Esta semana también va la cosa de moros y negros de color. Porque estoy sentado en el café parisién que es uno de mis apostaderos gabachos favoritos, cuando observo algo que me recuerda lo que tecleaba el otro día: un gendarme franchute, negro azul marino, multa al conductor de una furgoneta. Y el multado, un tipo rubio y con bigote que parece un repartidor de Seur del pueblo de Astérix, asiente contrito. Y hay que ver, me digo. Tanto que se habla en España de integración racial. Estamos a años luz, o sea, lejos de cojones. Porque integración es exactamente esto: que un guardia negro ponga una multa, y que el conductor baje las orejas. Y aquí paz y después gloria.
Me imagino la escena en España. Y me parto. Ese guardia municipal negro que dice ahí no puede aparcar, caballero, o no se orine haciendo zigzag en la acera, o haga el favor de no pegarle a su señora en mitad de la calle. Y la reacción del interpelado. ¿A mí me va a decir un negrata de mierda dónde puedo aparcar o mear o darle de hostias a mi señora? Venga ya, hombre. Vete a la selva, chaval. A multar en un árbol a la mona Chita. O metidos en carretera, en la nacional IV por ejemplo, ese guardia civil que se quita el casco y aparece la cara de un moro del Rif diciéndole al conductor oiga usté, acaba de pisar la continua. Documentación, por favor. Y sople aquí. No veas la reacción del fulano del volante, y más si lleva una copa de más y va a gusto. ¿A mí? ¿Pedirme un moro cabrón los papeles a mí? ¿Y que encima sople? Anda y que le soplen el prepucio los camellos de su tierra. No te jode el Mojamé, de verde y en moto. Etcétera. Y sin embargo, ahí está la cuestión. En España, donde la demagogia y el cantamañanismo confunden integración con política y beneficencia, la cosa no estará a punto de caramelo hasta que uno suba a un taxi y el taxista sea de origen peruano, y el guardia tenga un abuelo nacido en Guinea, y el médico de urgencias provenga de Larache, y lo veamos como lo más normal del mundo, y por su parte todos esos taxistas, guardias, médicos, funcionarios o lo que sean, dejen de considerar a España un lugar donde ordeñar la vaca mientras están de paso, y la sientan como propia: un lugar donde vivir echando raíces, del mismo modo que otros se establecieron en Gran Bretaña o Francia, y al cabo de una o dos generaciones son tan británicos y franceses como el que más. Me levanté de la terraza parisién y fui a dar un paseo, y al rato vi una escuela infantil donde, bajo la bandera tricolor que allí ondea sin complejos en todas las escuelas, se leían las viejas palabras: Liberté, egalité, fraternité. Y por qué, me dije, salvando las distancias y los Le Pen y los ghettos marginales, que haberlos haylos, eso que es posible en Francia o Gran Bretaña no lo es en España. Cuánto tiempo tendrá que pasar. Porque la integración es ante todo una cuestión de tiempo y cultura: te instalas en una cultura extranjera, de la que te impregnas poco a poco, aceptas sus valores y cumples sus reglas, y a la vez la renuevas, enriqueciéndola en el mestizaje. La diferencia es que Francia y Gran Bretaña, que se respetan mucho a sí mismas, supieron cuidar siempre con extraordinario talento su historia nacional, su lengua principal y su cultura, manteniendo el concepto de comunidad, ámbito solidario y referencia ineludible. De modo que, cuando miembros de sus ex colonias o inmigrantes diversos quisieron mudar de condición, a ellas viajaron y en ellas se reconocieron; o procuraron adoptarlas, para ser también adoptados por ellas. Ese sentimiento de pertenencia, a veces hecho de lazos muy sutiles, se fomenta todavía con una política exterior brillante y con una política cultural inteligente que nadie allí cuestiona en lo básico. A quien acojo y educo, me ama. Quien me ama, me conoce, me disfruta y me enriquece.
Y al cabo esas son las claves: educación y cultura como vías para la integración. Pero mal pueden educar ni integrar gobernantes analfabetos, oposición irresponsable, oportunistas animales de bellota sin sentido solidario ni memoria histórica. A diferencia de Gran Bretaña o Francia, el inmigrante no encuentra en España sino confusión, amnesia, ignorancia, insolidaridad, cainismo. A ver cómo va a integrarse nadie en cinco mil reinos de taifas que se niegan y putean unos a otros. Aquí todo depende de dónde caigas, cómo respire el alcalde de cada pueblo y si la oenegé local está a favor o en contra. Y para eso los inmigrantes ya tienen su propia cultura, a menudo vieja y sólida. Así que nos miran y se descojonan. Que primero se integren los españoles, o lo que sean estos gilipollas, dicen. Que se aclaren, y luego ya veremos. Mientras tanto conservan el velo, exigen mezquitas, salones de baile angoleños, restaurantes ecuatorianos con derecho de admisión, y pasan de mandar niños a la escuela. A falta de una patria generosa y coherente que los adopte, reconstruyen aquí la suya. Se quedan al margen, dispuestos a no mezclarse en esta mierda. Y hacen bien.
