Antes, los recaudadores del Estado te quemaban la cosecha y violaban a las doncellas, y a uno siempre le quedaba el recurso de cargarse a un par de ellos y echarse al monte: era incómodo, pero te desahogabas. Ahora no. Llegan con un ordenador, te envuelven en los tentáculos de los boletines oficiales, y vas listo. Verbigracia: la Dirección General de Tráfico se dispone a aplicar un nuevo sistema de notificación de multas para que no se escape ni el Correcaminos. La cosa consiste en dar por notificada legalmente la sanción a través de su publicación en el boletín oficial de la provincia o en los tablones de anuncios del ayuntamiento local, cuando no se tenga éxito en la localización del interesado. O sea: que si no te paran en la carretera, ni lees los boletines y los tablones de anuncios, un día te dicen hola buenas los picoletos y te encuentras con que llevas seis años conduciendo sin carnet y tienes multas acumuladas como para embargarte el piso. O incluso más bonito y emocionante; de pronto van y te comunican del banco el embargo de tu cuenta por una sanción desconocida de un día que -dicen-, sin darte cuenta, te saltaste un ceda el paso en Talavera.
Y es que ésa es otra. Hay conductores de los que llegan dándote las luces cuando estás adelantando para que te arrojes a la cuneta y dejes franco el paso, virtuosos de las dieciséis válvulas que deben de tener mucha prisa por ir a visitar a la madre que los parió. También hay camioneros asesinos circulando por encima del límite en días de lluvia, o autobuseros que se te pegan al parachoques trasero a ciento veinte, para que espabiles. A los citados y a algunos otros me parece de perlas que los multen, los embarguen y los cuelguen por los pulgares en la gavia del palo mayor. Pero no es frecuente. Lo normal es que la sanción provenga de cuando, en una recta o en una travesía señalizada a 80, pasas a 92 y te hacen una foto. No dispongo de estadísticas ni maldita la falta que me hacen, pero apuesto un vermut a que, en este país, la mayor parte de los ingresos de la DGT vienen de ahí. A los otros hay que perseguirlos, pararlos, localizarlos, y eso lleva tiempo, naturalmente.
Y trabajo. Pero como en realidad de lo que se trata es de recaudar mucho con el mínimo esfuerzo, pues resulta que casi todos los conductores sancionados palman de lo mismo. De lo fácil.
La culpa, seamos justos, no es de Picolandia. Ellos trabajan a piñón fijo, se atienen a las órdenes y al reglamento, y no tienen la culpa de que les hayan cambiado el tricornio por la gorra de recaudadores públicos. Bastante vergüenza tienen que pasar emboscados en las cunetas como los merodeadores de caminos que antaño ellos perseguían, para pegarle un flashazo a traición al que le pisa a fondo por una recta de los llanos de Albacete. Porque un guardia civil como Dios manda tendría que estar, piensa uno, con el amoto o el coche listo para salir zumbando con el pirulo a toda mecha y la sirena haciendo pi-pa-pi-pa detrás de los malos, como en las películas, o para ayudar al que se queda sin agua del radiador, llevar parturientas a urgencias y proteger como mayorales de charol a esos toros de Osborne a los que Borrell quiere dar matarile porque estropean el elegante paisaje de sus autovías de diseño.
Y sin embargo, ahí los tienen -me refiero a los picoletos- tendiendo emboscadas a Mariano y su familia cada fin de semana, con esos coches de los que tan orgulloso se muestra el director general de Tráfico, con radares móviles, escáner y toda la parafernalia, que ya sólo falta ponerles un logotipo con el signo del dólar, caja registradora y una terminal de tarjetas de crédito. Pero estamos en España, así que todo se andará. Con el tiempo y unas cañas.
