Hasta no hace mucho, ser lento era una virtud. No hablo de ser perezoso o indolente, sino de hacer las cosas despacio, con eficacia pero concediéndoles el tiempo necesario. Moverse, caminar, despedirse con lentitud cortés, remarcaba la dignidad de las personas. Confería un aire respetable. Incluso, elegante. Por eso los antiguos monarcas, los filósofos, los aristócratas, se movían despacio. La razón era el respeto que entonces inspiraban los ancianos y la gente mayor, experimentada, libre ya de las prisas e impulsos de la juventud. Eran ésas unas referencias que se procuraba imitar. La literatura española del Siglo de Oro abunda en tales situaciones, con la figura del hidalgo pobre que, cuando salía a la calle fingiendo haber comido, caminaba con digna lentitud. Con altiva y sosegada calma.
Pero no hace falta ir tan lejos. Todos recordamos ejemplos recientes, familiares o no, de quienes hacían las cosas despacio. De quienes se movían, no ansiosos por hacerlo todo cuanto antes, sino empleando el tiempo adecuado. Sin demora, pero sin prisa. Fijándose en lo que hacían y planeaban hacer, daban autoridad a sus actos y decisiones. Y la vida les era más provechosa. Más rentable. Invertían tiempo en percibir matices, circunstancias, caracteres. Nuestros abuelos no pretendían hacerlo o tenerlo todo en el acto. Al moverse y vivir despacio, hacían su existencia más rica y plena. También la de quienes los rodeaban.
Un tigre, un gato que caza, son lentos hasta el salto final. Creo que nos equivocamos renunciando a la lentitud en favor de una engañosa rapidez que a menudo anula cierta clase de eficacia. Antes, viajar no era sólo ir de un lugar a otro, sino un modo de vivir mientras viajabas: paisajes vinculados a reflexión y tiempo para ésta. Ahora nos movemos deprisa por autopistas sin nada que mirar, saltamos de aeropuerto en aeropuerto y hasta el turismo es itinerario fijo e ineludible, visita aquí y allá, comida a las dos y selfi a las cinco. Nueva York en dos días, China en cuatro. Cruzamos océanos en once horas y recorremos continentes de punta a punta en la mitad de ese tiempo, renunciando a los trenes que en sí mismos suponían una aventura; a los transatlánticos que dejaban espacio a las relaciones, a la reflexión y a la vida. Queremos en casa lo deseado al día siguiente de adquirirlo en Amazon; nos entregamos sin reservas al producto industrial y renunciamos al trabajo minucioso del artesano; buscamos el significado de una palabra pulsando en un teléfono móvil, renunciando al placer de hojear despacio un libro o un diccionario; privándonos así, también, de las sorpresas inesperadas, los descubrimientos colaterales que ese hojear de páginas puede depararnos.
Por supuesto, vivir con lentitud sin parecer torpe o indolente, o serlo, es arte de unos pocos. Hay que trabajarlo y pagar el precio. Pero quien sabe ser lento acaba siendo rico; y el apresurado suele caer, además, en el ridículo. Aunque tampoco el ejercicio de la lentitud sea una garantía contra la ridiculez. Hay una especie de movimiento social, el Slow –nacido en 1986 cuando el periodista Carlo Petrini se indignó por la apertura de un McDonald’s en el centro de Roma–, que defiende ciudades lentas, comida lenta, moda lenta. Como todos los movimientos de los que se apropia el mundo actual, mezcla principios muy razonables con demagogias varias y alguna tontería. Pero, en mi opinión, las ventajas de una inteligente lentitud no necesitan adscribirse a movimiento alguno; entre otras cosas porque las tendencias sociales suelen acabar en manos de agencias publicitarias. La lentitud positiva es un asunto individual, de cómo cada ser humano desea vivir y relacionarse con el entorno. Viajar, comer, leer… Incluso, vestir. La obsesión por comprar ropa continuamente, por renovar el vestuario cada cinco minutos, llega a lo enfermizo en las sociedades acomodadas. En oposición, y al menos en lo que a ropa masculina se refiere, nada me parece más adecuadamente lento que pocas prendas de buena calidad, ligeramente usadas, clásicas y pasadas de moda: es decir, de las que no pasan de moda nunca.
Y hasta el insulto, puestos a ello, queda maravillosamente resaltado por la digna lentitud de quien lo emite. Los niños de Cartagena adorábamos a Pinares, el cochero fúnebre, al que cuando pasaba solemne y vestido de negro en el pescante de su coche de caballos decíamos, para provocarlo: «Pinares, ¿nos das una vuelta?». Y él, volviendo despacio el rostro, nos miraba muy serio. Y luego, sosegado, tranquilo, respondía: «Cuando se muera vuestra madre la voy a llevar por todos los baches –aquí hacía una lenta y digna pausa–. Hijos de la gran puta».
22 de marzo de 2020
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