domingo, 24 de noviembre de 2002

Notificación urgente


Pues nada. Que estoy dándole a la tecla, y suena la campana de la puerta: ding, dong. Así que dejo al capitán Alatriste a media estocada y salgo afuera, donde llueve a mares. Camino de la verja, el cabroncete de mi labrador se restriega moviendo el rabo y poniéndome hasta arriba de agua. "No te la dejo en el buzón, porque pone urgente", dice el cartero, que es colega. Así que cojo la carta, vuelvo empapado -el perro aprovecha para colarse y encharcar media casa-, abro la capadora y corto el sobre. Notificación urgente, pone con letras muy gordas. Trago saliva. Glups. En España, por vía urgente sólo llegan demandas judiciales, puñaladas traperas de Hacienda y cosas así. Y el remite no tranquiliza: Garantía jurídica de Fulanez S.L. Angustiado, imagino posibles delitos: una señal de stop, mi cánido le mojó la puerta al alcalde del Pepé, el banco olvidó pagar el impuesto de actividades económicas -en mi pueblo figuro en el extravagante gremio de pintores, ceramistas y escultores-. Cualquiera sabe. El caso es que desdoblo el papel con mucho acojono, y en el interior viene un impreso con apariencia oficial. Garantía jurídica, etcétera, repite el membrete. Delegación de Madrid. Y debajo está mi nombre acompañado por un aterrador: Código y n° personal SPD-28133-5. A esas alturas no me atrevo a seguir leyendo sin telefonear a mi abogado. A saber en qué ando metido. Por fin tomo aire, me siento con cautela y leo:

¿Por qué renuncia a su premio?

¿Por qué renuncia a un televisor o a un premio valorado en 1.724 euros? Usted es la única persona a la que todavía no hemos entregado su televisor.

Leo esas líneas tres veces. Sin dar crédito. Me froto los ojos y las leo otra vez. Al cabo hago memoria, y entonces me pongo a blasfemar en arameo. Gracias a Telefónica y al tío marrano que vendió los datos de los abonados a empresas de buzoneo, con frecuencia recibo en mi casa publicidad que maldito lo que me interesa. A veces hasta llaman por teléfono para informarme de tal o cual oferta de música o de cremas depilatorias. Y entre la abundante basura que llega a mi buzón, hace meses vino una de esas notificaciones-trampa típicas: le ha correspondido tal premio, enhorabuena, para recogerlo vaya a tal sitio tal día a tal hora. Ni se me ocurrió ir, claro. En tal sitio y a tal hora lo que siempre hay es una promoción de cremas de belleza, o de electrodomésticos, o de apartamentos en La Manga. Y aunque regalaran de verdad televisores, me importa un huevo porque ya tengo uno. Así que pasé mucho. Pero al cabo de quince días llegó otra notificación, y luego otra: Le ha correspondido un premio; para recogerlo preséntese con su cónyuge, si son pareja estable y con unos ingresos conjuntos anuales de 12.000 euros, en la dirección tal. Es su última oportunidad. Luego otra más, y al cabo de un tiempo, otra. Todas fueron a la basura, claro. Con la última, harto, llamé al teléfono de contacto. Paso de su premio, dije. Bórrenme. Tomo nota, caballero, me dijo la prójima que se puso al aparato. Pero la nota la tomó mal, por lo visto; pues sigo adelante con la carta de ahora, y leo:

Hace tiempo, nuestro departamento le comunicó que le había correspondido un premio. Esta comunicación se le ha repetido en varias ocasiones, y no hemos recibido todavía respuesta suya. ¿No recibió usted nuestras anteriores cartas, o se le olvidó llamarnos?

