lunes, 23 de octubre de 2000

Los enemigos de mis amigos


No he querido saber, pero he sabido, que a mi vecino el rey de Redonda le va la marcha. Le gusta pasear por el filo de la navaja con una alegre osadía que raya en el autosuicidio, como dirían Javier Solana —ese centinela de Occidente— y algún otro político que conozco. El caso es que, no contento mi colega con meterse en jardines propios, ahora pretende podar los míos, ejerciendo la intención de veto; o de censura, o de matiz, sobre lo que escribo en esta página. Y me refiero al artículo que me hizo el honor de publicar el otro día, con una tesis doctoral sobre si una cosa mía debía titularse La tarta de Brasil, o La carta del Brasil, o La carta de la Madre Que Me Parió. Título y asunto que, dicho sea de paso, me importan un huevo; pero eso no impide quedarme con la copla. Y la copla es que mi querido y próximo colega tiene a veces problemas para encontrar temas serios con que cubrir su compromiso semanal. Eso nos pasa, a todos, por supuesto. Y lo comprendo. Yo mismo podría verbigracia, en momentos de desesperación argumental, o de mucha prisa, dedicar también una página al uso de la coma, la ausencia del punto y coma, y el resto de la puntuación en la digna prosa de mi vecino, por ejemplo; tema delicado si de plantear criterios ortográficos personales, gustos u ortodoxias se tratase. O, a glosar ciertas almogavarías de la sintaxis que también se permite a veces, seguramente en momentos de exceso de tabaco, ofuscación o euforia. Podría hacer todo eso, o quizás dejar de hacerlo aún haciéndolo sin hacerlo del todo, pero no quiero hacerlo y no lo hago, o tal vez sí. Porque además suelo ganarme la vida —blasfemar no es pontificar— sin dar consejos públicos a los colegas, ni tocarles las narices salvo cuando en los anuncios les ponen cerca más tetas que a mí. O cuando me buscan demasiado las ganas. Entonces sí que se me desbordan los criterios y la navaja. Consideremos, por tanto, esto de hoy sólo como una mesurada apostilla al articulo redondil del otro día. Una respuesta contenida, casi amariconada de puro suave. Tan afectuosa, mesurada y paternal como aquella homilía dominguera de mi primo. lncluso mas. El caso es que todo podría quedar ahí si quedase, pero no queda. Porque resulta que, en su amistosa reprensión, mi vecino de página hizo doblete. No satisfecho con darme útil doctrina brasileña, se quejaba además de que yo dedicase dos líneas a un viejo amigo mío, el periodista y escritor Raúl del Pozo, que al parecer no lo es suyo. Y si lo anterior me sorprendió, esto aún me tiene patedefuá. A fin de cuentas, cada cual conserva los amigos y enemigos que le place, en su territorio se lo guisa y se lo come bajo su responsabilidad, y a mí nunca se me ocurrió irle fiscalizando al rey de Redonda las filias ni las fobias que profesa o se busca, que también son unas cuantas. Vaya por delante que no escribo ahora para defender a Raúl del Pozo; ni para justificar el mucho aprecio que desde hace casi treinta años le tengo a ese veterano burlanga y vieja puta de la tecla. Entre otras cosas, porque el mentado dispone de columnas con su firma para solventar, si se tercia, querellas particulares que no sé cuáles son, ni me importan. Así que allá se las componga mi vecino con él, y que no le pase nada. La cuestión que me interesa precisar es de índole más personal. Y podría resumirse diciendo que en esta página que escribo desde hace siete años, y mientras me permitan seguir escribiéndola y la paguen a tocateja, me reservo el derecho de mencionar a los amigos que me salga de los cojones.

Aclarado eso, tampoco quiero despachar el asunto sin una acotación a lo que apunta mi vecino sobre cruzarle la cara a Raúl del Pozo cuando se lo encuentre. Si tan perentorio es el impulso, lo felicito, porque nada más fácil. Puede encontrarlo por las tardes en el café Gijón de Madrid, y allí cruzarle cuanto estime oportuno, si el otro se deja. Sería bonito un duelo entre gente de la hoja, tradicional, a la antigua. Yo mismo me ofrecería como padrino; pero resulta que tengo amistad con ambas partes —de uno soy leal camarada, y del otro viejo cómplice—, y no sabría dónde ponerme cuando llegase la hora de meter mano a las toledanas. Una solución honorable sería, quizás, que mi vecino y compadre se hiciera acompañar de ciertos amigos suyos a los que él también cita de vez en cuando, poetas y plumíferos varios, alguno de los cuales se me antoja tan mierdecilla y miserable como a él le parecen los míos; pero cuyas menciones no le atajé nunca hasta hoy, por respeto y por estas proverbiales timidez y delicadeza, harto notorias, que tanto me caracterizan y tanto me lastran y tanto me cortan. Así, mientras mi vecino va y cruza la cara del otro, yo podría írsela cruzando también a unos cuantos soplapollas amigos suyos. Y como dice el chiste del ratoncillo chulo, si tienen gato, que se lo traigan.

22 de octubre de 2000

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