El hombre cuya intuición literaria más respeto en el mundo se llama Antonio Robles, tiene cuarenta y cinco años y fuma en pipa. Como él mismo suele decir a menudo, la suya es una trayectoria profesional lenta, pero segura: hace treinta años empezó trabajando de botones en la editorial que publica mis novelas, y ahora es ordenanza de la misma. Si vas muy deprisa, argumenta, derrapas en las curvas. Y él no tiene prisa, ni maldita la falta que le hace.
Antonio es uno de los fulanos más singulares que conozco. Es de La Carolina, Jaén, donde pasó la infancia cuidando cerdos, gallinas y cosas así, hasta que la vida lo trajo al rompeolas de las Españas, a buscársela. Uno se lo tropieza por los pasillos de Alfaguara, cargado con cajones de libros, ocupándose del correo, del mantenimiento y toda la parafernalia. Cualquier autor de la casa, incluidas las estrellas extranjeras, lo conoce y respeta. Vive solo. O, para ser más exactos, vive en la editorial. Llega a las cinco de la madrugada y se abre a las ocho de la tarde, y a esa hora hace exactamente lo mismo todos y cada uno de los días de su vida: cena huevos fritos con patatas en la tasca de Justino, cerca de su casa en la calle de Toledo de Madrid, y luego se toma sus copas, sobre el mármol manchado de vino de viejos mostradores, con sus compadres El Duchas, La Guiri y el camareta Carlitos.
En cuanto dispone de cinco minutos de calma, Antonio se encierra en su reducto -el pequeño cuarto de la fotocopiadora- y allí lee incansable, libro tras libro. Es un lector patológico, insaciable. Atrincherado allí, entre el humo de la pipa, con su pelo negro y rizado, ya canoso, y la barba semítica que le da un aire venerable de sabiduría mediterránea, acentuado por las gafas sobre la punta de la nariz, impone tal respeto que a veces las secretarias jóvenes no se atreven a interrumpirlo para la banalidad de una fotocopia. Parece un ulema musulmán, un rabino hebreo, un sabio griego, un estudioso veneciano inclinado sobre los textos donde están las claves de la vida, de la muerte y de las palabras capaces de desvelar cualquier misterio. Y es que Antonio es la leche. Igual le da por cascarse a Paul Auster que por leerse el Quijote, y un mes de agosto con poco trabajo se calzó a Faulkner de cabo a rabo, con un par.
Y cuando a las nueve de la mañana alguien se entera de que ha aparecido una crítica o un comentario sobre una novela de la casa en un suplemento literario o unas páginas culturales, puede dar por seguro que a esas horas él se la ha leído ya. Es más: es quien la recorta y te la manda para el desayuno.
Pero lo que de verdad te deja hecho polvo es su olfato para los buenos y malos libros, así como para prever con antelación lo que será un éxito de ventas y lo que no. Cómo será la cosa que Juan Cruz, el baranda de la editorial, con todo su golpe de alto ejecutivo de la literatura, a veces le pasa las galeradas de ciertos libros y después va a pedirle opinión. Él se las lee muy serio, emite veredicto sin darle mayor importancia, y no falla ni una sola vez. Amaya Elezcano, mi editora-machaca favorita, dará testimonio de con cuánto respeto y preocupación le sometió el arriba firmante a Antonio el ordenanza el manuscrito de La piel del tambor, y de cómo aquél nos pronosticó, con muy escaso margen de error, el número de ejemplares que íbamos a colocar en un mes. Incluso, su juicio técnico me hizo suprimir dos líneas de un final de capítulo donde se detallaba cierto acto íntimo de un personaje de la novela. «De masturbarse -dijo Antonio, muy serio- sé más que nadie. Y te digo que en esa postura es imposible». Aquello dio lugar a un animado debate en el que intervino media editorial, analizando pormenorizadamente los detalles técnicos del asunto. Al final, por supuesto, le hice caso a Antonio.
La otra cosa que más le gusta en el mundo, libros aparte, son las mujeres. Es enamoradizo, pero sin suerte, y eso lo convirtió hace tiempo en un solitario que mira los toros desde la barrera, con la leve sonrisa tranquila del que sabe y comprende. Hace algún tiempo ya que dejó de irse de putas porque se aburre: «Las de ahora suelen tener poca conversación -me dice mientras pasa una página de Cuando fui mortal, de aquí mi vecino Marías, el gentleman que tenía todas las almas tan blancas-. Retirado de las lumis, Antonio prefiere, entre el humo de su pipa, recorrer páginas de libros donde puede vivir historias maravillosas con mujeres de bandera como esa que tiene en la cabeza: su mujer ideal. Una hembra, confiesa, con el cuerpo de Almudena Grandes y el coco de Erica Jong.