¡Pero aún está a tiempo! Llame al teléfono tal y cual. Con mi más cordial saludo: Fulano de Tal. Me abalanzo al teléfono. Marco el número. Pregunto por Fulano de Tal. Está reunido, dice una sicaria, impertérrita. ¿En qué puedo ayudarle? Puede ayudarme, respondo, diciéndole al señor Tal o a quien sea que me olvide para siempre jamás. Ah, bueno, responde -se nota que tiene costumbre-. Si no está conforme con recibir nuestra correspondencia, póngase en contacto con la empresa que figura en la letra pequeña, al dorso. Y cuelga. Me voy al dorso. Un teléfono. Marco. Un contestador: Si desea cancelar sus datos, grábelos. Gracias. Llamo cinco veces, y sale siempre el mismo contestador. Al fin deduzco que hay truco. De modo que me resigno, digo mis datos, y al terminar la voz enlatada anuncia: No se ha grabado nada. Vuelva a intentarlo. Lo intento seis veces más y comprendo que, amén de haber truco, éste es maquiavélico. Te gastas una pasta, y nadie graba ni cancela nada. Miro otra vez el dorso de los cojones, donde figura otra empresa y una dirección de Bilbao como responsable última del fichero, pero sin teléfono. Llamo al 1003. Un joven encantador intenta localizar el número. Imposible, concluye. Es restringido. Me quedo con cara de idiota. Llamo otra vez al primer teléfono, y pregunto si Fulano de Tal sigue reunido. "Efectivamente", responde la de antes. "Lo suponía", digo. Y a continuación explico con detalle todas las cosas que el señor Tal puede hacer con el televisor, con el buzoneo y con la puta que lo parió.

"Grosero", responde la torda. Y me cuelga.

24 de noviembre de 2002

lunes, 18 de noviembre de 2002

Tres amigos en el agua


Hace un par de semanas, tres amigos míos se estrellaron persiguiendo una planeadora, y salvaron el pellejo de milagro. Volaban de noche, a cincuenta nudos sobre el mar a bordo de 'Argos IV', el helicóptero de Vigilancia Aduanera de Algeciras, detrás de una goma, tripulada por tres marroquíes, que había salido del economato cargada de chocolate. Pegaba fuerte oleaje, con viento de fuerza siete, y la velocidad de la planeadora la hacía brincar sobre el agua, iluminada por el foco del helicóptero. Rutina. Una situación vivida y resuelta miles de veces. Y de pronto, el molinillo se fue abajo. Chof. Al agua. Son cosas que pasan: unas veces se gana y otras se pierde, y otras se va uno a tomar por saco. Esa vez, mis amigos casi se fueron. Piloto, copiloto y observador: magullados y heridos pudieron salir del aparato antes de que se hundiera. Luego -son profesionales- se mantuvieron agarrados unos a otros, flotando en sus chalecos salvavidas, en la noche, la oscuridad y el oleaje. Las radiobalizas resultaron ser una puñetera mierda. No se activaron, o la señal no llegó a ninguna parte. Pasaban luces de mercantes a lo lejos. Tiraron bengalas, pero, o a bordo de los barcos no las vieron, o pasaron mucho. Por suerte, uno de los náufragos llevaba un teléfono móvil en una bolsa estanca; y antes de que éste también se fuera al carajo pudieron decir que estaban en el agua. Después aguantaron luchando contra la hipotermia, economizando fuerzas, agarrados para no separarse, durante más de dos horas. Y al fin, los compañeros que habían salido en su busca, los encontraron y los llevaron a casa.

No tenía previsto escribir nada sobre eso. En los últimos tiempos he hablado mucho de esos tipos y de su curro, y sé que no les gusta. Además, caerse al agua es gaje del oficio. Más les duele la pérdida del molinillo: sé que le tenían cariño al viejo y fiel 'Argos IV'. Además, cuando se publique esta página ya estarán de nuevo ahí arriba, en la noche, persiguiendo a los malos porque es su obligación y su oficio. Pero resulta que, después del accidente, entre las informaciones de prensa y las declaraciones y todas esas cosas, leí algo que no me gustó: el comentario de un miembro de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, que por lo visto no considera a los de Vigilancia Aduanera compañeros, sino competencia. Y el hombre, o el portavoz, o lo que sea mi primo, en vez de manifestar solidaridad y admiración por su trabajo, se descolgó manifestando que no le extrañaba demasiado el accidente, porque “arriesgan mucho y a veces son unos kamikazes”.

