Ayer, por enésima vez, me calcé La legión invencible. Y entre esta noche y mañana caerán las otras dos. Me refiero a Fort Apache y Río Grande, que cierran la trilogía clásica de John Ford sobre la caballería de los Estados Unidos en las guerras indias en torno a 1870. Es raro que pase más de un año de mi vida sin que vuelva a ver esas tres películas, y lo mismo ocurre con el resto de la obra de Ford; en especial con El hombre tranquilo y No eran imprescindibles, y con los westerns Misión de Audaces, Dos cabalgan juntos, Centauros del desierto y El hombre que mató a Liberty Valance. En materia de cine, y con todo el respeto para directores que admiro hasta la adoración -Río Bravo, de Howard Hawks, por ejemplo, es mi película del Oeste favorita, y Sin perdón, de Clint Eastwood, me parece una obra maestra-, para mí, John Ford sigue siendo literalmente Dios padre. Y John Wayne, por supuesto, su encarnación sobre la tierra.
Cómo es La legión invencible, diablos. De emocionante y perfecta. Cómo están todos. Con qué talento y sensibilidad extraordinarios nos introduce Ford en los entresijos de un mundo épico, hecho de carne y hueso, donde una palabra, un silencio, una mirada, tienen tanta importancia como el rayo que descarga a lo lejos mientras los hombres caminan con los caballos de la brida, el polvo asentado sobre los rostros fatigados, el cuero empapado en sudor, el roce de viejos uniformes azules sobre gastadas sillas de montar, el valor resignado y profesional de soldados hechos a morir por cincuenta centavos al día. Y cómo es John Wayne, oigan. Cómo está, haciendo de capitán Brittles o de capitán York. Poniéndose unas gafas casi a hurtadillas para leer, el día de su jubilación, la inscripción en el reloj de plata que le han regalado los hombres de la compañía C. Encarnando ese patriotismo honrado, perfectamente compatible con la crítica a los abusos e imperfecciones del sistema. Rindiendo homenaje al bando vencido en la guerra civil -la dignidad y el valor como factor de respeto mutuo, reconciliación y memoria- cuando al viejo general que tras la derrota del Sur se alistó en la caballería como soldado raso, muerto ahora en combate contra los indios, permite que lo entierren los otros soldados sureños cubierto por la bandera confederada.
Cada vez que veo una de estas películas me acuerdo de aquellos idiotas que en los años 60 y 70 llamaban a John Ford director fascista -hacía películas de soldados, morían indios, manejaba épica militarista, camaradería machista y cosas así- mientras también John Wayne se llevaba lo suyo: reaccionario, chuleta, pésimo actor; incluso acababa de hacer una película llamada Boinas verdes -muy mala, por cierto- donde los norteamericanos iban de buenos en la guerra de Vietnam. Y sin embargo, muchos de aquellos cantamañanas de ambos sexos se deshacen ahora en elogios a John Ford como clásico indiscutible del cine, y alaban a John Wayne como uno de los grandes actores de Hollywood. Hablo de ésos que despreciaban al Clint Eastwood de Harry el sucio o El sargento de hierro llamándolo violento reaccionario que, en consecuencia, hacía pésimas películas; y que ahora, sin embargo, babean públicamente con cada nueva obra de este actor-director, sobre el que han resuelto el conflicto moral calificándolo de cineasta de culto, como a Tarantino y Kitano. Y así pueden hacerlo compatible, los muy capullos.
Permitan un consejo fordiano. Si no conocen la obra del maestro de maestros, empiecen por la trilogía de la caballería. Si la conocen pero no se detuvieron en ella, vuelvan a verla despacio. Y también, si quieren, echen antes un vistazo a dos libros clave para disfrutarlas más. Uno es Jinetes en el cielo, donde Eduardo Torres-Dulce estudia la trilogía fordiana al detalle. El otro son los magníficos relatos de James Warner Bellah recogidos en Un tronar de tambores: media docena de historias cortas, secas, perfectas -Masacre es mi favorita-, que inspiraron los guiones. Así, cualquiera de las tres películas se convierte en una experiencia todavía más intensa y emocionante: las mujeres viendo a sus hombres alejarse del fuerte, la resignación de Thursday y los sargentos esperando el último ataque apache, el herido cabo Qyane reprochando respetuosamente «Pero usted no estaba, señor» al capitán Brittles... O la que para mí es la mejor escena de La legión invencible; la que refleja el espíritu y la camaradería que el irlandés Ford supo imprimir en cada una de sus películas: cuando la columna se aleja al trote, dejando a unos pocos para cubrir la retirada, y los jinetes pasan ante la cámara mientras suenan los primeros disparos a su espalda, cada uno de ellos cabalga con la cabeza vuelta para mirar atrás, al otro lado del río, donde combaten sus compañeros.
31 de marzo de 2013