23 de junio de 2002
Me imagino la escena en España. Y me parto. Ese guardia municipal negro que dice ahí no puede aparcar, caballero, o no se orine haciendo zigzag en la acera, o haga el favor de no pegarle a su señora en mitad de la calle. Y la reacción del interpelado. ¿A mí me va a decir un negrata de mierda dónde puedo aparcar o mear o darle de hostias a mi señora? Venga ya, hombre. Vete a la selva, chaval. A multar en un árbol a la mona Chita. O metidos en carretera, en la nacional IV por ejemplo, ese guardia civil que se quita el casco y aparece la cara de un moro del Rif diciéndole al conductor oiga usté, acaba de pisar la continua. Documentación, por favor. Y sople aquí. No veas la reacción del fulano del volante, y más si lleva una copa de más y va a gusto. ¿A mí? ¿Pedirme un moro cabrón los papeles a mí? ¿Y que encima sople? Anda y que le soplen el prepucio los camellos de su tierra. No te jode el Mojamé, de verde y en moto. Etcétera. Y sin embargo, ahí está la cuestión. En España, donde la demagogia y el cantamañanismo confunden integración con política y beneficencia, la cosa no estará a punto de caramelo hasta que uno suba a un taxi y el taxista sea de origen peruano, y el guardia tenga un abuelo nacido en Guinea, y el médico de urgencias provenga de Larache, y lo veamos como lo más normal del mundo, y por su parte todos esos taxistas, guardias, médicos, funcionarios o lo que sean, dejen de considerar a España un lugar donde ordeñar la vaca mientras están de paso, y la sientan como propia: un lugar donde vivir echando raíces, del mismo modo que otros se establecieron en Gran Bretaña o Francia, y al cabo de una o dos generaciones son tan británicos y franceses como el que más. Me levanté de la terraza parisién y fui a dar un paseo, y al rato vi una escuela infantil donde, bajo la bandera tricolor que allí ondea sin complejos en todas las escuelas, se leían las viejas palabras: Liberté, egalité, fraternité. Y por qué, me dije, salvando las distancias y los Le Pen y los ghettos marginales, que haberlos haylos, eso que es posible en Francia o Gran Bretaña no lo es en España. Cuánto tiempo tendrá que pasar. Porque la integración es ante todo una cuestión de tiempo y cultura: te instalas en una cultura extranjera, de la que te impregnas poco a poco, aceptas sus valores y cumples sus reglas, y a la vez la renuevas, enriqueciéndola en el mestizaje. La diferencia es que Francia y Gran Bretaña, que se respetan mucho a sí mismas, supieron cuidar siempre con extraordinario talento su historia nacional, su lengua principal y su cultura, manteniendo el concepto de comunidad, ámbito solidario y referencia ineludible. De modo que, cuando miembros de sus ex colonias o inmigrantes diversos quisieron mudar de condición, a ellas viajaron y en ellas se reconocieron; o procuraron adoptarlas, para ser también adoptados por ellas. Ese sentimiento de pertenencia, a veces hecho de lazos muy sutiles, se fomenta todavía con una política exterior brillante y con una política cultural inteligente que nadie allí cuestiona en lo básico. A quien acojo y educo, me ama. Quien me ama, me conoce, me disfruta y me enriquece.
Y al cabo esas son las claves: educación y cultura como vías para la integración. Pero mal pueden educar ni integrar gobernantes analfabetos, oposición irresponsable, oportunistas animales de bellota sin sentido solidario ni memoria histórica. A diferencia de Gran Bretaña o Francia, el inmigrante no encuentra en España sino confusión, amnesia, ignorancia, insolidaridad, cainismo. A ver cómo va a integrarse nadie en cinco mil reinos de taifas que se niegan y putean unos a otros. Aquí todo depende de dónde caigas, cómo respire el alcalde de cada pueblo y si la oenegé local está a favor o en contra. Y para eso los inmigrantes ya tienen su propia cultura, a menudo vieja y sólida. Así que nos miran y se descojonan. Que primero se integren los españoles, o lo que sean estos gilipollas, dicen. Que se aclaren, y luego ya veremos. Mientras tanto conservan el velo, exigen mezquitas, salones de baile angoleños, restaurantes ecuatorianos con derecho de admisión, y pasan de mandar niños a la escuela. A falta de una patria generosa y coherente que los adopte, reconstruyen aquí la suya. Se quedan al margen, dispuestos a no mezclarse en esta mierda. Y hacen bien.
23 de junio de 2002