Salía el arriba firmante por la puerta de llegadas del aeropuerto de Barajas. Confieso que venía de mal humor, porque la jornada era infame. El avión provenía del aeropuerto De Gaulle de París, uno de los más incómodos y con más mala sombra que conozco. Y por mis numerosos pecados, el vuelo era con retraso y en Iberia, lo que intensificaba la crueldad del castigo. Por cierto, ya que viene a cuento la honorable compañía, tengo ganas de llegar un día a Barajas y conseguir bajar a tierra -hace años que no lo consigo- por uno de esos finger o túneles extensibles que te dejan directamente en el interior del aeropuerto, que siempre veo vacíos y muertos de risa, en vez de verme transportado desde el extremo más lejano de las pistas, entre frenazos, en uno de los habituales autobuses de ganado.
Pero a lo que iba. El caso es que en la puerta de llegadas internacionales había taxis. Caminaba yo delante de unas señoras extranjeras, asiáticas, vestida una de ellas con un sari hindú, que cargaban maletas. Para quien ignore los usos de ciertos taxistas madrileños que frecuentan Barajas, resumiré la situación apuntando que mi careto más o menos familiar y mi única bolsa de mano como equipaje, me convertían en cliente poco apetecible -recorrido corto y conocimiento de las tarifas legales- en comparación con la suculenta perspectiva que, a ojos de un taxista desaprensivo, representan dos guiris despistadas, con maletas, que ni conocen las tarifas vigentes ni hablan español.
De no haber ido yo caliente y con prisas, hasta me habría divertido la maniobra. Los ojos del primer taxista se clavaron en las dos viajeras: y cuando me disponía a abordarlo cual me correspondía, el taxista hizo un gesto negativo, señalando el siguiente. Me giré, disciplinado- daba igual un taxi que otro, y justo en ese momento, al volverme, me percaté de la presencia a mi espalda de las dos señoras; así que, por puro reflejo y al verlas cargadas con las maletas, les cedí mi lugar en el segundo taxi que, al parecer, era el primero. En ese momento, el taxista que inicialmente- me había rechazado proclamándose segundo en la fila, cambió de idea y se precipitó a meter en su taxi a las damas. Dudaron éstas, insistí en mi ofrecimiento, se abalanzó el segundo taxista para hacerse con las maletas, protestó el primer taxista, y yo me cagué en sus muertos más frescos. Tras un poco de barullo, las dos guiris se fueron con el segundo taxista, yo tomé un tercero, y el primero se quedó allí mentándome, para no ser menos, a mi santa madre.
—Si le sientan mal las alturas –concluye- no vuele usted.
Yo, arrancando el taxi, le dije que lo que me sentaban mal eran los taxistas, los malas bestias y los sinvergüenzas. Pero fui injusto en el uso de la conjunción copulativa, y pensaba en ello mientras observaba la nuca cabizbaja y malhumorada del tercer hombre que por fin me condujo al centro de la ciudad. Porque en realidad, a pesar de los mañosos de Barajas, los pelmazos que te amenizan el trayecto hablando por radio con los colegas, te copio Mariano y otros diálogos que maldito lo que te importan, o los que conducen coches sucios y mal ventilados que apestan, o insinúan que no tienen cambio cuando sí que lo tienen, o machacan los tímpanos del viajero con el maldito bakalao o el inevitable partido de fútbol, al arriba firmante le caen bien los taxistas. Simpatizo con su trabajo duro, las horas al volante, el aguantar navajeros, pelmazos y todo tipo de caprichos de gente de variado pelaje. Cuando era periodista en lugares incómodos recurrí a ellos con frecuencia, y a veces se convirtieron en mis amigos. Muchas veces los he visto hacer cosas por sus clientes que van mucho más allá de la miserable cantidad que a menudo pagamos por sus servicios: atender con paciencia e interés, suplir con buena voluntad los despistes del pasajero, llevar medicamentos, atender a enfermos, suspender el contador cuando comprenden que han cometido un error que alarga inútilmente el trayecto.
