El otro día, en un diario de una autonomía bilingüe, un cagatintas local de los que la pretenden monolingüe comentaba lo mucho que me gusta la lengua del imperio. Eso del imperio lo apuntaba en tono despectivo y de venenosa denuncia. Según el fulano, yo debería avergonzarme de amar este idioma que algunos llaman castellano y otros llaman español, porque es el mismo en que hablaban, pensaban y escribían señores que, por lo visto, le dieron mucho a él por el saco. A él o a sus ancestros. Y como la mía es la lengua que utilizaron los reyes católicos, y Felipe V, y la misma con la que José María Pemán, o quien fuera, le puso camisa azul al Cid Campeador para hacerle la pelota al general Franco -exactamente igual que otros le ponen ahora barretina a los almogávares-, el tiñalpa a quien hago referencia sugiere que yo debería olvidar que esa lengua también la utilizaban Jorge Manrique, Quevedo, Cervantes, Sor Juana, Valle lnclán, Galdós, Borges, Miguel Hernández, Juan Rulfo, Cernuda, Machado y algunos otros, y no hacer tanto alarde de ella en artículos y novelas, que ya es el colmo del exhibicionismo insultante y la provocación lingüística. Tendría, apunta mi primo, que limitarme a ser, como él, un columnista cateto, minoritario -porque quiere, claro, no por incapaz ni mediocre-, autosuficiente, satisfecho con que lo lea el cacique local que le manda butifarra el día de la fiesta de su pueblo. Debería esconder mi lepra lingüística, y una de dos: utilizar idiomas intachables que jamás de los jamases hayan tenido nada que ver con imperios, como el inglés o el francés, verbigracia, o recurrir a las siempre democráticas y nunca sospechosas lenguas autonómicas. Que en ésas sí puede uno hablar o escribir con la cabeza muy alta, pues resulta históricamente probado que en España los hijos de puta sólo hablan castellano.
Y lo que son las cosas de la vida. Estaba el otro día meditando sobre todo eso, apesadumbrado y medio convencido -el último esfuerzo imperial me ha dejado con las defensas intelectuales bajas-, considerando la posibilidad de renunciar a esta miserable lengua fascista en la que fui educado, a esta anquilosada jerga que es hablada por cuatrocientos millones de siervos abyectos. Estaba, digo, a punto de descolgar el teléfono para llamar a mi vecino el rey de Redonda y decirle oye, perro inglés, tú que dominas la lengua de Shakespeare, nada sospechosa de imperial ni de lejos, y todavía eres joven y guapo, chaval, aún estás a tiempo de cambiar y ennoblecer tus textos renunciando para siempre a esta parla infame en la que ahora escribes. Yo estoy demasiado encanallado, me temo; pero tú estás a tiempo. Sálvate. Teclea en inglés esa novela que publicarás el próximo otoño y gánate el respeto del mundo. O mejor, puesto a ser honrado de verdad, vete a Soria y escríbela en soriano. Con un par de huevos. Qué más da que no te lean fuera, si en Soria vas a ser la hostia.
Estaba en eso, les digo, a punto de ver la luz de la verdad -la página de Paulo Coelho me está ayudando mucho en la parte espiritual, últimamente- y pedirle una foto dedicada a Baltasar Porcel, para ponerla junto a la carta autógrafa de Patrick O'Brian que tengo colgada junto al ordenador cuando me llamó mi amigo el escritor mejicano Élmer Mendoza, que estaba en Madrid en su primera visita a Europa y a España. Quihubo, cabrón, me dijo. Estoy en tu pinche tierra gachupina hijadeputa, y es que no me lo creo, carnal. Alucino porque todo esto lo conocía ya de antes sin haberlo visto, de los libros, y ahora que lo pateo comprendo tantas cosas de mi tierra y de aquí, y es como si me paseara por una memoria antiquísima que tenía ahí y no me daba cuenta. Y estoy tan entusiasmado que ahorita mismo quiero que me lleves a una librería y me aconsejes, porque quiero comprar un Quijote bueno, el mejor que pueda, y releer sus páginas esta noche en el hotel. Eso dijo Élmer. Así que me fui para allá, lo conduje a la librería de Antonio Méndez, en la Calle Mayor, y le regalé a mi carnal sinaloense el Quijote en la edición crítica de Francisco Rico, el que viene con letra grande en un solo tomo, que me parece la mejor y más fiel presentación actual del texto original de Cervantes. Pero como aún tenía fresco lo del imperio del otro, confieso que sentí una punzada de remordimiento. A ver si estoy haciendo mal, me dije. A ver si fomento glorias imperiales al regalar un libro franquista por antonomasia, y jodemos la marrana. Pero cuando le miré la cara a Élmer se me quitó la aprensión de golpe. Pasaba las páginas de su Quijote con una expresión de felicidad infinita. Sabes, güey, me dijo. Desde niño, cuando era un hijo de campesinos incultos y empecé a ir a la escuela allá en Méjico, soñaba con caminar por España con este libro en las manos. Me lo quedé mirando con cara de guasa. ¿A pesar de Cortés y la Malinche, Alvarado, el Templo Mayor y toda la parafernalia?, pregunté. Y Élmer encogió los hombros, sonrió y dijo chale, carnal. No mames. O como decís en España, no me toques los cojones.