3 de marzo de 1996
Antonio es uno de los fulanos más singulares que conozco. Es de La Carolina, Jaén, donde pasó la infancia cuidando cerdos, gallinas y cosas así, hasta que la vida lo trajo al rompeolas de las Españas, a buscársela. Uno se lo tropieza por los pasillos de Alfaguara, cargado con cajones de libros, ocupándose del correo, del mantenimiento y toda la parafernalia. Cualquier autor de la casa, incluidas las estrellas extranjeras, lo conoce y respeta. Vive solo. O, para ser más exactos, vive en la editorial. Llega a las cinco de la madrugada y se abre a las ocho de la tarde, y a esa hora hace exactamente lo mismo todos y cada uno de los días de su vida: cena huevos fritos con patatas en la tasca de Justino, cerca de su casa en la calle de Toledo de Madrid, y luego se toma sus copas, sobre el mármol manchado de vino de viejos mostradores, con sus compadres El Duchas, La Guiri y el camareta Carlitos.
En cuanto dispone de cinco minutos de calma, Antonio se encierra en su reducto -el pequeño cuarto de la fotocopiadora- y allí lee incansable, libro tras libro. Es un lector patológico, insaciable. Atrincherado allí, entre el humo de la pipa, con su pelo negro y rizado, ya canoso, y la barba semítica que le da un aire venerable de sabiduría mediterránea, acentuado por las gafas sobre la punta de la nariz, impone tal respeto que a veces las secretarias jóvenes no se atreven a interrumpirlo para la banalidad de una fotocopia. Parece un ulema musulmán, un rabino hebreo, un sabio griego, un estudioso veneciano inclinado sobre los textos donde están las claves de la vida, de la muerte y de las palabras capaces de desvelar cualquier misterio. Y es que Antonio es la leche. Igual le da por cascarse a Paul Auster que por leerse el Quijote, y un mes de agosto con poco trabajo se calzó a Faulkner de cabo a rabo, con un par.
Y cuando a las nueve de la mañana alguien se entera de que ha aparecido una crítica o un comentario sobre una novela de la casa en un suplemento literario o unas páginas culturales, puede dar por seguro que a esas horas él se la ha leído ya. Es más: es quien la recorta y te la manda para el desayuno.
Pero lo que de verdad te deja hecho polvo es su olfato para los buenos y malos libros, así como para prever con antelación lo que será un éxito de ventas y lo que no. Cómo será la cosa que Juan Cruz, el baranda de la editorial, con todo su golpe de alto ejecutivo de la literatura, a veces le pasa las galeradas de ciertos libros y después va a pedirle opinión. Él se las lee muy serio, emite veredicto sin darle mayor importancia, y no falla ni una sola vez. Amaya Elezcano, mi editora-machaca favorita, dará testimonio de con cuánto respeto y preocupación le sometió el arriba firmante a Antonio el ordenanza el manuscrito de La piel del tambor, y de cómo aquél nos pronosticó, con muy escaso margen de error, el número de ejemplares que íbamos a colocar en un mes. Incluso, su juicio técnico me hizo suprimir dos líneas de un final de capítulo donde se detallaba cierto acto íntimo de un personaje de la novela. «De masturbarse -dijo Antonio, muy serio- sé más que nadie. Y te digo que en esa postura es imposible». Aquello dio lugar a un animado debate en el que intervino media editorial, analizando pormenorizadamente los detalles técnicos del asunto. Al final, por supuesto, le hice caso a Antonio.
La otra cosa que más le gusta en el mundo, libros aparte, son las mujeres. Es enamoradizo, pero sin suerte, y eso lo convirtió hace tiempo en un solitario que mira los toros desde la barrera, con la leve sonrisa tranquila del que sabe y comprende. Hace algún tiempo ya que dejó de irse de putas porque se aburre: «Las de ahora suelen tener poca conversación -me dice mientras pasa una página de Cuando fui mortal, de aquí mi vecino Marías, el gentleman que tenía todas las almas tan blancas-. Retirado de las lumis, Antonio prefiere, entre el humo de su pipa, recorrer páginas de libros donde puede vivir historias maravillosas con mujeres de bandera como esa que tiene en la cabeza: su mujer ideal. Una hembra, confiesa, con el cuerpo de Almudena Grandes y el coco de Erica Jong.
3 de marzo de 1996
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