Murieron en Iraq hace unas semanas. No sé si cuando esto se publique habrá alguno más. En cualquier caso, españoles o no, seguirán muriendo; en ésta o en la siguiente guerra. Eso nada tiene que ver con la ingenuidad de quienes sueñan con un mundo perfecto, ni con la obscena demagogia de quienes convierten en votos cada niño quemado y cada muerte. Ninguna guerra es la última, porque el ser humano es un perfecto canalla. Y para contar lo más brutal de esa infame condición humana, seguirán muriendo periodistas.
No conocía a Julio Anguita Parrado ni a José Couso. Eran jóvenes, y yo me jubilé después de los Balcanes; donde, por cierto, enterramos a cincuenta y seis colegas. No sé qué llevó a Julio y José hasta el misil o la granada que los mató, aunque puedo imaginarlo. En cuanto a por qué murieron, debo decir lo que creo: que murieron porque querían estar allí. Fueron voluntarios a un lugar peligroso, y el padre de Julio Anguita lo resumió con una entereza admirable: "Mi hijo murió cumpliendo con su deber". Punto. Hacían un trabajo duro, y salió su número. En la lotería donde se combinan el azar y las leyes de la balística, les tocó a ellos. Suma y sigue. El resto es demagogia y literatura.
Por qué estaban allí, supongo que es la pregunta. Por qué cerca de la línea de fuego, como Julio, o filmando asomado a una ventana en plena batalla, como José. No por dinero, desde luego. Ni por amor desaforado a la información y a la verdad. Tampoco, como he oído decir estos días, por amor a la humanidad, para detener con su testimonio las guerras. La milonga del periodista buen samaritano es una tontería. Ni siquiera Miguel Gil Moreno, a quien han estado a punto de beatificar desde que cascó en Sierra Leona, iba por eso. Uno ayuda, claro. Lo hace cuando puede. Incluso a veces piensa que su trabajo puede cambiar algo. Pero de ahí a que un reportero sea un filántropo media un abismo. En veintiún años de oficio no encontré ninguno así. Al contrario. Nunca conocí a un reportero que al sonar el primer cañonazo no sintiera la excitación, el hormigueo, de quien empieza una aventura peligrosa y fascinante. Luego vienen los años, la reflexión y la experiencia. Te asustas y no vuelves; lo sigues, y te matan o te haces una reputación. Mientras, en tu corazón cambian algunas cosas. Descubres responsabilidades y remordimientos. Pero eso ocurre después. Digan lo que digan quienes no tienen ni idea del asunto, lo que lleva a un periodista a sus primeros campos de batalla es poder decir: estuve allí. Pasé la más dura reválida de mi perro oficio.
Hablar de asesinatos particulares en una guerra donde mueren miles de personas es una incongruencia. Montar el número de la cabra en torno a la muerte de un reportero -aparte el respetable dolor de familia y amigos-, es insultar la memoria de un profesional valiente que ha hecho su oficio con impecable dignidad, pagándolo con su pellejo. Por supuesto, cuando un tanque lo mata hay que procurar reventar al cabrón del tanque, si se puede. Pero con realismo, no con retórica idiota. Un combate, una batalla, son un caos de miedo, incertidumbre y bombazos, y nadie puede esperar que la gente se comporte con humanidad o cordura. Quien se asoma a una ventana a filmar, lo sabe. Y si no lo sabe, no debería estar allí. El problema con toda esta demagogia es que al final la gente termina creyéndose eso de la guerra limitada y las bombas inteligentes, y de tanto oír tonterías a los políticos y a la prensa del corazón -que esa es otra, el periodismo basura hablando de compañeros muertos-, al final existe el riesgo de que los periodistas crean que los ejércitos son oenegés y la guerra un juego virtual con reglas y principios, y se metan allí creyendo que alguien va a garantizarles la piel o la vida, que cuando se vaya todo al carajo detendrán los combates para evacuarlos, o se pedirán responsabilidades morales y económicas al marine con fatiga de combate y gatillo fácil, o al negro que te rebane los huevos con un machete. Por eso me inquietó que el otro día un telediario anunciase que el Ministerio de Defensa español comunicaba que no garantizaba la seguridad de los periodistas españoles en Bagdad. Naturalmente. Ni el español, ni el norteamericano, ni nadie. Claro que no. Ni en Bagdad, ni en Sarajevo, ni en Saigón, ni en el saco de Roma, ni saliendo del caballo de madera, en Troya. Las guerras son, a ver si nos enteramos, peligrosas y putas guerras. Nos ha vuelto tan estúpidos que de semejante obviedad hacemos una noticia.