2 de junio de 2002
Y lo que son las cosas de la vida. Estaba el otro día meditando sobre todo eso, apesadumbrado y medio convencido -el último esfuerzo imperial me ha dejado con las defensas intelectuales bajas-, considerando la posibilidad de renunciar a esta miserable lengua fascista en la que fui educado, a esta anquilosada jerga que es hablada por cuatrocientos millones de siervos abyectos. Estaba, digo, a punto de descolgar el teléfono para llamar a mi vecino el rey de Redonda y decirle oye, perro inglés, tú que dominas la lengua de Shakespeare, nada sospechosa de imperial ni de lejos, y todavía eres joven y guapo, chaval, aún estás a tiempo de cambiar y ennoblecer tus textos renunciando para siempre a esta parla infame en la que ahora escribes. Yo estoy demasiado encanallado, me temo; pero tú estás a tiempo. Sálvate. Teclea en inglés esa novela que publicarás el próximo otoño y gánate el respeto del mundo. O mejor, puesto a ser honrado de verdad, vete a Soria y escríbela en soriano. Con un par de huevos. Qué más da que no te lean fuera, si en Soria vas a ser la hostia.
Estaba en eso, les digo, a punto de ver la luz de la verdad -la página de Paulo Coelho me está ayudando mucho en la parte espiritual, últimamente- y pedirle una foto dedicada a Baltasar Porcel, para ponerla junto a la carta autógrafa de Patrick O'Brian que tengo colgada junto al ordenador cuando me llamó mi amigo el escritor mejicano Élmer Mendoza, que estaba en Madrid en su primera visita a Europa y a España. Quihubo, cabrón, me dijo. Estoy en tu pinche tierra gachupina hijadeputa, y es que no me lo creo, carnal. Alucino porque todo esto lo conocía ya de antes sin haberlo visto, de los libros, y ahora que lo pateo comprendo tantas cosas de mi tierra y de aquí, y es como si me paseara por una memoria antiquísima que tenía ahí y no me daba cuenta. Y estoy tan entusiasmado que ahorita mismo quiero que me lleves a una librería y me aconsejes, porque quiero comprar un Quijote bueno, el mejor que pueda, y releer sus páginas esta noche en el hotel. Eso dijo Élmer. Así que me fui para allá, lo conduje a la librería de Antonio Méndez, en la Calle Mayor, y le regalé a mi carnal sinaloense el Quijote en la edición crítica de Francisco Rico, el que viene con letra grande en un solo tomo, que me parece la mejor y más fiel presentación actual del texto original de Cervantes. Pero como aún tenía fresco lo del imperio del otro, confieso que sentí una punzada de remordimiento. A ver si estoy haciendo mal, me dije. A ver si fomento glorias imperiales al regalar un libro franquista por antonomasia, y jodemos la marrana. Pero cuando le miré la cara a Élmer se me quitó la aprensión de golpe. Pasaba las páginas de su Quijote con una expresión de felicidad infinita. Sabes, güey, me dijo. Desde niño, cuando era un hijo de campesinos incultos y empecé a ir a la escuela allá en Méjico, soñaba con caminar por España con este libro en las manos. Me lo quedé mirando con cara de guasa. ¿A pesar de Cortés y la Malinche, Alvarado, el Templo Mayor y toda la parafernalia?, pregunté. Y Élmer encogió los hombros, sonrió y dijo chale, carnal. No mames. O como decís en España, no me toques los cojones.
2 de junio de 2002
1 comentario:
Pues, sí, don Arturo. Yo, que soy español y no conozco otro idioma -al menos, bien conocido-, me alegro de haber leído este su artículo sobre esos meapilas que encumbran sus idiomas autóctonos mientras tachan de fascista o imperialista al nuestro, al español de todos los españoles e hispanoamericanos. Y yo, que vivo en un lindo país sudamericano, puedo dar fe de que, salvo cuatro mamarrachos, estos tipos nos quieren y aprecian. Y, a quienes nos tachan de asesinos por culpa de ese invento llamado "leyenda negra" y creado por intereses anglos, les digo que ni mi abuelo ni mi padre estuvieron con Colón o con los sucesivos virreyes. Pero que, con cierta seguridad, sí que estarían los suyos.
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