lunes, 17 de junio de 2002

La sonrisa del moro


El otro día, en el mercadillo de Torrevieja, a las siete de la tarde y hasta la bandera de gente, un moro me ofreció hachís. Vaya por delante que el hecho en sí no me molestó en absoluto. No consumo, pero no impongo. Quiero decir que no me pongo estrecho cuando alguien me propone algo fumable, inyectable, esnifable, una señora o lo que sea. Sólo digo no, gracias, otro día, y sigo mi camino. Me habían ofrecido hachís muchas veces antes, pero siempre de modo discreto, en voz baja, colega, un susurro cómplice, un gesto furtivo, chocolate bueno, paisa, ketama pura, etcétera. Pero esta vez fue diferente. Vi el grupo de lejos cuando me acercaba: media docena, todos moros jóvenes, sanos, camisas de marca, cadenas de oro, buenos relojes. O mis primos han tenido mucha suerte desde que bajaron de la patera, me dije, o se lo montan de cojón de pato. Cuando estuve cerca no me cupo duda. Es mucha mili, y conoces al pájaro por la mota. En ésas uno me miró, y me puso proa. Seamos justos. Yo acababa de amarrar un velero y mi aspecto era, según ciertos estereotipos, de los que se fuman canutos a pares: barbudo, tejanos raídos, una camisa lavada doscientas veces. Quizás hasta parecía guiri. El caso es que el morapio se me acercó. Pero no en plan clandestino, sino al contrario. Vino partiéndose de risa por algún chiste de los colegas, y en voz alta, con sonrisa provocadora, me cortó el paso y preguntó a grito pelado si quería hachís. Lo que me fastidió no fue la propuesta, sino la sonrisa insultante, la chulería y el descaro con que la hizo, en mitad del gentío y sin ningún complejo, consciente de la impunidad con que actuaban él y sus compadres, en un país donde que te vendan chocolate a plena luz del día es lo de menos. Y ya ven. Esto lo confiesa el arriba firmante, que en los diez años que llevo tecleando esta página dejé bien claro, muchas veces y para solaz del buzón de lectores de El Semanal, mi punto de vista sobre inmigrantes, invernaderos almerienses y subnormales neonazis incluidos. Opiniones que no han variado un ápice, pues sigo más a gusto entre la indiada y la morisma que en un pub de Oxford o una sauna letona, aprecio al inmigrante que viene a trabajar honradamente para mejorar su vida, y me niego a mezclar las churras con las merinas. Pero, en lo tocante a las churras aprovechadas o con mala fe, que las hay a manadas, también tengo mis propias ideas, resumibles en leña al gorrino hasta que hable inglés, lo mismo si el gorrino es rifeño como si es de Zamora.

Y en ese contexto debo reconocer que, en aquel mercadillo torrevejense, y a falta de un guardia que obliga al berberisco del chocolate a vender de manera más discretas -por lo visto ese día libraban todos, para jolgorio de camellos y carteristas-, me habría encantado partirle yo mismo la cara a aquel hijo de la gran puta, aún a riesgo de que luego me llamaran xenófobo y racista y toda la parafernalia. Que por cierto, me importa un huevo. Pero como aquel jambo sus colegas sumaban seis, todos vigorosos y bien alimentados, y uno mismo es ya un barco casi camino del desguace, opté por la vía pacífica y me la envainé sin rechistar. Seguí caminando sin despegar los labios, y como el tío continuaba plantado enfrente, cortándome el paso, me limité empujarlo con el hombro para apartarlo. Y se apartó. Pero fui frustradísimo, lo confieso. Tragándome las ganas borrarle la sonrisa provocadora de la jeta. Esa fue la bonita anécdota callejera. Y fíjense lo que les digo: en el fondo no culpo al fulano. A fin de cuentas, si uno llega a una casa y se encuentra la puerta abierta, y la señora también se abre de piernas, y el marido no rechista por miedo a que lo llamen celoso y dice barra libre, pues uno va y se calza a la señora, y al marido de la señora y de paso vacía el frigorífico. Sobre todo si la otra opción es que te exploten en un bancal por cuatro duros miserables descontándote del sueldo esa covacha donde vives veinte más, como animales. Y cuando lo piensas, a quien verdad te gustaría borrarle la sonrisa es a los empresarios sin escrúpulos que con su avaricia persuaden a los inmigrantes de que es más rentable el hachís en Torrevieja que un invernadero de Lorca. También a los cantamañanas que con discursos oportunistas los convencen de que esto es jauja, y que aquí todo el que llega puede aprovecharse de los derechos sin respetar las normas locales y las obligaciones. Y en especial a esas presuntas autoridades que, por debilidad, oportunismo y miedo al qué dirán, carecen de huevos y de sentido común para poner límites razonables a un desmadre que hace tiempo se les va de las manos. Y al final, cuando todo se ido de verdad al carajo, pagarán el pato los de costumbre: el inocente que pasaba por allí, el pobre inmigrante a quien, camino de la tomatera, apalea un tropel de energúmenos con bates de béisbol. Lo de siempre. Nada nuevo en esta España triste y falsa hasta la náusea, feudo de demagogos, de sinvergüenzas y de cobardes.

16 de junio de 2002

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