Presidiarios, marinos, putas y legionarios: ésos eran hace mucho tiempo –en mi infancia y juventud lo seguían siendo– quienes llevaban tatuajes. Hasta muy avanzado el siglo XX, la piel tatuada fue seña de identidad casi exclusiva de grupos sociales definidos y marginales, situados fuera del ámbito de la llamada sociedad respetable. Ningún caballero, ninguna señora, nadie entre las entonces llamadas personas de bien, independientemente de su fortuna o posición social, se tatuaba nada. Ésa era una práctica exclusiva de aventureros o de gentuza. Si en una bronca de bar veías a un fulano con un emblema del Tercio en el antebrazo, un Madre, nací para hacerte sufrir en el pecho o unos puntos azules en el dorso de una mano, más valía mantenerte a distancia cuando llegara el navajazo. El tatuaje era aviso de peligro en unos usuarios y misterio aventurero en otros. En mi niñez entre marinos escuché muchas historias contadas por hombres con tatuajes; y Paco el Piloto, que tanto influyó en mi juventud, tenía uno en un antebrazo: azul, casi emborronado por el Mediterráneo y la vida. Una mujer empuñando el timón de un barco.
Los tatuajes de hoy nada tienen que ver: hombres, mujeres, jóvenes o maduros, ancianos incluso, cualquiera puede lucirlos sin que lo miren mal; o, al menos, sin que todos lo miren mal. Tal vez por la vieja educación recibida, a mí no me agradan los tatuajes a la vista en profesiones que impliquen responsabilidad en trato directo con el público: empleados de líneas aéreas, médicos, policías, guardias civiles y gente así. Se me hace raro confiar el dinero en mi banco a un señor al que asoma una serpiente por el cuello de la camisa o a una señora con el careto de Brad Pitt tatuado en el arranque de una teta. Pero se trata, sin duda, de prejuicios propios de mi generación, que tal vez los más jóvenes no compartan. Así que en general me parece bien. Nihil obstat. Tres de mis más fieles amigos, los grafiteros Jeosm –fotógrafo extraordinario, además–, Lose y Rise, van tatuados hasta el prepucio, o casi, y me encanta porque eso encaja a la perfección con ellos, su personalidad y su forma de entender la vida. Y así, muchos otros. Como una amiga, también grafitera, que lleva un faro tatuado en un hombro, o los dos queridos lectores que se grabaron, respectivamente, la primera frase y la efigie del capitán Alatriste. El tatuaje forma parte indiscutible de los usos sociales actuales y como tal debe asumirse, guste o no. Y más en ciertos ambientes, lugares y países. Como dice un amigo cubano muy aficionado a los intercambios de microbios: «Te juro que hace años no me singo a una jeva que no tenga tatuajes en algún lado. Cuando por casualidad encuentro una que no lleve, se me hace raro y entonces ni se me para, mi hermano».
Lo curioso es que yo mismo estuve a punto de tener uno a los 22 años, aunque es verdad que mi forma de vida podría haberlo justificado entonces. Ocurrió en Beirut en el verano de 1974. Estaba en la ciudad, y por aquel tiempo tenía una amiga millonetis cuyo padre era el dueño de todas las granjas de pollos del Cercano Oriente. Aglae Massini, que era corresponsal de Pueblo y entonces me quería mucho, me animaba a casarme con la millonetis, vivir del morro y retirarnos los dos a disfrutar con la pasta de la moza y su padre. A mi amiga libanesa le gustaban los antros bajunos y golfos; y una noche, en el barrio viejo de la ciudad, discutimos, se largó muy enfadada en su Mercedes rojo tras llamarme ibn charmuta y me dejó tirado en un ambiente poco recomendable, aunque según para qué y para quién. La verdad es que me las arreglé bastante bien tomando copas –y pagándolas yo, naturalmente– con fulanos bigotudos y peligrosos que dos años después, al empezar la guerra, me fueron útiles como contactos locales. Y uno de ellos –no olvido su nombre, Marwan Haddad–, un fulano que llevaba los brazos llenos de tatuajes, me convenció para que me hiciera uno. Acabé con media tajada de arak y remangado ante un tatuador local, dispuesto a grabarme en la cara interior del antebrazo izquierdo una bonita serpiente alada en rojo y azul; pero cuando el de la aguja estaba a punto de empezar la faena, pensé que eso me marcaría para toda la vida; y a saber si luego, en algún momento, esa obvia identificación no iba a hacerme la puñeta. Así que le di cinco libras al fulano y me largué de allí. Tambaleante, pero me fui, conservando además el reloj y la cartera. Que tuvo su mérito. Y esa es, en fin, la historia de lo que no ocurrió. Ahora, 46 años después, miro mi brazo sin tatuar, recuerdo a la millonetis, a Marwan y al tatuador, y pienso que también los tatuajes que nunca llegas a tener pueden dejar marcas para toda la vida.
5 de abril de 2020
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