Salieron de la casa por la ventana, con una calma increíble. Serenos, sin prisa, primero uno y luego otro, alejándose luego a paso lento, incluso cuando empezaba a oírse en la distancia la sirena de un coche de la policía. El primero llevaba una bolsa con los objetos robados y el segundo tuvo cuajo para caminar despacio ante los vecinos que lo miraban con asombro e indignación, arrojar el cuchillo a un contenedor de basura y alejarse como si estuviera dando —y en realidad es lo que hacía, dárselo— un tranquilo paseo. Impotente, en la esquina misma, la dueña de la casa, que había escapado al verlos entrar, los miraba alejarse.
Si teclean en Internet verán la escena, que tuvo lugar en Valencia hace un par de semanas. Desesperación de los vecinos e impunidad de los delincuentes, lo que no es novedad. Conscientes los primeros de que, si intervenían, además de llevarse una puñalada podían meterse en un lío cuando la absurda Justicia española pidiera cuentas de cualquier daño causado a los del cuchillo, argumentando que tal vez la actuación no era necesaria, actual ni proporcionada. Y conscientes por su parte, los malos, de que si la policía les echaba el guante, por muchos antecedentes que tuvieran, el asunto acabaría con un máximo de setenta y dos horas de calabozo y la citación de un comprensivo juez para que se presentaran en un juzgado dentro de un año, o nunca, o vaya usted a buscarme para entonces, señoría.
Todo eso que acabo de contarles ocurre a diario en una España —la que hemos hecho entre todos, votando a quienes legislan— donde a un ciudadano honrado le embargan la cuenta bancaria por no pagar una multa o debe seguir costeando el agua y la luz si lo dejan sin casa los okupas. Donde lo que importa a los políticos y a los jueces es a qué hora abren o cierran las terrazas. Donde no se encarcela a quien lo merece porque las prisiones, dicen, están saturadas de delincuentes nacionales y extranjeros, pero no se deporta a nadie por peligroso que sea. Donde cuando se habla de castigar las peleas clandestinas de perros ninguna autoridad sabe ni contesta. Donde a un cabronazo de diecisiete años, malo, resabiado y grande como un castillo, los medios de comunicación y las redes sociales se refieren a él como un menor, un chaval, una desvalida criatura. Donde toda injusticia tiene fundamento legal y todo absurdo encuentra su aplauso. Un país, en fin, donde, por escribir este artículo, quienes hacen de la demagogia su negocio, o sea, numerosos sinvergüenzas y también innumerables idiotas, me llamarán simpatizante de la ultraderecha. Pero miren cómo me tiembla la tecla.
Tengo cierta experiencia en eso de que te jodan los malos. Dos veces entraron en mi casa a robar, con una sangre fría que deja de pasta de boniato. Y las dos veces tuve que dejar que esos hijos de puta se fueran tan panchos, convencido de que si les soltaba un taponazo iba a comerme más talego que el conde de Montecristo. Una de las veces, gracias a las cámaras, identifiqué a dos fulanos con nombre, apellidos y domicilio. Seguro de que por vía judicial nada podía hacer, llegué a considerar la oferta que me hizo un amigo para hacerles una visita privada; pero al final no tuve huevos. Imaginaba los titulares, si la cosa trascendía. El fascista de Reverte se toma la justicia por su mano. Etcétera.
Hay algo de lo que no sé si somos conscientes, y si lo somos me pregunto por qué nos importa un carajo. Desde hace siglos, la convivencia social se basa en que el ciudadano confía al Estado su protección y, llegado el caso, su satisfacción o justicia. Y también la venganza, impulso tan natural en el ser humano como el amor o la supervivencia. Pero esa palabra tiene mala fama; la sustituyen otras a cuya sombra se cobija mucha golfería y mucho disparate. Y el resultado es que el ciudadano se ve indefenso ante la maldad. Ante la impunidad y arrogancia de quien vulnera las leyes o se aprovecha de ellas porque perjudican al honrado y benefician a quien delinque. Cuando tal cosa ocurre, hartos, tendemos a volvernos hacia quien promete —prometer es fácil— garantizar la seguridad, la propiedad y la vida. La Historia demuestra que eso acaba alumbrando movimientos totalitarios, redentores siniestros, peligrosos salvapatrias que recortando libertades y derechos conducen a callejones oscuros, cuando no a cementerios. Por eso temo que la irresponsabilidad de tantos políticos demagogos, jueces que no se complican la vida, oportunistas sin escrúpulos y cantamañanas con una estúpida percepción del mundo y la vida, acabe deparándonos a los españoles gobiernos de ultraderecha para varias legislaturas. Tengo casi setenta tacos de almanaque y quizá no esté aquí para verlo, pero ustedes prepárense. Lo van a pasar de miedo.
5 de septiembre de 2021
1 comentario:
Así no podemos hacer nada
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