Hace unos días vi Mientras dure la guerra, la película de Alejandro Amenábar sobre Miguel de Unamuno y la Salamanca de 1936. Y debo decir que me gustó mucho, sobre todo porque me parece un intento irreprochablemente honrado de ser ecuánime al abordar un asunto como ése. No digo equidistante, ojo, pues Amenábar sabe muy bien dónde están él y cada cual, sino ecuánime: palabra que define a quien tiene, o procura tener, imparcialidad de juicio. A la hora de teclear esta página la película aún no está en salas comerciales, y no sé cómo será recibida. Me temo que no dejará satisfechos, ya que de Unamuno hablamos, a los hunos ni a los hotros. La noble y benéfica influencia de Manuel Chaves Nogales (ese prólogo de A sangre y fuego que debería estudiarse en los colegios) sitúa el relato por encima de las convenciones habituales del género. O, por decirlo en plan chavesnogalesco, hace ingresar a Alejandro Amenábar, con todos los honores, en el club de los españoles perfectamente fusilables por un bando y por el otro.
Después de ver la película, pasando revista a lo que de cine sobre la Guerra Civil conoce uno, me quedé pensando en lo mucho que el tiempo cambia las cosas: Raza, El santuario no se rinde, Sin novedad en el Alcázar –italiana pero en sintonía con el ambiente de la época– y algunas otras encajan en un cine franquista, maniqueo, donde el combatiente nacional solía ser guapo, honrado y elegante, y sus adversarios rojos, groseros, sucios, desalmados y criminales. Excepto en una obra maestra –maldita para el Régimen– como la extraordinaria Rojo y negro de Carlos Arévalo, todas esas películas pintaban con trazo grueso; y los únicos límites consistían en que, al tratarse de algo que los espectadores conocían por haberlo vivido, ciertos detalles eran imposibles de falsear o manipular.
Hoy, aunque no falta quien parece lamentarlo, estamos lejos de todo aquello. Y quizá precisamente por eso, con la excepción de Amenábar y de algún otro director solvente, el cine sobre la Guerra Civil y el primer franquismo incurre en los mismos vicios que el de entonces, sólo que con un punto de vista opuesto. Desde hace ya décadas, los varones republicanos en el cine y la televisión casi siempre son intelectuales educados o proletarios de nobles sentimientos, valientes, guapos o agradables, afeitados o con barba de tres días, de habla grave y mesurada, mientras que los nacionales, casi todos con bigote y peinados con gomina, incapaces de articular un razonamiento inteligente, hablan a gritos y se pasan el día diciendo Viva España. Lo que precisamente, dicho sea de paso, hace tan singular y formidable la interpretación llena de matices del general Millán Astray que logra el gran Eduard Fernández en la película de Amenábar.
Pero es que, además, la injustificable ignorancia de algunos directores, guionistas y directores artísticos o de vestuario sobre nuestra Guerra Civil suele empeorar las cosas: actores con el pelo increíblemente largo para la época, a los que sientan la gorra y el uniforme como una patada en los huevos; guardias civiles que en el año 40 se llamaban Jordi y Aitor; ropa limpia recién planchada en vez de caqui arrugado o monos azules; botas en lugar de alpargatas; curas sudorosos que bendicen a pelotones de fusilamiento mientras que nunca se alude a los miles de religiosos ejecutados por los otros… Entre los falangistas y carlistas hay cuadrillas de asesinos, naturalmente, como así fue en la realidad; pero raro es que se muestre a milicianos rojos de retaguardia dándole el paseo a nadie, o matándose entre ellos cuando comunistas, trotskistas y anarquistas ajustaban cuentas. Por no hablar de la palabra cheka, que parece proscrita del cine como si esas cárceles y centros de tortura republicanos no hubieran existido jamás. En cuanto a las mujeres, las fieles a la República suelen ser sobrias, sensatas y hablan con grave conciencia de clase; mientras que las del otro lado son aristócratas o burguesas enjoyadas, frívolas, piadosas y tratan mal a las sirvientas. Y tampoco perdamos de vista a esas milicianas politizadas y heroicas, siempre fusil al hombro, siempre dispuestas a combatir en las trincheras y en las calles, siempre respetadísimas y valoradísimas por los compañeros de lucha. Tanto, que le hacen lamentar a uno que su madre o su abuela, incluso su hermana o su propia hija, no fueran una de ellas.
Amenábar, como digo. Créanme. Lo ha intentado con mucha dignidad y mucho atrevimiento. Su Unamuno ambiguo, contradictorio, asustado por rojos y nacionales, desbordado por la tragedia –extraordinario Karra Elejalde– merece que le echen un vistazo. Y después, como debe ser, que cada cual saque sus propias conclusiones.
6 de octubre de 2019
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