domingo, 26 de abril de 2020

La estrella moribunda

Durante cierto tiempo, las estrellas fueron importantes en mi vida. Crecí junto al mar cuando la costa no era todavía un continuo paisaje de cemento y luz artificial, y las noches en la playa, junto a fogatas hechas con madera de deriva, transcurrían bajo una hermosa bóveda celeste que giraba despacio alrededor de la Polar. Fue con Paco el piloto, en las noches en que salíamos al mar para que él se buscara la vida con los barcos extranjeros fondeados, con quien aprendí a tomar la distancia desde la Osa Mayor para encontrar la estrella maestra. Más tarde, cuando navegué en mi propio velero, algunas noches apagaba –aún lo hago– todos los instrumentos de a bordo para, sentado junto al timón, sentir el placer de navegar un rato con sólo las referencias del cielo. Y cuanto tengo alguna duda, todavía consulto el Starfinder, el disco localizador de estrellas que me regaló, hace ya muchos años, el capitán de la marina mercante don Carlos de la Rocha. 

También, cuando trabajé en lugares donde la luz no sólo no era posible sino que podía ser peligrosa, muchas noches transcurrieron en la oscuridad, a cielo abierto, y a menudo dormí o esperé tumbado sobre la arena o en el saco de dormir, mirando estrellas hasta aprenderme varias constelaciones de memoria: El Cisne, La Cruz del Sur, Las Pléyades, Cefeo, Orión… De todas ellas, Orión es la que más vinculada está a mi vida, y no sólo por ser la más hermosa. Desde niño me fascinó su leyenda, la del cazador con la espada y el escudo, que vigila el cielo; el que guió a Ulises en su visita al Hades y tiene dos estrellas en los hombros, Betelgeuse y Bellatrix, tres en el cinturón y dos en los pies, una de las cuales se llama Rigel. A Orión debo tal vez la vida, como se la debe mi entonces compañero el fotógrafo Claude Glüntz; porque una noche de febrero de 1976, cuando recorríamos con un Land Rover y un conductor del Polisario una pista cercana a Mahbes, en el Sáhara, fue la posición de Orión, que estaba donde no debía estar –o más bien éramos nosotros los que no estábamos– la que nos hizo descubrir que nuestro conductor saharaui se había despistado y rodábamos por una pista minada que, además, nos llevaba directamente a las posiciones marroquíes. 

Anoche, cuando pensé en escribir hoy este artículo, me asomé a ver con prismáticos el firmamento, que desde donde vivo se ve nítido y limpio. Y allí estaba el impasible y fiel Cazador, muy próximo al horizonte. Me detuve un rato en el punto rojizo de Betelgeuse, la estrella más hermosa de esa constelación, el Uluriajuak de los esquimales, Basn de los persas e Ib al-Jauza de los árabes, que en las tablas astronómicas de Alfonso X el Sabio aparece ya como Beldengeuze. Y mientras la observaba recordé que estaba mirando una estrella condenada a muerte. Todo el Universo y cuanto contiene lo está, tarde o temprano; pero Betelgeuse tiene, incluso, fecha de caducidad conocida. 

Ahí donde se la ve, tan hermosa desde que nació como gigante azul hace ocho millones de años, Betelgeuse agoniza sin remedio. Se desvanece. En sólo un año su brillo ha perdido casi dos tercios de intensidad; y no porque sea una estrella de resplandor variable, que lo es, sino porque está consumiendo su combustible interno y eso la conduce, inevitablemente, al colapso que la hará estallar en lo que los astrónomos llaman supernova: una explosión que durante tres meses iluminará de noche la tierra, que hará el hombro del Cazador tan brillante como la luna llena, y que se irá apagando hasta desaparecer para siempre en uno o dos años. Según los astrónomos, para que eso ocurra quedan, como mucho, menos de 100.000 años. Y de ahí para abajo. O sea, mil cortos siglos. Cifra que si a los estúpidos humanos que estamos aquí nos parece enorme, para el impasible cosmos y sus reglas es un aperitivo de nada. Un simple suspiro entre dos aparentes eternidades. 

Recuerdo que una noche, cuando estábamos mojados por el relente a bordo de su barco, esperando cartones de Winston junto a la isla de las Palomas –habíamos pescado calamares con potera mientras anochecía, para matar el rato–, el Piloto encendió un pitillo con su chisquero, miró la bóveda celeste que recortaba las alturas negras de la costa, y refiriéndose a las estrellas me dijo: «Qué pequeño y qué analfabeto se siente uno aquí debajo. ¿A que sí, zagal?». Y era cierto, y lo sigue siendo. Más de medio siglo después, pese a todo lo visto y leído desde entonces, mientras anoche observaba Orión mirando el hombro rojo y sentenciado a muerte del Cazador, volví a sentirme tan pequeño y analfabeto como aquella noche lejana junto al Piloto, en el barquito que se mecía despacio bajo las estrellas. 

26 de abril de 2020 

domingo, 19 de abril de 2020

El abuelo de la mochila

Me he acordado de él, y no hace falta que explique por qué. También recuerdo el lugar como si aún estuviera allí: avenida Marsala Tito, cerca del puente donde Gavrilo Princip mató al archiduque Fernando y a su esposa. Y como tomé notas en un cuaderno que conservo, recuerdo también la fecha: 11 de agosto de 1993. Era la época dura en Sarajevo, y lo contábamos en los telediarios. Una directora de Informativos fanática y sectaria, como nunca tuve otra, exigía que no mandásemos tanta carne sangrante, porque el mostrador chorreaba y a Javier Solana, jefe de la diplomacia europea, que se besaba en la boca con los carniceros serbios diciendo que así los aplacaba, nuestras crónicas le estropeaban la sonrisa. Pero a nosotros nos importaba eso un cojón de pato, y gracias a Miguel Ángel Sacaluga, nuestro jefe inmediato, que era mi amigo y nos cubría las espaldas, contábamos lo que nos parecía oportuno. Ahí tienen ustedes el archivo de la tele, como prueba. 

El caso es que estábamos en aquella esquina junto al río, haciendo shopping. Llamábamos así a salir cada día de caza con los chalecos, los cascos y toda la parafernalia, apalancarnos donde ese día cayeran más bombas, y en cuanto pegaba un cebollazo cerca, correr a grabar en caliente el asunto y sus consecuencias. Pero también había francotiradores, y eso complicaba las cosas: si asomabas mucho la gaita o te descuidabas al cruzar, te la endiñaban. Estábamos, por eso, pegados a una esquina el arriba firmante, Paco Custodio, que era el cámara, Miguel de la Fuente, segundo cámara y ayudante de sonido, y Slobodanka, nuestra intérprete bosnia. Sentados los cuatro en el suelo y con la espalda contra la pared. Había una mujer muerta acera arriba, lo cual era recomendación suficiente para no pasar de allí, o hacerlo con cuidado. Por eso, cuando llegó el vejete flaco de la mochila y la garrafa de plástico y quiso cruzar, le dijimos que no se la jugara. Pazi Snaiperisti, abuelo. Te van a pegar un tiro. Entonces nos pidió un cigarrillo y se quedó a fumárselo con nosotros. Y mientras lo hacía, nos contó su vida. 

La guerra, o las desgracias de la humanidad, tienen muchas formas; y por ese tiempo yo conocía varias. Pero aquélla me pareció especialmente triste. El anciano, leo en mis notas, tenía setenta y nueve años y se llamaba Stefan Bozuri –creo que es una zeta, pero no estoy seguro–. No tenía otra familia que una esposa también anciana, inválida, con la que vivía en un edificio batido por las bombas y los disparos. Habían pasado el invierno sin luz ni calefacción; y ahora, en verano, el agua había que ir a buscarla a unas cañerías rotas donde la gente hacía cola y donde, a veces, un bombazo hacía una escabechina. Stefan, antiguo funcionario del Estado, nos contó que durante un tiempo él y su mujer habían podido vivir de algunos ahorros, pagando a una joven que los atendía. Pero los ahorros se terminaron y además el dinero dejó de valer, y la joven no volvió; así que se desprendieron poco a poco de cuanto de valor tenían, libros incluidos. Al final se quedaron sin nada, y como la mujer no podía moverse de la cama, era él quien salía cada día a la calle desafiando los cañonazos y a los francotiradores, con su mochila vacía y su garrafa de plástico, a buscar agua y a ver si encontraba algo de comida. Siempre había quien se apiadaba de él, nos dijo: los cascos azules, algún conocido, alguna buena mujer que guisaba algo en un improvisado fogón en la calle. 

Nos sorprendió su entereza. La naturalidad con que narraba la historia de dos pobres vidas solitarias abandonadas por todos, y la diaria odisea de un anciano que corría con pasitos cortos por las calles desiertas de Sarajevo, con su mochila y su garrafa, buscando algo para llevar a su mujer. Una historia entre miles, gota perdida en el océano de las tragedias del mundo, que su protagonista nos contaba sin dramatismos, con la estoica sencillez de quien asume, por edad y experiencia, que las reglas de la vida deben encajarse igual cuando ganas que cuando pierdes, cuando empiezas o cuando terminas. «Solo me niego a aceptar –fue su única queja– que puedan matarme y ella se quede allí sola, esperando». 

Le dimos lo que teníamos: un paquete de Camel, aspirinas, una tableta de chocolate, medio frasco de Multidermol y las últimas barritas energéticas que le quedaban a Custodio. Después cayó una bomba cerca y nos fuimos corriendo a grabarlo todo, a ver si llegábamos a tiempo al telediario. Y lo último que recuerdo de Stefan Bozuri es la lágrima que le cayó al mencionar a su mujer sola y abandonada: una gota solitaria, sólo una, que le corrió por la mejilla y quedó suspendida en el mentón, en los pelillos blancos del rostro sin afeitar del abuelo. 

19 de abril de 2020 

domingo, 12 de abril de 2020

Decepcionando al personal

Llevo 27 años escribiendo esta página, sin faltar un domingo, y eso hace un total de 1.397 artículos publicados aquí. Escribiendo novelas llevo algo más: 37 años. Y antes de eso, o solapándose con ello, anduve 21 años como reportero de prensa y televisión. Convendrán conmigo en que habría que ser muy embustero, maquiavélico e incluso inteligente –punto que estoy lejos de rozar, me temo– para que, con semejante exposición pública, un lector lúcido no advirtiese mis puntos de vista: mi forma de mirar el mundo. Como dijo no recuerdo quién, se puede engañar a alguien mucho tiempo, se puede engañar a muchos durante algún tiempo, pero es imposible engañar a todos durante todo el tiempo. 

Esta introducción viene al hilo de lo que ocurrió hace dos semanas, pero en realidad ha ocurrido otras veces. Estaba en Twitter con algo que me pareció divertido para pasar el rato: llamar por teléfono a amigos o conocidos para que me contaran lo que en ese momento les pasaba por la cabeza: qué leían, qué hacían, qué pensaban del confinamiento en que estamos. Lo hice sin que nada tuviera que ver con eso su filiación política, el que la tuviera o tuviese. Preguntando a todos cuyos teléfonos tenía a mano. La respuesta fue masiva y generosa, y mis seguidores tuiteros y yo mismo pasamos buenos ratos enterándonos de cómo Álex de la Iglesia recomendaba series de televisión, José María García largaba de los políticos, Juan Eslava se las ingeniaba con la parienta, Mario Vargas Llosa hablaba de Galdós y Begoña Villacís cambiaba los pañales de su hija. Cosas así. 

Fue simpático. Tres tardes agradables y medio centenar de testimonios. Pero incluso en ese espacio relajado, diverso, donde lo mismo Juan Carlos Monedero, izquierdista extremo, contaba su tabla de gimnasia que Santiago Abascal, líder de Vox, relataba sus inquietudes de estos días, asomó, como no podía ser de otro modo en este envenenado lugar llamado España, el sectarismo y la mala leche. Y no de los interrogados, pues todos estuvieron impecables, sino de algunos tuiteros que, al verlos aparecer allí, se lanzaron a controlar con quién podía yo hablar por teléfono y con quién no. Fue interesante, aunque no inesperada, la visceralidad sectaria con que algunos comunicantes me reprocharon que diese voz, incluso para decir qué película estaban viendo, a alguien de derechas, a alguien de izquierdas, a alguien cuya catadura moral o intelectual cuestionaban. A un rojo, un fascista, cualquiera que no encajara en gustos o ideas. Hasta a José María García le reprocharon tener pasta y ser bajito. 

Pero lo que más me llamó la atención no fue eso, sino el latiguillo que a veces surge cuando en un artículo o tuiteo hago referencia a lo que un indignado no comparte: me ha decepcionado usted, o –aquí se pasa mucho al tuteo– me has decepcionado, Reverte. Llevo leyéndote toda la vida, tengo todos tus libros, pero al mencionar a ese rojo, a ese fascista, a esa tortillera, a ese corrupto, a ése cuyo mundo no comparto, se me ha caído un mito. Veo que quieres congraciarte, que has cambiado, que te arrimas tal y cual. Qué decepción, tú antes molabas. Nada importa que el día anterior la mención a alguien de su gusto, que aplaudió, fuera criticada por quienes piensan lo contrario. Nada importa, tampoco, que a estas alturas de la vida uno se haya ganado el derecho a telefonear, aludir, elogiar o criticar a quien le dé la gana, con una agenda que desde hace medio siglo –también con eso escribo novelas– concita a toda clase de gente respetable o infame, lo que incluye a políticos, periodistas, asesinos, mercenarios, prostitutas, proxenetas, traficantes… Con ellos tuve y tengo contacto, conversaciones y en algún caso amistad. He conocido a narcos y torturadores, policías y ladrones, misioneros y héroes, y todos ellos me ayudaron a enfocar con más nitidez la vida, como debe ser. Escuchar, dar voz, interesarse por todos, buenos o malos según se mire, no significa aprobar ni compartir. Les aseguro que si tuviera los teléfonos de Hitler, Stalin, Nerón o la mujer de Putifar también los llamaría de vez en cuando –sobre todo a la mujer de Putifar– para ver qué opinan del coronavirus o el lucero del alba. Incluso me tomaría una copa para tirarles de la lengua, como hice en mi vida con tanta gente noble y también con tanto hijo de puta. Sólo se trata de mirar más allá de lo que las orejeras de la estupidez y el sectarismo limitan; ver que hay otro mundo, aunque no sea el propio –aunque también lo es de alguna forma–, al otro lado de la colina. Y si después de medio siglo contándolo a alguien se le cae un mito por un tuit de 280 caracteres, lo tengo claro: que enrolle cuidadosamente el mito, se lo introduzca en el ojete y se vaya a hacer puñetas. 

12 de abril de 2020 


domingo, 5 de abril de 2020

El tatuaje que no me hice

Presidiarios, marinos, putas y legionarios: ésos eran hace mucho tiempo –en mi infancia y juventud lo seguían siendo– quienes llevaban tatuajes. Hasta muy avanzado el siglo XX, la piel tatuada fue seña de identidad casi exclusiva de grupos sociales definidos y marginales, situados fuera del ámbito de la llamada sociedad respetable. Ningún caballero, ninguna señora, nadie entre las entonces llamadas personas de bien, independientemente de su fortuna o posición social, se tatuaba nada. Ésa era una práctica exclusiva de aventureros o de gentuza. Si en una bronca de bar veías a un fulano con un emblema del Tercio en el antebrazo, un Madre, nací para hacerte sufrir en el pecho o unos puntos azules en el dorso de una mano, más valía mantenerte a distancia cuando llegara el navajazo. El tatuaje era aviso de peligro en unos usuarios y misterio aventurero en otros. En mi niñez entre marinos escuché muchas historias contadas por hombres con tatuajes; y Paco el Piloto, que tanto influyó en mi juventud, tenía uno en un antebrazo: azul, casi emborronado por el Mediterráneo y la vida. Una mujer empuñando el timón de un barco. 

