domingo, 26 de noviembre de 2017

El hombre que sí estaba allí

En mi deserción pesaba tanto la sangre derramada por las cuadrillas de asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid como la que vertían los aviones de Franco, asesinando a mujeres y niños inocentes. Y tanto o más miedo tenía a la barbarie de los moros, los bandidos del Tercio y los asesinos de la Falange, que a la de los analfabetos anarquistas o comunistas». 

Sobre el hombre, Manuel Chaves Nogales, que escribió esas líneas en 1937 estuvimos conversando dos intensos días en Sevilla su hija Pilar, sus nietos Anthony e Isla, Jesús Vigorra –ese gran periodista cultural andaluz–, el arriba firmante y otros buenos amigos, en la segunda edición del espléndido ciclo Letras en Sevilla, que respalda la Fundación Cajasol –no todo son allí cofradías, feria de Abril y alumbrados navideños–, y que esta vez se dedicaba al reportero, articulista y narrador que, a la altura o por encima de Josep Pla y de César González Ruano, fue, en opinión de muchos, el mejor periodista español del siglo XX. 

El texto que abre este artículo es un fragmento de otro más extenso, al que me referí hace años en esta misma página, obra maestra del periodismo literario español: el prólogo del libro A sangre y fuego, con relatos de Chaves Nogales sobre la Guerra Civil. Un prólogo inteligente, lúcido, no equidistante sino ecuánime, honrado y triste, que debería ser objeto de estudio obligatorio para los escolares de este país y de cualquier otro. Que los vacunaría contra el fanatismo y la estupidez, y sin duda los haría mejores personas, mejores ciudadanos y mejores españoles al comprender, y asumir, que «idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión en los dos bandos que se partieran España»

Precisamente por eso, por su ecuanimidad y desprecio hacia los criminales e irresponsables de uno y otro lado, Chaves Nogales, autor entre otras cosas de la asombrosa biografía Juan Belmonte, matador de toros y del gran relato picaresco-viajero El maestro Juan Martínez, que estaba allí, fue ninguneado y desapareció de la luz pública durante medio siglo. No estuvo ni con los que ganaron la guerra y la perdieron en los manuales de literatura, ni con los que la perdieron en las trincheras y la ganaron en las librerías. Estaba solo, como toda su vida, con su mirada lúcida, su entereza y su hombría de bien. Y el título de las jornadas que le dedicamos lo define rigurosamente: Chaves Nogales, una tragedia española

En honor de Sevilla, en apariencia frívola para tantas cosas, diré que se volcó en esas dos intensas jornadas, igual que ya lo hizo en primavera, en la edición anterior (Literatura y Guerra Civil): entradas agotadas en dos horas, largas colas con público entusiasta de todas las edades, generosa cobertura de prensa, radio y televisión, libros de Chaves Nogales agotados en las librerías, salones abarrotados, quinientas personas llenando el patio andaluz del siglo XVI, en el hermoso palacio de la plaza de San Francisco, mientras Juan Echanove les arrancaba lágrimas leyendo el famoso prólogo de A sangre y fuego. Un éxito, en fin, que consolida esos formidables ciclos, de los que ya se anuncia el tercero, Letras en Sevilla III, para el año que viene: Mayo del 68, el año que pudo cambiar el mundo (y no lo consiguió)

Hay, sin embargo, un detalle que no quiero dejar en la tecla del ordenador: una impresión de la que soy único firmante y responsable. En esas jornadas sevillanas, que con tanto entusiasmo son acogidas por la ciudad pese a que no se trata de hablar de Sevilla para los sevillanos, sino de hablar en Sevilla para el mundo, noté interesantes ausencias entre el público. La entrada era libre; pero ningún alcalde, ni consejero de cultura, ni representante de instituciones andaluzas de las letras, ni concejal relacionado con el asunto, aparecieron por allí. Tendrían miedo a aprender algo, supongo. Tampoco lo hizo nadie entre los que se reparten el negocio de la cultura local, interesados sólo por su medro provinciano, por succionarse mutuamente el ciruelo, porque les financien libros que nadie lee, por repartirse las migajas que caen de la mesa de las fundaciones, por conseguir subvenciones montando mezquinos chanchullos a los que casi nadie asiste y que sólo tienen por objeto su vanidad y el hacer caja. Resumiendo: los que no están acostumbrados a ser sólo público y no trincar. En mi opinión, su presencia habría desentonado en Letras en Sevilla, y celebro no haberlos visto por allí. Pero creo de justicia no acabar el artículo sin dedicarles –ya saben ustedes que me encanta hacer amigos– este cariñoso recuerdo. 26 de noviembre de 2017 

