la pacífica comunidad local, e insinuándoles a los delegados del Gobierno y a la Guardia Civil que, bueno, que vive y deja vivir. Que donde se mueve dinero, la economía funciona y mejor no meneallo.
Mientras tanto en las playas, con cajas de Winston vacías, los críos juegan a contrabandistas y guardias. Y ninguno, salvo el tonto del pueblo, quiere ser guardia.
23 de enero de 1994
Resultaba imposible evitar cierta retorcida admiración por su imagen de proscritos, o su valor. Eran como los herederos de aquella casta de hombres morenos de sol y mar, los contrabandistas de coplas y leyenda. Me hacía gracia su forma de vida, sus peculiares relaciones y el mutuo respeto que se detectaba entre ellos y sus adversarios de la Benemérita y de las lanchas fiscales. A fin de cuentas se trataba de matar el paro y el hambre dándoles una dentellada a los impuestos del Estado, que en sitios dejados de la mano de Dios no adopta la imagen de padre, sino de enemigo. Después de todo, se trataba de tabaco.
Pero de aquello hace diez años, y los tiempos han cambiado. Donde cabía una caja de rubio americano, cupieron muchos kilos de hachís y ahora cabe una fortuna en cocaína. Algunos, los más avispados o con menos escrúpulos, lo descubrieron pronto. Poco a poco todo se hizo más turbio, más sucio. Ya no eran familias que se buscaban la vida, sino traficantes en busca de amasar una fortuna. Ni siquiera daban ellos la cara, sino jóvenes mercenarios sin nada que perder y todo por ganar.
En las rías gallegas, el silencio de los bares se hizo hostil. En el campo de Gibraltar dejó de sonar la guitarra de la copla, y los viejos contrabandistas se bebieron el último carajillo con los viejos guardias civiles que los habían combatido y comprendido a un tiempo. Y llegó una nueva generación, y empezaron a circular los Porsches y los Mercedes con alerón deportivo y cristales tintados, y a los pueblos que habían vivido del contrabando con dignidad empezó a pudrírseles el alma.
Ahora, a pesar de las Nécoras y los Bogavantes, son ellos quienes mandan, o están en camino de serlo. Ahora son ellos quienes reparten dinero, dispensan favores, se ganan las voluntades y, poco a poco, tejen la tela de araña de los servicios mutuos y la interdependencia que es la madre de todas las mafias que en el mundo han sido. Ahora son ellos quienes compran las mejores casas, quienes blanquean el dinero en negocios de fachada respetable, quienes mandan a sus hijos a los mejores colegios para que de mayores sean abogados economistas, conozcan todos los trucos del oficio, y sigan imponiendo, a base de tener a sueldo a la escoria de la navaja y la paliza fácil, su ley ante la impotencia o la pasividad cobarde, interesada o cómplice, de no pocas fuerzas vivas locales.
Porque eso de las fuerzas vivas tiene su tela. Molestaban al principio sus aires de analfabetos ascendidos a nuevos ricos, sus mujeres de chándal, tacones y joyas caras, que iban a la compra del supermercado con el Bemeuve nuevo de trinca y sus Vanesas y Jonatanes cayéndoseles los mocos. Que si dónde vamos a parar, se decían de tienda a tienda. Quién ha visto a esta chusma y quién la ve, apedreando a los guardias y sin ningún respeto a la autoridad ni a la decencia. Y con esos aires que se dan en la peluquería, ellas que no saben ni deletrear el Diez Minutos.
Pero después llegó la crisis, y resulta que los clientes que tenían viruta de verdad, al contado, eran ellos. Y de pronto todo fueron pase usted por aquí, y sonrisas de directores de sucursal bancaria, y palmaditas en la espalda, y los gremios de comerciantes locales mirando para otro lado y poniendo el cazo. Y los vendedores de coches y de fuerabordas doblando el espinazo como si acabaran de ponerles bisagras en el lomo. Y ciertos prohombres y padres de la patria locales, por eso del paro, y los votos, haciendo la vista gorda y dando cuartelillo, y denunciando las pérfidas campañas de prensa contra la pacífica comunidad local, e insinuándoles a los delegados del Gobierno y a la Guardia Civil que, bueno, que vive y deja vivir. Que donde se mueve dinero, la economía funciona y mejor no meneallo.
Mientras tanto en las playas, con cajas de Winston vacías, los críos juegan a contrabandistas y guardias. Y ninguno, salvo el tonto del pueblo, quiere ser guardia.
23 de enero de 1994
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