Así que me van a disculpar si hoy puntualizo. Primero: porque, repito, se trata de amigos míos. Segundo: porque hacen un trabajo admirable y peligroso por cuatro duros al mes. Y tercero: porque si alguien está en las antípodas de la palabra kamikaze es la gente con la que yo he volado en los helicópteros Argos y navegado en las turbolanchas Hachejota. El piloto que se remojó hace dos semanas lleva trece mil horas de vuelo acumuladas en quince años volando casi siempre de noche, y sus tácticas de vigilancia y persecución, fruto de una larga experiencia -éste es su primer accidente, y todos los tripulantes salieron vivos-, son escuela para servicios similares de otros países, cuyos pilotos se confiesan admirados por la profesionalidad y eficacia de Vigilancia Aduanera. Y no estaría de más recordar, por cierto, que si a otros servicios de seguridad del Estado español no se les caen al mar helicópteros en misiones nocturnas, es porque esos servicios -que tienen, por supuesto, muchos notables méritos propios- no vuelan de noche, ni aterrizan a oscuras en playas diminutas, ni saltan a bordo de planeadoras cargadas de hachis en alta mar, jugándose la vida, para liarse a hostias con los malos mientras la goma pega pantocazos a cincuenta nudos. Todo eso no me lo ha contado nadie, porque lo he visto; y alguna vez la turbina de la Hachejota se tragó una piedra de la playa planeando en cuatro palmos de agua, o las olas que ahora dieron con Argos IV en el agua rozaron los patines del helicóptero desde el que veía lo que cuento. Pues quien no se moja, no saca peces. Y a cambio de ese peligro calculado y profesional que corren, pese a ser pocos, y a que no les renuevan la plantilla con el personal joven que necesitan, y a que su servicio de prensa y relaciones públicas es de una incompetencia extrema, y pese a que a veces parezca que lo que se pretende es liquidar vigilancia Aduanera por recorte de presupuestos, vejez y aburrimiento de sus funcionarios, el Ministerio de Hacienda y el Estado español pueden presumir, y lo hacen, de unas cifras asombrosas de resultados en la lucha contra el narcotráfico en Europa.

Así que no les toquen los huevos, háganme el favor. Ni kamikazes, ni zumbados de la adrenalina, ni boquerones en vinagre. Al contrario: eficacísimos profesionales que se juegan la vida porque así se ganan con decencia el jornal. Hombres honrados, tranquilos y valientes, a los que tengo el privilegio de llamar amigos.

17 de noviembre de 2002

domingo, 10 de noviembre de 2002

La carta de Iker II


Te están volviendo loco, lker. Como a esos pobres perros a los que se apalea hasta que sólo ven enemigos. Te están fundiendo los plomos con esa milonga de la patria oprimida y el nosotros y ellos, unos con el chegüevarismo trasnochado de su discurso criminal, y otros con la vileza xenófoba y racista, capaz de afirmar por boca de su lehendakari -en tu carta lo citas aterradoramente satisfecho- que el tuyo es «un pueblo prehistórico». Pues fíjate: mienten como bellacos quienes aseguran que memoria y nacionalismo son la misma cosa, y que éste último equivale a progreso. La Revolución Francesa estableció hace doscientos años que lo importante son los individuos y no los pueblos, y que todos los hombres son iguales ante la ley. Hoy, acorralado por la democracia y la razón, todo nacionalismo necesita apelar a lo más reaccionario que anida en el corazón del hombre, pervirtiendo culturas, ideas y sentimientos. De esa forma, la lengua, la tradición, la memoria de cada pueblo -la patria, en el sentido noble de la palabra- se convierten en armas arrojadizas y excluyentes. Que no te engañen: Astérix es un tebeo. Estudia la Historia. Detrás de cada aventura nacionalista hubo siempre un visionario majara, dos curas fanáticos que necesitaban tener a la parroquia agarrada por los huevos, media docena de burgueses que pretendían pagar menos impuestos, y un pueblo inculto y manipulado que terminó creyéndose distinto, elegido o superior. Y así, tanto importa el qué dirán, que al final cada vecino vigila al otro o teme que lo vigilen. Llegan la delación y el miedo. Y a la gente, insolidaria, egoísta, se le acaba pudriendo el alma. Se convierte en un rebaño de borregos chivatos y cobardes.