domingo, 19 de noviembre de 2017

Recogiendo el guante

En Casa Lucio, como de costumbre, Javier Marías despacha su filete empanado mientras yo me ocupo de mi solomillo poco hecho y abierto en dos. Un corto sorbo de vino, yo, de cerveza, él, y tranquila conversación según el viejo ritual. Añejos códigos de amistad. Lo veo bien, relajado, con la única impaciencia de salir afuera para fumar al fin uno de sus imprescindibles cigarrillos. Hablamos de Berta Isla –su última y espléndida novela–, de campañas de promoción, del ineludible cine del Oeste, de algún librero ingrato y quizá miserable. Estamos a gusto allí, los dos, en nuestro rincón habitual. En nuestra mesa de siempre. Una señora atractiva está sentada cerca, y yo comento, guasón, que voy a escribir otro artículo sobre señoras atractivas: «Estábamos Javier Marías y yo…». Al oír eso, Javier se atraganta con la cerveza. «Ni se te ocurra –dice al recobrar el aliento–. No están los tiempos para eso, y todavía no me he recuperado del último». 

Luego conversamos sobre políticos y tertulianos de radio y tele. Del triste nivel cultural y el incomprensible desparpajo con que alguno de ellos se atreve a hablar en público. Estos días pasados, con lo de Cataluña, hemos oído varias veces utilizar la expresión recoger el guante con un sentido opuesto a su significado real. «La usan –comenta Javier– para hablar de aceptar una mano tendida para el diálogo, cuando en realidad indica todo lo contrario: aceptar batirse tras una provocación o desafío. Fulano y Mengano, dicen ahora sin saber lo que dicen, no recoge el guante del diálogo que le tiende el Gobierno. Etcétera». 

Corto un trozo de solomillo y le digo que eso es un artículo para él. Escríbelo, sugiero, y tienes resuelto el próximo domingo. Búrlate de cómo la desacomplejada presencia de tanto botarate en los medios de comunicación pervierte el lenguaje y destruye el sentido real de palabras y expresiones, convirtiendo nuestra lengua y sus giros en un caos de mediocridad e incoherencia. Javier se ríe y niega. «Eso no da para un artículo», apunta. «Entonces lo escribiré yo», respondo. Se vuelve a reír, incrédulo. «Es poco tema», señala. 

A continuación pasamos un buen rato hablando de arrojar y recoger guantes. «Se nota –dice Javier– que esos del guante no han visto la película El Cid, por ejemplo». Charlamos sobre eso, de cómo arrojar el guante al suelo ante alguien –el guantelete de hierro, en la Edad Media– o golpearle el pecho con él significaba proponer un desafío, un duelo; y cómo más tarde, hasta prácticamente el siglo XIX, arrojar un guante o utilizarlo de modo ofensivo tenía el mismo efecto. Después de aquello, el agraviado recogía el guante, lo tomaba del suelo, lo que significaba aceptar el desafío, y se lo devolvía al adversario en el campo del honor, armas en mano, si no quería ser tachado de mal caballero y de cobarde. Hasta don Quijote, como no podía ser de otro modo –ocurre en el apócrifo de Avellaneda, pero en este caso da igual–, entiende de ello cuando el gigante le dice: «Levanta, caballero cobarde, ese mi estrecho y pequeño guante, en señal y gaje de que mañana te espero», y don Quijote le dice a Sancho que lo recoja por él. 

Y así, entre recuerdos de duelos, torneos y caballeros medievales, salimos a la calle y caminamos Cava arriba, hacia la plaza Mayor, mientras Javier se fuma al fin su aplazado cigarrillo. La noche es agradable y caminamos despacio, con andar de viejos pistoleros, y como siempre hablamos de libros y de películas, esta vez al hilo de arrojar y recoger guantes y otros rituales hoy ignorados u olvidados. Y así, claro, no tardan en salir a relucir las historias de Walter Scott, e Ivanhoe, y Quintin Durward –con aquel siniestro Jabalí de las Ardenas–, y el paje de María Estuardo, y sir Kenneth el del Leopardo, Ricardo Corazón de León y Saladino en El talismán –ese momento sublime de los dos aceros, filo de cimitarra sarracena contra solidez de espada cruzada–, y las colecciones Historias y Cadete que leíamos por entonces, y los tebeos del Capitán Trueno, el Caballero Blanco y el Príncipe Valiente, y los cines comiendo pipas ante Robert Taylor con armadura, o con Charlton Heston defendiendo el honor de su rey en Calahorra; y también aquella novela que tanto me gustó entonces, Con el corazón y la espada, donde aprendí todo cuanto sobre usos medievales caballerescos podía aprender un niño de nueve años. Y cuando al fin nos despedimos como de costumbre junto a la plaza Mayor, Javier, también como de costumbre, enciende otro cigarrillo. Después lo piensa, mueve la cabeza, me mira con una sonrisa escéptica e insiste: «Eso del guante no da para un artículo». Entonces yo también sonrío, me agacho y recojo el guante. 

