Hay que ver lo que inventa el hombre blanco. Y lo que le gusta hacer el chorra. Hojeaba una revista de arquitectura y diseño, en su versión española, cuando me tropecé con un reportaje sobre cómo un profesional del asunto tiene decorada su casa. Vaya por delante que en casas de otros no me meto, y que cada cual es libre de montárselo como quiera. Pero en esta ocasión la casa del antedicho la habían sacado a la calle, por decirlo de alguna forma. Su propietario la hacía pública, abriendo sus puertas al fotógrafo y al redactor autores del reportaje. Quiero decir con esto que si, verbigracia, un fulano va a mi casa a tomar café y luego cuenta en una revista cómo está decorada la cocina, tengo perfecto derecho a mentarle los muertos más frescos. Otro asunto es que yo pose junto a las cacerolas y el microondas consciente de que van a ser del dominio público. Cada cosa es cada cosa, y ahí no queda sino atenerse a las consecuencias. Que luego digan, por ejemplo, que de decorar cocinas no tengo ni puta idea. O que mi gusto a la hora de elegir azulejos es para pegarme cuatro tiros.
Y, bueno. En ese reportaje al que me refería antes, un diseñador, que por lo visto está de moda, posaba junto a un elemento plástico de su vivienda. Ignoro si el objeto en cuestión era permanente, como cuando se cuelga un cuadro o se pinta una pared, o si era de quita y pon, y estaba puesto allí sólo para la ocasión; aunque el texto que acompañaba la imagen daba a entender que era decoración fija: «Fulanito -decía el pie de foto- escaneó esta imagen de Kate Moss que dio la vuelta al mundo y que a él le impactó de forma poderosa. Luego la fotocopió ampliada y la pegó a trozos en el salón». Lamento que esta página no permita añadir ilustraciones, pues les aseguro que ésta merecía la pena: unos cojines como de tresillo de sala de estar, y encima, donde suele colgarse el cuadro cuando hay cuadro, o las fotos de la familia, troceada en seis partes y sujeta a la pared con cinta adhesiva, la imagen de Kate Moss -que como saben ustedes es una top model algo zumbada, a la que suele moquearle la nariz- sentada en un sofá, toda rubia, maciza y minifaldera, en el momento de prepararse unas rayitas de cocaína.
Yo no he ido a buscar esa escena, que conste. Me la han puesto delante de las narices en una revista que he pagado. Tengo derecho a decir lo que opino de ella, pues supongo que, entre otras cosas, para eso la publican. Lo mismo hacen ustedes con mis novelas, cuando salen. Opinar. O en el correo del lector, con estos artículos. Hablamos, además, de un elemento ornamental situado estratégicamente en lugar destacado de una casa modélica, o sea. O que lo pretende. La de un diseñador conocido, profesional del ramo, quien considera que, para su propio hogar, la imagen más adecuada, junto a la que posa, además, con pinta de estar en la gloria fashion, es la de una pedorra dispuesta a darse, en público, un tiro de farlopa. Y no hablo del aspecto moral del asunto, que me importa un rábano: Kate Moss y sus aficiones son cosa de ella y de su chichi. Lo que me hace gotear el colmillo mientras le doy a la tecla, es que mi primo el diseñata, que por lo expuesto va de original y esnob que te rilas, colega, nos venda el asunto como el non plus ultra de lo rompedor y la vanguardia torera.
Y no me expliquen el argumento, por favor, que lo conozco de sobra. Iconos del mundo en que vivimos, y demás. Kate Moss, muñeca rota de una sociedad desquiciada e insegura, etcétera. El símbolo, vaya. El icono y tal. La soledad del triunfador y otras literaturas. De esos iconos conocemos todos para dar y tomar, para escanear y pegar con cinta adhesiva y para proyectar en cinemascope. A otro cánido con ese tuétano. Nuestra estúpida sociedad occidental tiene la tele, y las revistas, y las casas, y los cubos de la basura atiborrados de toda clase de símbolos. De iconos, oigan. Hasta el aburrimiento. Se me ocurren, de pronto, medio centenar de iconos mucho más representativos del vil putiferio en que andamos metidos. Pasé gran parte de mi vida coleccionándolos para el telediario. Por eso, lo que más me pone es lo del impacto. La imagen de Kate Moss «que a él le impactó de forma poderosa», dice el texto. Hay que ser elemental, querido Watson, para sentirse poderosamente impactado por la imagen de una frívola soplacirios a pique de meterse una raya. Y encima colgarla en el salón para que la admiren las visitas y le sirva a uno como escaparate de lo que profesionalmente lleva dentro. Así que, una de dos: o ese diseñador se lo cree de verdad, lo que sería revelador sobre su criterio estético y su trabajo, o se maquilla la cara con cemento, tomándonos a todos por gilipollas. Aunque entreveo, también, una tercera posibilidad: que él mismo sea un poquito gilipollas, alentado por un mundo que aplaude a los gilipollas.
9 de noviembre de 2008
1 comentario:
Uf! Buen desaogo de una situación que todos hemos pasado alguna vez de una u otra manera. De todas formas creo que nadie se debe extrañar de estos comportamientos (borracheras a los 13, sexo a los 14, embarazos a los 15, macarras poligoneros cocainomanos a los 18...al extranjero todas las prebendas que no tienen ni los jetas nacionales.
20 años cultivando esta forma de pensar y de vivir dan este fruto. Ahora nos escandalizamos de las mamadas y las borracheras de Magaluf. Como dijo el insigne Trillo: ¡Manda huevos!
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