Los tatuajes de hoy nada tienen que ver: hombres, mujeres, jóvenes o maduros, ancianos incluso, cualquiera puede lucirlos sin que lo miren mal; o, al menos, sin que todos lo miren mal. Tal vez por la vieja educación recibida, a mí no me agradan los tatuajes a la vista en profesiones que impliquen responsabilidad en trato directo con el público: empleados de líneas aéreas, médicos, policías, guardias civiles y gente así. Se me hace raro confiar el dinero en mi banco a un señor al que asoma una serpiente por el cuello de la camisa o a una señora con el careto de Brad Pitt tatuado en el arranque de una teta. Pero se trata, sin duda, de prejuicios propios de mi generación, que tal vez los más jóvenes no compartan. Así que en general me parece bien. Nihil obstat. Tres de mis más fieles amigos, los grafiteros Jeosm –fotógrafo extraordinario, además–, Lose y Rise, van tatuados hasta el prepucio, o casi, y me encanta porque eso encaja a la perfección con ellos, su personalidad y su forma de entender la vida. Y así, muchos otros. Como una amiga, también grafitera, que lleva un faro tatuado en un hombro, o los dos queridos lectores que se grabaron, respectivamente, la primera frase y la efigie del capitán Alatriste. El tatuaje forma parte indiscutible de los usos sociales actuales y como tal debe asumirse, guste o no. Y más en ciertos ambientes, lugares y países. Como dice un amigo cubano muy aficionado a los intercambios de microbios: «Te juro que hace años no me singo a una jeva que no tenga tatuajes en algún lado. Cuando por casualidad encuentro una que no lleve, se me hace raro y entonces ni se me para, mi hermano». 

Lo curioso es que yo mismo estuve a punto de tener uno a los 22 años, aunque es verdad que mi forma de vida podría haberlo justificado entonces. Ocurrió en Beirut en el verano de 1974. Estaba en la ciudad, y por aquel tiempo tenía una amiga millonetis cuyo padre era el dueño de todas las granjas de pollos del Cercano Oriente. Aglae Massini, que era corresponsal de Pueblo y entonces me quería mucho, me animaba a casarme con la millonetis, vivir del morro y retirarnos los dos a disfrutar con la pasta de la moza y su padre. A mi amiga libanesa le gustaban los antros bajunos y golfos; y una noche, en el barrio viejo de la ciudad, discutimos, se largó muy enfadada en su Mercedes rojo tras llamarme ibn charmuta y me dejó tirado en un ambiente poco recomendable, aunque según para qué y para quién. La verdad es que me las arreglé bastante bien tomando copas –y pagándolas yo, naturalmente– con fulanos bigotudos y peligrosos que dos años después, al empezar la guerra, me fueron útiles como contactos locales. Y uno de ellos –no olvido su nombre, Marwan Haddad–, un fulano que llevaba los brazos llenos de tatuajes, me convenció para que me hiciera uno. Acabé con media tajada de arak y remangado ante un tatuador local, dispuesto a grabarme en la cara interior del antebrazo izquierdo una bonita serpiente alada en rojo y azul; pero cuando el de la aguja estaba a punto de empezar la faena, pensé que eso me marcaría para toda la vida; y a saber si luego, en algún momento, esa obvia identificación no iba a hacerme la puñeta. Así que le di cinco libras al fulano y me largué de allí. Tambaleante, pero me fui, conservando además el reloj y la cartera. Que tuvo su mérito. Y esa es, en fin, la historia de lo que no ocurrió. Ahora, 46 años después, miro mi brazo sin tatuar, recuerdo a la millonetis, a Marwan y al tatuador, y pienso que también los tatuajes que nunca llegas a tener pueden dejar marcas para toda la vida. 

5 de abril de 2020