27 de abril de 2003
No conocía a Julio Anguita Parrado ni a José Couso. Eran jóvenes, y yo me jubilé después de los Balcanes; donde, por cierto, enterramos a cincuenta y seis colegas. No sé qué llevó a Julio y José hasta el misil o la granada que los mató, aunque puedo imaginarlo. En cuanto a por qué murieron, debo decir lo que creo: que murieron porque querían estar allí. Fueron voluntarios a un lugar peligroso, y el padre de Julio Anguita lo resumió con una entereza admirable: "Mi hijo murió cumpliendo con su deber". Punto. Hacían un trabajo duro, y salió su número. En la lotería donde se combinan el azar y las leyes de la balística, les tocó a ellos. Suma y sigue. El resto es demagogia y literatura.
Por qué estaban allí, supongo que es la pregunta. Por qué cerca de la línea de fuego, como Julio, o filmando asomado a una ventana en plena batalla, como José. No por dinero, desde luego. Ni por amor desaforado a la información y a la verdad. Tampoco, como he oído decir estos días, por amor a la humanidad, para detener con su testimonio las guerras. La milonga del periodista buen samaritano es una tontería. Ni siquiera Miguel Gil Moreno, a quien han estado a punto de beatificar desde que cascó en Sierra Leona, iba por eso. Uno ayuda, claro. Lo hace cuando puede. Incluso a veces piensa que su trabajo puede cambiar algo. Pero de ahí a que un reportero sea un filántropo media un abismo. En veintiún años de oficio no encontré ninguno así. Al contrario. Nunca conocí a un reportero que al sonar el primer cañonazo no sintiera la excitación, el hormigueo, de quien empieza una aventura peligrosa y fascinante. Luego vienen los años, la reflexión y la experiencia. Te asustas y no vuelves; lo sigues, y te matan o te haces una reputación. Mientras, en tu corazón cambian algunas cosas. Descubres responsabilidades y remordimientos. Pero eso ocurre después. Digan lo que digan quienes no tienen ni idea del asunto, lo que lleva a un periodista a sus primeros campos de batalla es poder decir: estuve allí. Pasé la más dura reválida de mi perro oficio.
Hablar de asesinatos particulares en una guerra donde mueren miles de personas es una incongruencia. Montar el número de la cabra en torno a la muerte de un reportero -aparte el respetable dolor de familia y amigos-, es insultar la memoria de un profesional valiente que ha hecho su oficio con impecable dignidad, pagándolo con su pellejo. Por supuesto, cuando un tanque lo mata hay que procurar reventar al cabrón del tanque, si se puede. Pero con realismo, no con retórica idiota. Un combate, una batalla, son un caos de miedo, incertidumbre y bombazos, y nadie puede esperar que la gente se comporte con humanidad o cordura. Quien se asoma a una ventana a filmar, lo sabe. Y si no lo sabe, no debería estar allí. El problema con toda esta demagogia es que al final la gente termina creyéndose eso de la guerra limitada y las bombas inteligentes, y de tanto oír tonterías a los políticos y a la prensa del corazón -que esa es otra, el periodismo basura hablando de compañeros muertos-, al final existe el riesgo de que los periodistas crean que los ejércitos son oenegés y la guerra un juego virtual con reglas y principios, y se metan allí creyendo que alguien va a garantizarles la piel o la vida, que cuando se vaya todo al carajo detendrán los combates para evacuarlos, o se pedirán responsabilidades morales y económicas al marine con fatiga de combate y gatillo fácil, o al negro que te rebane los huevos con un machete. Por eso me inquietó que el otro día un telediario anunciase que el Ministerio de Defensa español comunicaba que no garantizaba la seguridad de los periodistas españoles en Bagdad. Naturalmente. Ni el español, ni el norteamericano, ni nadie. Claro que no. Ni en Bagdad, ni en Sarajevo, ni en Saigón, ni en el saco de Roma, ni saliendo del caballo de madera, en Troya. Las guerras son, a ver si nos enteramos, peligrosas y putas guerras. Nos ha vuelto tan estúpidos que de semejante obviedad hacemos una noticia.
27 de abril de 2003