En mi deserción pesaba tanto la sangre derramada por las cuadrillas de asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid como la que vertían los aviones de Franco, asesinando a mujeres y niños inocentes. Y tanto o más miedo tenía a la barbarie de los moros, los bandidos del Tercio y los asesinos de la Falange, que a la de los analfabetos anarquistas o comunistas».
Sobre el hombre, Manuel Chaves Nogales, que escribió esas líneas en 1937 estuvimos conversando dos intensos días en Sevilla su hija Pilar, sus nietos Anthony e Isla, Jesús Vigorra –ese gran periodista cultural andaluz–, el arriba firmante y otros buenos amigos, en la segunda edición del espléndido ciclo Letras en Sevilla, que respalda la Fundación Cajasol –no todo son allí cofradías, feria de Abril y alumbrados navideños–, y que esta vez se dedicaba al reportero, articulista y narrador que, a la altura o por encima de Josep Pla y de César González Ruano, fue, en opinión de muchos, el mejor periodista español del siglo XX.
El texto que abre este artículo es un fragmento de otro más extenso, al que me referí hace años en esta misma página, obra maestra del periodismo literario español: el prólogo del libro A sangre y fuego, con relatos de Chaves Nogales sobre la Guerra Civil. Un prólogo inteligente, lúcido, no equidistante sino ecuánime, honrado y triste, que debería ser objeto de estudio obligatorio para los escolares de este país y de cualquier otro. Que los vacunaría contra el fanatismo y la estupidez, y sin duda los haría mejores personas, mejores ciudadanos y mejores españoles al comprender, y asumir, que «idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión en los dos bandos que se partieran España».
Precisamente por eso, por su ecuanimidad y desprecio hacia los criminales e irresponsables de uno y otro lado, Chaves Nogales, autor entre otras cosas de la asombrosa biografía Juan Belmonte, matador de toros y del gran relato picaresco-viajero El maestro Juan Martínez, que estaba allí, fue ninguneado y desapareció de la luz pública durante medio siglo. No estuvo ni con los que ganaron la guerra y la perdieron en los manuales de literatura, ni con los que la perdieron en las trincheras y la ganaron en las librerías. Estaba solo, como toda su vida, con su mirada lúcida, su entereza y su hombría de bien. Y el título de las jornadas que le dedicamos lo define rigurosamente: Chaves Nogales, una tragedia española.
En honor de Sevilla, en apariencia frívola para tantas cosas, diré que se volcó en esas dos intensas jornadas, igual que ya lo hizo en primavera, en la edición anterior (Literatura y Guerra Civil): entradas agotadas en dos horas, largas colas con público entusiasta de todas las edades, generosa cobertura de prensa, radio y televisión, libros de Chaves Nogales agotados en las librerías, salones abarrotados, quinientas personas llenando el patio andaluz del siglo XVI, en el hermoso palacio de la plaza de San Francisco, mientras Juan Echanove les arrancaba lágrimas leyendo el famoso prólogo de A sangre y fuego. Un éxito, en fin, que consolida esos formidables ciclos, de los que ya se anuncia el tercero, Letras en Sevilla III, para el año que viene: Mayo del 68, el año que pudo cambiar el mundo (y no lo consiguió).
Hay, sin embargo, un detalle que no quiero dejar en la tecla del ordenador: una impresión de la que soy único firmante y responsable. En esas jornadas sevillanas, que con tanto entusiasmo son acogidas por la ciudad pese a que no se trata de hablar de Sevilla para los sevillanos, sino de hablar en Sevilla para el mundo, noté interesantes ausencias entre el público. La entrada era libre; pero ningún alcalde, ni consejero de cultura, ni representante de instituciones andaluzas de las letras, ni concejal relacionado con el asunto, aparecieron por allí. Tendrían miedo a aprender algo, supongo. Tampoco lo hizo nadie entre los que se reparten el negocio de la cultura local, interesados sólo por su medro provinciano, por succionarse mutuamente el ciruelo, porque les financien libros que nadie lee, por repartirse las migajas que caen de la mesa de las fundaciones, por conseguir subvenciones montando mezquinos chanchullos a los que casi nadie asiste y que sólo tienen por objeto su vanidad y el hacer caja. Resumiendo: los que no están acostumbrados a ser sólo público y no trincar. En mi opinión, su presencia habría desentonado en Letras en Sevilla, y celebro no haberlos visto por allí. Pero creo de justicia no acabar el artículo sin dedicarles –ya saben ustedes que me encanta hacer amigos– este cariñoso recuerdo.
26 de noviembre de 2017