Por eso este fin de semana, tras darle vueltas al asunto, he querido disculparme por mis palabras. Aquella mañana en el aeropuerto me pasé varios pueblos, y lo lamento. No por aquel estúpido ventajista, el primero de la fila, que pretendía elegir viajeros a los que pudiera estafar; sino por el otro, el que por fin me llevó a Madrid, callado y profesional, a quien debí pedir excusas por generalizar y no lo hice. El que, sin duda para darme una lección, se mantuvo en silencio todo el trayecto y sólo al final, entrando ya en Madrid, se inclinó sobre el radiocasette de su coche e hizo sonar las notas de un Allegro giocoso de Brahms.
31 de marzo de 1996
Pero a lo que iba. El caso es que en la puerta de llegadas internacionales había taxis. Caminaba yo delante de unas señoras extranjeras, asiáticas, vestida una de ellas con un sari hindú, que cargaban maletas. Para quien ignore los usos de ciertos taxistas madrileños que frecuentan Barajas, resumiré la situación apuntando que mi careto más o menos familiar y mi única bolsa de mano como equipaje, me convertían en cliente poco apetecible -recorrido corto y conocimiento de las tarifas legales- en comparación con la suculenta perspectiva que, a ojos de un taxista desaprensivo, representan dos guiris despistadas, con maletas, que ni conocen las tarifas vigentes ni hablan español.
De no haber ido yo caliente y con prisas, hasta me habría divertido la maniobra. Los ojos del primer taxista se clavaron en las dos viajeras: y cuando me disponía a abordarlo cual me correspondía, el taxista hizo un gesto negativo, señalando el siguiente. Me giré, disciplinado- daba igual un taxi que otro, y justo en ese momento, al volverme, me percaté de la presencia a mi espalda de las dos señoras; así que, por puro reflejo y al verlas cargadas con las maletas, les cedí mi lugar en el segundo taxi que, al parecer, era el primero. En ese momento, el taxista que inicialmente- me había rechazado proclamándose segundo en la fila, cambió de idea y se precipitó a meter en su taxi a las damas. Dudaron éstas, insistí en mi ofrecimiento, se abalanzó el segundo taxista para hacerse con las maletas, protestó el primer taxista, y yo me cagué en sus muertos más frescos. Tras un poco de barullo, las dos guiris se fueron con el segundo taxista, yo tomé un tercero, y el primero se quedó allí mentándome, para no ser menos, a mi santa madre.
—Si le sientan mal las alturas –concluye- no vuele usted.
Yo, arrancando el taxi, le dije que lo que me sentaban mal eran los taxistas, los malas bestias y los sinvergüenzas. Pero fui injusto en el uso de la conjunción copulativa, y pensaba en ello mientras observaba la nuca cabizbaja y malhumorada del tercer hombre que por fin me condujo al centro de la ciudad. Porque en realidad, a pesar de los mañosos de Barajas, los pelmazos que te amenizan el trayecto hablando por radio con los colegas, te copio Mariano y otros diálogos que maldito lo que te importan, o los que conducen coches sucios y mal ventilados que apestan, o insinúan que no tienen cambio cuando sí que lo tienen, o machacan los tímpanos del viajero con el maldito bakalao o el inevitable partido de fútbol, al arriba firmante le caen bien los taxistas. Simpatizo con su trabajo duro, las horas al volante, el aguantar navajeros, pelmazos y todo tipo de caprichos de gente de variado pelaje. Cuando era periodista en lugares incómodos recurrí a ellos con frecuencia, y a veces se convirtieron en mis amigos. Muchas veces los he visto hacer cosas por sus clientes que van mucho más allá de la miserable cantidad que a menudo pagamos por sus servicios: atender con paciencia e interés, suplir con buena voluntad los despistes del pasajero, llevar medicamentos, atender a enfermos, suspender el contador cuando comprenden que han cometido un error que alarga inútilmente el trayecto.
Por eso este fin de semana, tras darle vueltas al asunto, he querido disculparme por mis palabras. Aquella mañana en el aeropuerto me pasé varios pueblos, y lo lamento. No por aquel estúpido ventajista, el primero de la fila, que pretendía elegir viajeros a los que pudiera estafar; sino por el otro, el que por fin me llevó a Madrid, callado y profesional, a quien debí pedir excusas por generalizar y no lo hice. El que, sin duda para darme una lección, se mantuvo en silencio todo el trayecto y sólo al final, entrando ya en Madrid, se inclinó sobre el radiocasette de su coche e hizo sonar las notas de un Allegro giocoso de Brahms.
31 de marzo de 1996