Dices también, en tu carta, que «nadie tiene interés en que España siga siendo una, sino muchas distintas»; y añades que la prefieres «fraccionada, y no bajo un centralismo monopolista, incapaz de una diversidad política que cubra las necesidades de todos». Pero te equivocas, Iker. O te equivocan. No es verdad que haya muchas Españas. Hay una sola, llamada así hace ya veinte siglos por los romanos. Que eran unos invasores y unos cabrones, vale. Pero que, por suerte para los invadidos, nos hicieron pasar de la tiniebla prehistórica -ésa que añoran ciertos imbéciles- al progreso y al futuro. Tu confusión, amigo, viene de que nadie te explicó nunca que España no es comprensible sino como plaza pública, escenario geográfico, encrucijada con la natural acumulación mestiza de lenguas, razas y culturas diferentes, donde se relacionan, de forma documentada desde hace tres mil años, pueblos que a veces se mataron y a veces se ayudaron entre sí. Pueblos a los que, si negáramos ese ámbito geográfico-histórico de hazañas y sufrimientos compartidos, sólo quedaría la memoria peligrosa de los agravios. Por eso, junto a la historia de cada cual, es necesario conocer, asumir y respetar la historia común. No la contaminada por el franquismo imperial, que le puso camisa azul a Carlos V y a los almogávares, sino la de verdad. La que nos explica y nos relaciona. En lo que a la historia de España se refiere, te asombraría -si lo permitieran quienes te educan-, conocer la cantidad de nombres de paisanos tuyos vinculados al esfuerzo común en lo bueno y lo malo, junto a catalanes, castellanos, aragoneses o andaluces... ¿De veras no te intriga que, pese al secular centralismo opresor y monopolista, haya tantos monumentos y calles dedicados a vascos fuera de tu tierra, en el resto de España? Lo mismo ocurre con la raza y la lengua. Nadie te las niega; y si gozas del privilegio -para mí dudoso, pero tengo derecho a opinar- de que tu sangre nunca se haya mezclado con la de otros pueblos, ése es asunto tuyo. Yo creo que la gente más guapa, lista e interesante -date una vuelta por Cádiz o por Río de Janeiro, chaval, viaja un poco- es la mestiza; pero se trata de una apreciación personal. En cuanto a tu idioma, ahí lo tienes. Nadie te lo discute ya. Y es así porque el conjunto de los españoles, votando en democracia, hizo posible que lo aprendas y disfrutes, con otras libertades autonómicas que nadie -ni corsos, ni irlandeses, ni bretones, ni escoceses, ni vascos franceses- posee en toda Europa. Pero, por mucho que ames esa lengua, recuerda que también son precisas la referencia o el dominio de otras. Como el latín, que fue la primera lengua común española y clave de la cultura occidental. O como el castellano: patrimonio colectivo de esta plaza pública pudieron serlo el árabe, el euskera, el gallego o el catalán, pero la Historia les negó ese privilegio, y además herramienta hermosa, moderna y potente, que permite comunicarse con cuatrocientos millones de seres humanos repartidos por el mundo.

En fin, amigo. No sé si he respondido a tu carta, pero así lo veo yo. En última instancia, apelo al sentido común y a los viejos libros: ahí comprobarás que en ese lugar del que hablo cabemos todos. Pregúntate cuántos caben en la mezquina patria que quieren fabricarte los oportunistas, los visionarios y los psicópatas.

