Pongo la radio y me entero de que pronto podrán utilizarse los teléfonos móviles a modo de tarjeta de crédito, pues llevarán incorporados los datos y mecanismos necesarios. Ya no habrá que enseñar la tarjeta, identificarse con el deneí, firmar o introducir la clave de seguridad. Bastará con arrimar el teléfono al artilugio correspondiente, y la operación se efectuará con todas las de la ley. Clic, clac, sonará la maquinita. Hecho. «Es más fácil -decía el experto de turno-. Más cómodo». Explicada así, la cosa suena como un paso más en los avances de la Humanidad hacia el confort y la felicidad. Y claro. Si es más cómodo y fácil, no hay más que hablar. También harán lo mismo para los billetes de avión y de tren. Teléfono móvil para todo, o como se llame el artilugio en el futuro: Ipad, Ifone, Iyoquesé. Con todo dentro. Lo acercas al sitio, y funciona. Piiiii. Más fácil, ya saben. Más cómodo. Más simpático, también. Más divertido.
Y qué pasa con los que no, pregunto. Con los que no tienen móvil, o lo utilizan sólo para lo elemental, querido Watson. Qué hay de los carcas tecnológicos que estamos en nuestro derecho a exigir, no que las cosas sean fáciles, cómodas, divertidas o simpáticas, sino seguras y eficaces. Los que todavía somos de piñón fijo. ¿Qué pasará cuando un ciudadano que no se entienda con esos chismes desee utilizar tarjeta de plástico, dinero en metálico, billete de avión o de tren de toda la vida? ¿O cuando alguien tema que todo ese magreo tecnológico haga su cuenta bancaria y sus datos personales más vulnerables en caso de pérdida, sustracción o mala fe? La respuesta oficial es que, naturalmente, esos gruñones aguafiestas podrán seguir utilizando medios convencionales, si quieren. Pero es mentira. Lo mismo dijeron cuando empezaron con los billetes de avión o de tren electrónicos. Más cómodos, sin duda. Cuando tienes una conexión con Internet. Pero, aunque parezca raro, no todo el mundo la tiene, o quiere tenerla. O se niega a utilizarla para eso. O es torpe con esos sistemas, y se lía. También puede ocurrir que no deseen arriesgarse a que su tarjeta de crédito circule por Internet sin saber en qué manos acabará -disparate a disparate, hasta empiezan a pedirte en algunos sitios que envíes un escaneo del deneí-. Prueben hoy a buscar una oficina de venta directa de billetes de Iberia o de Renfe, a ver dónde la encuentran.
Permítanme algún caso personal. Toda la vida me negué a manejar por Internet datos bancarios míos o de otros, pues sé lo peligroso que es. El correo electrónico lo manejo con prudencia, pues nunca sabes quién acabará asomándose a él. Sin embargo, pese a tener derecho a proteger mi intimidad y mi trabajo, cada vez hay más organismos oficiales que me exigen datos personales por ese medio. Y no dan alternativas, o éstas son tan peregrinas que sólo están ahí para cubrir las formas, y en la práctica tienen carácter disuasorio. El colmo llegó el otro día, cuando el ministerio de Hacienda me comunicó que debo tener obligatoriamente un correo electrónico, pues las gestiones relacionadas con determinada actividad profesional sólo podré hacerlas por esa vía. Si no lo hay, seré sancionado. Y no les quepa duda: de aquí a pocos años -más fácil y más cómodo, etcétera, sobre todo para ellos- las declaraciones de Hacienda serán obligatorias por Internet. Echen cuentas sobre la intimidad resultante y sus garantías. En España, ojo. Un lugar donde un testigo protegido, por ejemplo, declara ante un juez y al día siguiente su declaración se difunde en Youtube. Así que vayan echando cuentas de lo que nos espera.
En resumen: no sólo no te dejan salida, sino que acaban reventándote si la buscas. Si te niegas a tragar. Todo eso, en tiempos de pirateo y golfería a menudo impune. Y luego, echen un vistazo a la catadura y maneras de los legisladores y funcionarios encargados de garantizar la seguridad del tinglado. De protegernos cuando todo tiende a exponernos públicamente de una manera tan irresponsable y criminal. Por no hablar del fallo inevitable del sistema: el iceberg que cada Titanic tecnológico incluye en sí mismo. Recuerdo a un amigo que hace tiempo perdió su móvil y con él la agenda de teléfonos y contactos. Cuando le pregunté por qué no tenía una copia de esa agenda escrita en un buen y viejo cuaderno de toda la vida, me miró desconcertado, como si hablara en chino. Y ése es el punto. En realidad, no necesitamos que nos obliguen. Somos tan estúpidamente suicidas que nos metemos solos en el charco. Chof, chof. Nos hacemos cada día más vulnerables, en la imbécil creencia de que siempre habrá a mano un enchufe donde solucionar nuestra vida. Y así, el día en que todo se vaya al carajo nos miraremos unos a otros, asombrados, preguntándonos cómo ha podido ocurrir esto.
17 de marzo de 2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario