A menudo, mientras cenamos juntos y cambiamos cromos de cine y libros, Javier Marías y yo coincidimos en que los años nos acercan a Italia más que cuando éramos jóvenes. La formación de Javier en aquel tiempo, británica en buena parte, hizo de Inglaterra una importante referencia cultural y casi un hogar para él. Fuera de España siempre estuvo a gusto allí; del mismo modo que, por parecidas razones, yo me incliné más hacia Francia y lo francés: París era capital cultural de mi mundo. Sin embargo, con el paso del tiempo ambos aflojamos tales vínculos, y ahora es Italia, por razones diversas, el país al que con más agrado viajamos; donde solemos hallarnos más relajados y felices. En mi caso, a eso se añade la convicción, asentada en los últimos treinta años, de que mi verdadera patria, la principal de todas, es ese Mediterráneo por el que vinieron el alfabeto, las legiones romanas, el aceite, el vino, los héroes y los dioses.
Los antiguos amores son difíciles de olvidar. Pienso en eso sentado en Le Départ, el café que está en la esquina del bulevar Saint Michel con el Sena, mientras releo La promesa del alba, de Romain Gary, esta vez en la bella edición francesa de La Pléiade. El café contiguo –he olvidado su nombre– desapareció hace meses, seguramente para convertirse en otra tienda de ropa; y la librería Gibert Jeune cerró también sus puertas, supongo que con idéntico destino, del mismo modo que en la cercana Saint André des Arts no queda ni una sola de las muchas librerías de viejo que yo solía frecuentar en otro tiempo. Mi viejo París parece desvanecerse como en una vieja foto de Eugène Atget: la ciudad de D’Artagnan y sus amigos, pero también de Lucas Corso e Irene Adler; las calles y muelles donde aún puedo advertir, si presto atención, el fantasma del jovencito que recorría sus calles mochila al hombro, llenándola de lugares, imaginación y libros.
Esta mañana, tras un rato en la librería L’Ecume des Pages y otro en la Gibert Joseph, por simple y añeja rutina paseé hasta la Closerie des Lilas para saludar al mariscal Ney, bravo entre los bravos; bajé luego por la rue de l’Odeon hasta la calle que en otro tiempo se llamó des Cordeliers, y tras darle los buenos días a los bronces de Dantón y Diderot pisé las dieciochescas piedras contiguas al café Procope pensando en el almirante Zárate, el bibliotecario don Hermógenes, el abate Bringas, madame Dancenis y la lectura íntima de Thérèse philosophe. Y ahora, cerca del lugar donde a María Antonieta le cortaron el pelo antes de llevársela en carreta a seguir cambiando la historia moderna de la Humanidad –«guillotina, guillotina, guillotina», diría Agapito Cárceles–, miro a los graves camareros; al gendarme que es capaz de fastidiarte con impecable cortesía; a la elegante parisina de cabello gris, vestida de negro, que camina como si Gainsbourg, Brassens o Brel aún pusieran letra y música a sus pasos; al matrimonio de setentones que todavía se hablan de vous cuando están ante terceros.
Observo eso y lo demás y concluyo que no es cierto, o que no lo es del todo. Que Italia, en verdad, es donde estoy más a gusto; que los 415 volúmenes de la biblioteca clásica Gredos alineados en mi biblioteca –algún día hablaremos de los imbéciles que dejaron de publicarla– siguen siendo cuna y refugio; que el Mediterráneo, sus islas y orillas son, sin duda, el lugar del que procedo y en el que querría desaparecer mientras fumo ese último cigarrillo que no me llevo a la boca desde hace veinte años. Pero que mi pasaporte cultural, mi identidad europea, la mirada sobre el mundo actual, la dolorida conciencia de la infeliz España en la que vivo, deben mucho a esta ciudad. A paseos, reflexiones y lecturas que sólo eran posibles aquí. A Michelet, Thiers y Lamartine; al barón Holbach, Diderot, Voltaire y la Encyclopédie; a Montaigne, La Rochefoucauld, Montesquieu, Condorcet, Saint-Simon, Chateaubriand y todos aquellos que me enseñaron a mirar intelectualmente, o al menos intentarlo, la historia, la sociedad, el mundo y la vida. Entre todos ellos, educándome la lucidez, me vacunaron contra patrioterismos nocivos y demagogias infames; me enseñaron a asumir con ecuanimidad luces y sombras, admirando a los pueblos en sus grandezas y despreciándolos en sus bajezas. A no tener miedo a nada cuando sabes de dónde vienes y a dónde vas. Por eso hoy, pese a Italia, al Mediterráneo y a todo lo que también llevo en la piel y la memoria, sentado en el café du Départ mientras leo a un judío polaco que decidió, convencido por su madre, que Francia sería una patria perfecta, no puedo evitar el orgullo, la grata certeza, de que todavía, y también, sigo siendo francés.
15 de marzo de 2020
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