10 de noviembre de 2011

domingo, 3 de noviembre de 2002

La carta de Iker I


Sé que es inútil, amigo mío. Que nada de lo que te escriba hoy va a cambiar esa forma de ver el mundo con la que los caciques de tu aldea llevan veinte años -tus veinte de vida- comiéndote el tarro. Si en vez de veinte tuvieras cincuenta, diría: para qué gastar tiempo y tinta. Quien a esa edad no tiene claras las cosas, ojos para ver y leer, oídos para escuchar, sentido común para razonar, ya no tiene remedio. Seguirá siendo un simple y un cenutrio toda su vida. Que le vayan dando. Pero no es el caso. Por tu carta deduzco que eres joven. Mucho. Y no me hago ilusiones: tienes todas las papeletas para militar en ese grupo de paletos voluntarios al que me refería antes. Quienes te educaron -por calificar de algún modo la canallada que han hecho contigo- llevan tiempo procurando que así sea; necesitan tu complicidad, tu sumisión, tu voto, para seguir medrando y trincar. Como todos los políticos, claro. O al menos -seamos justos-nueve de cada diez. Lo que pasa es que en los pueblos sin horizonte se nota más. Los estragos son mayores. Los daños generacionales, irreversibles. Hay un párrafo significativo en tu carta: «No es lo mismo el hijo del padre que disparó a bocajarro que el hijo de la víctima que recibió el balazo». ¿Y sabes qué significa que afirmes eso? Pues que alguien te convenció de dos mentiras peligrosas: que en tiempo de tus padres, o de tus abuelos, se disparaba en una sola dirección, y que sigue ocurriendo lo mismo. Esto último es terrible, porque significa que alguien logró su objetivo: que tu generación ignore, olvide, disculpe o aplauda a dos clases de hijos de puta perfectamente definidos: el que practica ahora el tiro a bocajarro en rigurosa exclusiva, y el otro; la rata de moqueta, más cobarde y despreciable aún. El que, cómodamente emboscado, sin riesgo, propone aventuras irresponsables, soborna o amedrenta a la clientela, y recoge las nueces, farisaicamente compungido, mientras estúpidos criminales, fabricados en laboratorio sin un gramo de cerebro ni de conciencia, sacuden el árbol jugándose la libertad y la vida. En lo que a ti se refiere, además de joven, tu carta es inteligente y está escrita con buena voluntad. Te caigo bien, dices; pero crees que estoy equivocado. Lees mis novelas y te cabrean algunos de mis artículos. Te duele que no comprenda a tu nación ni a tu cultura. Que ignore la represión, los ultrajes, el asfixiante centralismo franquista. Etcétera. Crees sinceramente que a los españoles sin otra lengua nacional que el castellano y con RH convencional nunca nos ultrajó nadie, y por eso quieres hacerme reflexionar. Convencerme. Y eso es lo que me enternece y hace que te llame amigo. Que eres un buen tío y lo intentas. Por eso intento darte una respuesta. No sé si tengo talento para eso. Tal vez necesite más de una página. Tal vez haría falta toda una vida. Te cuento.

El otro día estuve en tu tierra. En tu patria. Harto de que la gente me hablara en voz baja y mirando por encima del hombro -qué sombrío y triste han conseguido que sea todo, pardiez-, fui a mi hotel. Puse la tele un rato. Canal autonómico. Y lo que vi fue un documental histórico en blanco y negro, con el suelo lleno de muertos y ruinas humeantes y aviones nazis bombardeando en picado. No sé qué decía el texto. No controlo la lengua, y lo siento. Pero el asunto estaba claro: banderas españolas, cañones, pelotones de fusilamiento. Por el amor de dios, pensé. Han pasado sesenta años. Sesenta largos años, la mitad en democracia. Y lo plantean como si hubiera ocurrido ayer. Como si nada hubiera cambiado. Infectando el presente, y el futuro, con métodos idénticos a los que usó el franquismo para contaminarnos a todos la memoria. Luego vi el informativo -ése en castellano-, y allí salió un anciano que escupía rencor y odio por el colmillo, asegurando que, a poco que se baje la guardia, esos aviones del documental volverán a destrozar ciudades, libertades, vidas. Había otros ancianos aplaudiendo. Momificados, como él, en el pasado que nunca existió: en una utopía inventada ayer por la tarde. O pasando lista, como clientes ante un patrono que da de comer. Apenas vi jóvenes. Estaban, quizás, sacudiendo el árbol. Luego salió un presidente autonómico con cara de buen chico, dirigiéndose a los ciudadanos y ciudadanas. Me fascinó su discurso. Un marciano autista glosando a Tomás Moro. Y de pronto me dije: atiza. Tal vez sea eso. Tendemos a creer que quienes nos gobiernan son inteligentes. Por eso votamos. Por eso los seguimos ciegamente. Y qué pasa si no, me pregunté. Qué pasa si al final resultan ser mediocres, y estúpidos. Como el retrasado mental de George Bush, que para desgracia de la Humanidad gobierna el país más poderoso de la tierra. Qué pasa cuando la incompetencia la camuflan con el lloriqueo y la huida hacia delante, prisioneros de la propia imbecilidad. Y al final se pierden, y nos pierden a todos, en el bosque donde crecen las cruces de madera. Se acaba el espacio de hoy, amigo. Lo siento. De “esa España que usted defiende, una, grande y libre, que prohíbe nuestra lengua, cultura e identidad”, hablaremos el próximo domingo.

3 de noviembre de 2002