En Casa Lucio, como de costumbre, Javier Marías despacha su filete empanado mientras yo me ocupo de mi solomillo poco hecho y abierto en dos. Un corto sorbo de vino, yo, de cerveza, él, y tranquila conversación según el viejo ritual. Añejos códigos de amistad. Lo veo bien, relajado, con la única impaciencia de salir afuera para fumar al fin uno de sus imprescindibles cigarrillos. Hablamos de Berta Isla –su última y espléndida novela–, de campañas de promoción, del ineludible cine del Oeste, de algún librero ingrato y quizá miserable. Estamos a gusto allí, los dos, en nuestro rincón habitual. En nuestra mesa de siempre. Una señora atractiva está sentada cerca, y yo comento, guasón, que voy a escribir otro artículo sobre señoras atractivas: «Estábamos Javier Marías y yo…». Al oír eso, Javier se atraganta con la cerveza. «Ni se te ocurra –dice al recobrar el aliento–. No están los tiempos para eso, y todavía no me he recuperado del último».
Luego conversamos sobre políticos y tertulianos de radio y tele. Del triste nivel cultural y el incomprensible desparpajo con que alguno de ellos se atreve a hablar en público. Estos días pasados, con lo de Cataluña, hemos oído varias veces utilizar la expresión recoger el guante con un sentido opuesto a su significado real. «La usan –comenta Javier– para hablar de aceptar una mano tendida para el diálogo, cuando en realidad indica todo lo contrario: aceptar batirse tras una provocación o desafío. Fulano y Mengano, dicen ahora sin saber lo que dicen, no recoge el guante del diálogo que le tiende el Gobierno. Etcétera».
Corto un trozo de solomillo y le digo que eso es un artículo para él. Escríbelo, sugiero, y tienes resuelto el próximo domingo. Búrlate de cómo la desacomplejada presencia de tanto botarate en los medios de comunicación pervierte el lenguaje y destruye el sentido real de palabras y expresiones, convirtiendo nuestra lengua y sus giros en un caos de mediocridad e incoherencia. Javier se ríe y niega. «Eso no da para un artículo», apunta. «Entonces lo escribiré yo», respondo. Se vuelve a reír, incrédulo. «Es poco tema», señala.
A continuación pasamos un buen rato hablando de arrojar y recoger guantes. «Se nota –dice Javier– que esos del guante no han visto la película El Cid, por ejemplo». Charlamos sobre eso, de cómo arrojar el guante al suelo ante alguien –el guantelete de hierro, en la Edad Media– o golpearle el pecho con él significaba proponer un desafío, un duelo; y cómo más tarde, hasta prácticamente el siglo XIX, arrojar un guante o utilizarlo de modo ofensivo tenía el mismo efecto. Después de aquello, el agraviado recogía el guante, lo tomaba del suelo, lo que significaba aceptar el desafío, y se lo devolvía al adversario en el campo del honor, armas en mano, si no quería ser tachado de mal caballero y de cobarde. Hasta don Quijote, como no podía ser de otro modo –ocurre en el apócrifo de Avellaneda, pero en este caso da igual–, entiende de ello cuando el gigante le dice: «Levanta, caballero cobarde, ese mi estrecho y pequeño guante, en señal y gaje de que mañana te espero», y don Quijote le dice a Sancho que lo recoja por él.
Y así, entre recuerdos de duelos, torneos y caballeros medievales, salimos a la calle y caminamos Cava arriba, hacia la plaza Mayor, mientras Javier se fuma al fin su aplazado cigarrillo. La noche es agradable y caminamos despacio, con andar de viejos pistoleros, y como siempre hablamos de libros y de películas, esta vez al hilo de arrojar y recoger guantes y otros rituales hoy ignorados u olvidados. Y así, claro, no tardan en salir a relucir las historias de Walter Scott, e Ivanhoe, y Quintin Durward –con aquel siniestro Jabalí de las Ardenas–, y el paje de María Estuardo, y sir Kenneth el del Leopardo, Ricardo Corazón de León y Saladino en El talismán –ese momento sublime de los dos aceros, filo de cimitarra sarracena contra solidez de espada cruzada–, y las colecciones Historias y Cadete que leíamos por entonces, y los tebeos del Capitán Trueno, el Caballero Blanco y el Príncipe Valiente, y los cines comiendo pipas ante Robert Taylor con armadura, o con Charlton Heston defendiendo el honor de su rey en Calahorra; y también aquella novela que tanto me gustó entonces, Con el corazón y la espada, donde aprendí todo cuanto sobre usos medievales caballerescos podía aprender un niño de nueve años. Y cuando al fin nos despedimos como de costumbre junto a la plaza Mayor, Javier, también como de costumbre, enciende otro cigarrillo. Después lo piensa, mueve la cabeza, me mira con una sonrisa escéptica e insiste: «Eso del guante no da para un artículo». Entonces yo también sonrío, me agacho y recojo el guante.
19 de noviembre de 2017
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