Lo ha sido todo. Fue Castrillo, alelado contable de Atraco a las tres, y entrañable Paco el Bajo en Los santos inocentes, y malhumoradísimo amigo del protagonista en Ninette y un señor de Murcia, y duro detective privado Germán Areta en El Crack. Fue, entre docenas de personajes, monje, sargento republicano, pícaro del Siglo de Oro, vampiro, gángster, vaquero, mayordomo, compañero de Don Quijote, maestro de escuela, gasolinero, recluta con y sin niño, bandido forestal y mariquita ful. Eso, por citar algo. Ha tocado todos los registros de la interpretación. Su vida es la historia de medio intenso siglo de teatro y cine español. Y su rostro y su voz, sus ingenuidades y cabreos carpetovetónicos, encarnaron en la pantalla, como nadie, el rostro y la voz del español de infantería: lo cutre y lo sublime, lo casposo y lo conmovedor, lo cómico y lo heroico.
Alfredo Landa, entre otras muchas cosas, es el único caso en la historia del cine mundial en que un actor da su nombre a un género cinematográfico: el landismo. Un cine, ése, pésimo en cuanto a virtudes formales pero fascinante como documento sociológico, que define con involuntario rigor documental cierto tiempo que aquí nos tocó vivir. Y aun así, hasta en los más infames subproductos de ese momento concreto -«Había que comer», dice Alfredo, filosófico y profesional-, brilla siempre, por encima de todo, su inmenso talento como actor. Hay que irse a Italia, con Alberto Sordi, o a Francia con el muy inferior Louis de Funes, para encontrar fenómenos semejantes. Con la diferencia, en el caso de Funes, de que éste era un actor exclusivamente cómico, de un solo registro caricaturesco, mientras que Alfredo Landa cocinó siempre, con idéntica solvencia, lo mismo un cocido que un estofado. Por eso aludo a Alberto Sordi como pariente más cercano. Alfredo lo mismo hace llorar de risa obligándole a comer, navaja en mano, un pollo crudo a José Sacristán, que pone un nudo en la garganta cojeando junto al señorito Juan Diego, o te acojona diciéndole en voz baja a José Manuel Cervino, sin descomponer el gesto, «Bareta, deja el mechero o te vuelo los huevos».
Y lo quieren. El suyo es uno de los pocos casos -casi inexplicable, todo hay que decirlo- en los que España no se ha mostrado mezquina o infame con los grandes. La gente lo aprecia y se lo demuestra a diario, por la calle. Lo he visto. Ése es su premio, me dijo una vez. El de tantos años de trabajo, intentando siempre hacer las cosas, tocase lo que tocase, lo mejor posible. Ahora, Marcos Ordóñez ha escrito su vida, y yo tecleo esta página para contárselo a ustedes, porque en cierto modo me siento un poco partícipe de ello. Alfredo lo ha hecho todo, lo tiene todo y no necesita más que sentarse con los amigos y charlar de lo mucho que sabe y lo mucho que la vida le ha metido en las alforjas. Y una noche que cenábamos juntos le dije: oye, venerable, es una lástima que todo eso, tu experiencia, esa historia viva del teatro y el cine español, desaparezca contigo cuando hagas mutis final, sin que los demás podamos gozar de ella en detalle. Metiéndonos en la trastienda. Podrías escribir tu vida, le dije. Y publicarla. «Vete a tomar por saco», me dijo, con esa delicadeza que reserva para los amigos. Pero luego lo pensó despacio. Y lo hizo. Contó su vida al hombre adecuado: Marcos Ordóñez. Al enterarme, supe que todo saldría bien. Yo no conocía a Ordóñez más que de haberlo llamado un vez por teléfono para decirle que acababa de leer una biografía suya de Ava Gardner, Beberse la vida, y que éste era una de los mejores libros de ese género que había leído nunca. Perfecto como una gran película, le dije. Apasionante como una gran novela. De modo que, al saber que aceptaba intervenir en el asunto, sonreí y respiré tranquilo. Alfredo estaba en las mejores manos del mundo.
Ahora, un año después, tengo el libro sobre la mesa, junto al teclado del ordenador. Se titula Alfredo el Grande: 368 páginas que me he calzado a gusto, disfrutándolas como un gorrino en un maizal. Horas de lectura gozosa e instructiva, porque también es la novela de una vida cuyo discurrir está vinculado, escenario a escenario, película a película, a nuestra reciente Historia. En cuanto a Alfredo, nada más adecuado para situar su vida y su obra, su genio de actor extraordinario, que la cita de David Mamet a la que Marcos Ordóñez recurre como revelador epígrafe del libro y el protagonista: «Las mejores interpretaciones raramente son reconocidas, porque no atraen la atención hacia su excelencia. Como cualquier heroísmo real, son sencillas y sin pretensiones, y parecen brotar de una manera natural e inevitable. Están tan fusionadas con el actor, que demasiada gente tiende a pensar que no tiene nada que ver con el arte».
Así que ya lo saben, señoras y señores. Con todos ustedes, Alfredo Landa. El grande. Asómbrense después de haber reído.
7 de diciembre de 2008
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