(Añadiré, para curarme en salud, que en veinticinco años de carnet no me han multado más que un día que cambiaron un ceda el paso de toda la vida por un stop, y yo fui el primer pardillo que pasó por allí aquella mañana. Me lo tragué de marrón total, y los picos que estaban al acecho sabiendo que era día de colecta fueron simpáticos dentro de lo que cabe, y de no ser por las diez mil que me clavaron, los tíos, todavía me estaría riendo. Así que luego, cuando algún lector ofendido le escriba al director para cagarse en mis muertos como cada semana, no vaya a decir que si respiro por la herida abierta y que si tal y que si cual y que se me ve el plumero. Lo que pasa es que he tenido más suerte que otros y, salvo el maldito stop, no me han cazado nunca. Aunque después de este desahogo, ya se pueden figurar. El día que tenga prisa y me retraten, la foto va a salirme por un ojo de la cara).
13 de noviembre de 1994
Y es que ésa es otra. Hay conductores de los que llegan dándote las luces cuando estás adelantando para que te arrojes a la cuneta y dejes franco el paso, virtuosos de las dieciséis válvulas que deben de tener mucha prisa por ir a visitar a la madre que los parió. También hay camioneros asesinos circulando por encima del límite en días de lluvia, o autobuseros que se te pegan al parachoques trasero a ciento veinte, para que espabiles. A los citados y a algunos otros me parece de perlas que los multen, los embarguen y los cuelguen por los pulgares en la gavia del palo mayor. Pero no es frecuente. Lo normal es que la sanción provenga de cuando, en una recta o en una travesía señalizada a 80, pasas a 92 y te hacen una foto. No dispongo de estadísticas ni maldita la falta que me hacen, pero apuesto un vermut a que, en este país, la mayor parte de los ingresos de la DGT vienen de ahí. A los otros hay que perseguirlos, pararlos, localizarlos, y eso lleva tiempo, naturalmente.
Y trabajo. Pero como en realidad de lo que se trata es de recaudar mucho con el mínimo esfuerzo, pues resulta que casi todos los conductores sancionados palman de lo mismo. De lo fácil.
La culpa, seamos justos, no es de Picolandia. Ellos trabajan a piñón fijo, se atienen a las órdenes y al reglamento, y no tienen la culpa de que les hayan cambiado el tricornio por la gorra de recaudadores públicos. Bastante vergüenza tienen que pasar emboscados en las cunetas como los merodeadores de caminos que antaño ellos perseguían, para pegarle un flashazo a traición al que le pisa a fondo por una recta de los llanos de Albacete. Porque un guardia civil como Dios manda tendría que estar, piensa uno, con el amoto o el coche listo para salir zumbando con el pirulo a toda mecha y la sirena haciendo pi-pa-pi-pa detrás de los malos, como en las películas, o para ayudar al que se queda sin agua del radiador, llevar parturientas a urgencias y proteger como mayorales de charol a esos toros de Osborne a los que Borrell quiere dar matarile porque estropean el elegante paisaje de sus autovías de diseño.
Y sin embargo, ahí los tienen -me refiero a los picoletos- tendiendo emboscadas a Mariano y su familia cada fin de semana, con esos coches de los que tan orgulloso se muestra el director general de Tráfico, con radares móviles, escáner y toda la parafernalia, que ya sólo falta ponerles un logotipo con el signo del dólar, caja registradora y una terminal de tarjetas de crédito. Pero estamos en España, así que todo se andará. Con el tiempo y unas cañas.
(Añadiré, para curarme en salud, que en veinticinco años de carnet no me han multado más que un día que cambiaron un ceda el paso de toda la vida por un stop, y yo fui el primer pardillo que pasó por allí aquella mañana. Me lo tragué de marrón total, y los picos que estaban al acecho sabiendo que era día de colecta fueron simpáticos dentro de lo que cabe, y de no ser por las diez mil que me clavaron, los tíos, todavía me estaría riendo. Así que luego, cuando algún lector ofendido le escriba al director para cagarse en mis muertos como cada semana, no vaya a decir que si respiro por la herida abierta y que si tal y que si cual y que se me ve el plumero. Lo que pasa es que he tenido más suerte que otros y, salvo el maldito stop, no me han cazado nunca. Aunque después de este desahogo, ya se pueden figurar. El día que tenga prisa y me retraten, la foto va a salirme por un ojo de la cara).
13 de noviembre de 1994
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