Imaginen una ciudad donde los conductores que se saltaran los semáforos en rojo no fueran sancionados. Donde los ciudadanos honorables circulasen según las reglas, pero los desaprensivos lo hicieran a su aire, sin respetar nada y con absoluta impunidad. Dejando aparte el caos resultante, está claro que quienes no respetaran los semáforos tendrían ventaja sobre los otros. Llegarían antes a todas partes y acabarían siendo amos de las calles, aparte de causar innumerables víctimas entre quienes, confiados en el correcto funcionamiento de los semáforos y el respeto a las normas, se vieran atrapados en tan absurda y peligrosa situación.
Algunos sucesos recientes hacen que me pregunte si no es lo que, en algunos aspectos, ocurre con las leyes y la Justicia en España. La indefensión de los ciudadanos honorables y la impunidad de quienes basan su forma de vida en saltarse esos semáforos con los que a costa de tiempo, esfuerzo y sensatez, hemos organizado nuestras ciudades: normas de conducta, derechos y libertades basados en el respeto y la convivencia. Víctimas de un buenismo excesivo enraizado en hondos complejos históricos, sociales y políticos, aquí nos hemos pasado de rosca legislando para un mundo ideal, angelical a ratos, que no resiste los embates del lado oscuro e inevitable de la condición humana. Eso nos ha convertido en rehenes de un Estado maniatado por su propia estupidez, incapaz de defender a quienes le cedieron el monopolio de la violencia legítima. Presa ideal para quienes viven de saltarse semáforos. Rebaño de ovejas a merced de lobos sin escrúpulos.
Les pongo un par de ejemplos. A cinco carteristas bosnias, que acumulan 330 arrestos por robar en el Metro, un juez ha prohibido entrar en cualquier boca del suburbano. Aparte lo absurdo de esperar que una carterista sistemáticamente detenida y puesta en libertad a las pocas horas respete órdenes como ésa, lo interesante son las especulaciones que al respecto hacen fuentes judiciales. En caso de incumplimiento, señalan, podría aumentarse la medida cautelar, prohibiéndoles acercarse a cien metros de una boca del Metro -las bosnias temblarán, impresionadas-. Pero ojo. Si quebrantasen esta segunda y enérgica medida, entonces cabría la posibilidad de prohibirles residir en Madrid una temporada. El colmo del rigor, como ven. Disuasión bestial. En cuanto a la posibilidad de meter a esas cinco individuas en la cárcel, o subirlas a un avión y mandarlas de vuelta a Bosnia, ni se plantea. Sería impropio de una democracia ejemplar como la nuestra, naturalmente. Un rigor desproporcionado y fascista.
Desproporcionada puede ser también, según el juez que toque, la respuesta de un joyero madrileño a dos atracadores -esa vez eran serbios- que entraron en su tienda navajas en mano, lo rociaron con un spray lacrimógeno y le sacudieron leña a su hija hasta que el joyero, sacando una pistola, les pegó unos tiros a bocajarro. Los atracadores fueron al hospital; y el joyero, a comisaría detenido y puesto luego en libertad con cargos por intento de homicidio. El tiempo que pasarán los atracadores en la cárcel cuando salgan del hospital pueden ustedes calcularlo fácilmente con el baremo ejemplar del Niño Sáez: un atracador con 39 antecedentes policiales, puesto en libertad en esas mismas fechas por un juez a las 72 horas de ser detenido por intento de robo en otra joyería. En cuanto al pazguato que les endiñó cinco plomazos a los dos serbios, es de suponer que podrá librarse tras el habitual calvario judicial de declaraciones, comparecencias, abogados y papeleo que arruinarán su vida unos cuantos años. Siempre y cuando, claro, las familias de los heridos no lo demanden y pidan indemnización por dejar a los cabezas de familia incapacitados para ganarse el jornal atracando. O que la eximente de legítima defensa no se vea alterada por la antes citada desproporción en la respuesta; ya que, según las leyes españolas, pegarle un tiro a quien te amenaza con una navaja, aunque las dos cosas maten igual, es una especie de abuso. Para que todo sea irreprochable, el joyero tendría que dejar la pistola en el cajón y defenderse con una navaja. No se sorprendan: mi amigo Tito, en cuya casa entraron unos albanokosovares que los apalearon y torturaron a él y a su mujer, y pudo liberarse, y con una pistola que tenía en toda regla se lió a tiros, estuvo años de juicio en juicio, empapelado hasta las cejas por darle matarile a uno de ellos en el salón de su casa. Calculen si se lo llega a cargar en el jardín. O en la calle.
Así que tengo curiosidad por ver qué les caerá a los atracadores del joyero cuando salgan del hospital. Por rigor, que no quede: orden de alejamiento de cien metros de una joyería, al menos. Y si reinciden, doscientos.
24 de marzo de 2013
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