19 de noviembre de 2017 

domingo, 12 de noviembre de 2017

Regreso a Tánger

He vuelto a Tánger tras las huellas de Eva, la agente soviética, y de Lorenzo Falcó, el desalmado y elegante espía franquista. Estuve allí unos días, recordando, y al hacerlo regresé a 1937. Bajé desde la habitación 108 del hotel Continental por la calle Dar Baroud para comer en el pequeño restaurante Rif, y paseé luego entre los puestos del mercado, me senté en el Zoco Chico ante los cafés Central y Fuentes, donde hace ochenta años se enfrentaban españoles nacionales y republicanos, y anduve de noche, despacio y alerta, por las calles estrechas de la ciudad vieja, escuchando el eco de mis pasos en los recodos, subiendo hacia la casa de Moira Nikolaos en busca de una copa de absenta y un cigarrillo de haschís, y tal vez de una entrevista clandestina con el capitán de un mercante cargado con oro de la República. Atento, en cada recodo o rincón, a esquivar una cuchillada en el vientre, o un balazo. El mundo, me susurraba Falcó al oído a cada momento, es un lugar peligroso. Así que ándate con ojo, compañero. Y yo lo oía reír quedo y cruel, a mi lado, en la oscuridad. 

Es curioso esto de leer y escribir cosas. Desde hace treinta años, desde que cuento historias, me resulta imposible regresar a una ciudad donde transcurra una novela sin proyectarla a mi alrededor. Es cierto que eso ya me ocurría antes, como lector. Nadie que lea libros, o al menos nadie entre la clase de lector que algunos somos, puede ver París, Roma u Oviedo, por citar tres lugares al azar, como los ve quien nunca anduvo de conversación con Hemingway, Stendhal o Clarín. Los libros que llevas encima amueblan el mundo y obran el milagro de difuminar el presente e inyectar las páginas leídas en cada escenario. Ése es, creo, el resultado más feliz de la lectura: permite advertir cosas que quienes no leen no pueden ver. Hace posible una realidad paralela que llega a superponerse a la auténtica, o a combinarse con ella, logrando que a veces puedas recordar más a la luz de lo leído que de lo vivido. Conseguir que París era una fiesta, Paseos por Roma o La Regenta alcancen más realidad en tu imaginación y tu memoria que una fotografía o una simple mirada. Lo que, en el mundo que nos espera o que estamos teniendo ya, no deja de ser un extraordinario privilegio. 

Pero si eso ocurre con los libros leídos, calculen con los escritos. Cada novelista tiene su método, e imagino que no habrá dos iguales. El mío es vivir durante el tiempo en que tardo en escribir cada historia, que va de uno a dos años, sumergido en el mundo que narro. Y lo hago rodeado de objetos relacionados con ello, fundamentalmente lecturas. De cada diez libros que leo, seis o siete suelen estar relacionados con la novela en curso; incluso los que en apariencia nada tienen que ver, pero que ayudan a crear un estado de ánimo favorable a la escritura. Libros que estimulan, dan ganas de trabajar y disparan mecanismos interesantes. A eso hay que añadir innumerables planos, revistas, fotografías, películas, viajes a los lugares y largos paseos con cuadernos de notas y la mirada atenta de cazador voraz. Y así es posible la grata sensación de caminar por las ciudades de mis novelas borrando a los turistas, y los automóviles, y todo cuanto esté de más, o no sea útil para lo que se desarrolla en mi cabeza. Ver el mundo no como es en realidad, sino como en mis novelas yo quiero, o pretendo, o necesito, que sea. 

Por eso me es imposible regresar a ciertos lugares sin verlos a través de las novelas que escribí. Ya no puedo caminar por Tánger, como digo, sin la compañía de Eva y Falcó; ni sentarme en un café de París sin ver en la mesa contigua a Lucas Corso e Irene Adler; ni pasear por Culiacán sin toparme con Teresa Mendoza cambiando dólares en la calle Juárez; ni entrar en el Negresco de Niza sin cruzarme con el bailarín y estafador Max Costa; ni ver una torre costera mediterránea sin imaginar dentro a un pintor de batallas; ni caminar por Cádiz sin esperar de un momento a otro el estallido de una bomba francesa, en cuyo lugar de impacto el comisario Tizón hallará el cadáver de una mujer asesinada. Todo ese mundo me escolta, palpita alrededor, se sienta a mi mesa, conversa conmigo, puebla los lugares que revisito. Me acompañará siempre mientras tenga memoria y tenga vida. Y no imaginan ustedes la asombrosa felicidad que produce escuchar en el café Procope la risa amarga del abate Bringas, oír en la calle Bordadores el tintineo de los floretes de don Jaime Astarloa o arrodillarte a besar la carne cálida y húmeda de Olvido Ferrara mientras afuera, en Venecia, cae despacio la nieve sobre las góndolas negras.

12 de noviembre de 2017 

domingo, 5 de noviembre de 2017

El farmacéutico gallego

Hay tópicos nacionales de todas clases: los portugueses melancólicos, los italianos caóticos, los alemanes de piñón fijo, los ingleses arrogantes, borrachos y egoístas. Y lo que quieran ustedes añadir al asunto. Muchos de esos lugares comunes son falsos, y otros —establezcan cuál o cuáles— corresponden a la exacta realidad. En España, como en todas partes, esos tópicos los tenemos en abundancia: los andaluces indolentes y graciosos, los aragoneses nobles y testarudos, los catalanes laboriosos pero lentos en sacar la cartera, y cosas así. Y uno de los más reconocidos es el de los gallegos. Me refiero a su proverbial hermetismo, magistralmente expresado en esa imagen del ciudadano al que te encuentras en la escalera y no sabes si está subiendo o bajando. O si está parado. 

El otro día tuve ocasión de comprobar en carne propia que a veces los tópicos se ajustan a la más absoluta realidad. Al menos, en lo que a los gallegos se refiere. Me encontraba en Santiago de Compostela, alojado en el hotel donde lo hago cada vez que viajo allí, situado en un buen lugar de la plaza del Obradoiro, junto a la catedral. Se acercaba la hora de comer, así que cogí un paraguas y salí a dar una vuelta por una calle cercana donde abundan los restaurantes. Como animal de costumbres que soy, me encaminé directamente al que frecuento cuando estoy en esa ciudad, pero lo encontré cerrado. Me quedé indeciso, pues no conocía ninguno de los otros locales de esa calle, que son una docena. Y como en aquel momento me dolía la cabeza y necesitaba un Actrón —esos dolores de cabeza que le he prestado a mi amigo Lorenzo Falcó, y que en los años 30 él soluciona con aspirinas—, entré en una farmacia, aprovechando para pedirle al farmacéutico que me recomendase un lugar próximo. Un buen restaurante. 

El farmacéutico, un tipo de mediana edad, con un acento tan gallego que parecía imitado y no real -estilo Manuel Jabois o Luis, el limpiabotas del Palace-, se me quedó mirando, inexpresivo. 

—Buenos, lo que se dice buenos, hay muchos —dijo. 
—Lo supongo —respondí—. Pero habrá alguno que pueda usted recomendarme. 

Se rascó la cabeza. 

—Hay varios, ¿eh?—comentó. 
—Ya supongo. 
—Unos mejores y otros no tanto, pero los hay buenos. 
—Con que me diga uno es suficiente. 

Volvió a rascarse la cabeza. 

—El problema es que si le recomiendo uno, igual soy injusto con otros. 
—Puede. Pero tengo hambre, ¿sabe?… Con uno dicho así, al azar, me las arreglo. 

El farmacéutico encogió los hombros, fruncido el ceño. 

—¿Prefiere carne, pescado o marisco? —inquirió. 
—Me da igual —repuse esperanzado—. Lo que me apetece es comer bien. 
—Es que algunos son mejores en carne, y otros en pescado y marisco. 

Respiré hondo. Seis veces. O quizá fueron siete. 

—A estas alturas me da igual carne que pescado. Se lo juro. 

Volvió a rascarse la cabeza. 

—No es lo mismo —objetó—. Porque cada uno tiene su especialidad. 

Me metí el nudillo de un dedo índice entre los dientes y mordí fuerte. 

—Por Dios… Dígame uno, carne o pescado. El que sea. 

Se quedó pensando otro largo momento. 

—Pues la verdad —concluyó— es que no me atrevo a decirle uno en concreto. 

Decidí cortar por lo sano. 

—¿A cuál suele ir usted? 
—A veces voy a uno y a veces voy a otro. 
—¿A veces? 
—Depende. Unas sí y otras no. Pero casi siempre como en casa. 

Me agarré al mostrador, tambaleante. La farmacia me daba vueltas. 

—¿Y cuál fue el último restaurante al que fue? 
—Pues fui a uno, pero no sabría decirle ahora cuál. 

Estaba a punto de echarme a llorar. Saqué la cartera. 

—¿Qué le debo del Actrón? 
—Ocho euros con cincuenta y cinco céntimos. 

Salí a la calle haciendo eses, mareado, y me metí en el primer restaurante que vi abierto. Y las cosas como son, oigan. Comí de puta madre. 

5 de noviembre de 2017