La semana pasada, al contarles cómo y por qué entran ciertas palabras en el diccionario de la Real Academia Española, me dejé algunas cosas en el tintero, o en el teclado del ordenador. Folio y medio no da mucho de sí, de modo que he pensado rematar hoy la faena. La cosa venía, como quizá recuerden ustedes, de que a menudo una palabra incorrecta y a veces incluso opuesta a su sentido real, acaba haciendo fortuna, pasa al habla común y termina incorporada al diccionario, pues todo el mundo la utiliza y el diccionario está, precisamente, para comprender el significado que damos a las palabras, sean éstas y aquél los que sean.
Un buen ejemplo de lo que digo es la palabra álgido. Proviene del latín algidus, que significa frío o muy frío. Con ese significado aparece en el diccionario Petit Robert francés, que es el mejor de aquella lengua, y en el Zingarelli italiano, que es el mejor de esa otra. Y cold, frío, es la única traducción que le da el Oxford Latin Dictionary apoyándose en Catulo, Catón y Horacio, entre otros autores clásicos que utilizaron esa palabra. Nada hay de caliente en ella, por tanto, excepto cuando se utiliza en España, donde hace mucho que el calor ha sustituido al frío. Es el único lugar donde esto ocurre, desde que a algún analfabeto con voz pública se le ocurrió echarlo a rodar con sentido incorrecto a mediados del pasado siglo. La transformación se oficializó en 1984, año en que la vigésima edición del diccionario de la RAE no tuvo más remedio que añadir a muy frío una segunda acepción (momento o período crítico o culminante de algunos procesos orgánicos, físicos, políticos, sociales, etc.) que terminó desplazando la original a un segundo lugar en posteriores ediciones. Y que todavía no ha incorporado la de muy caliente pero está a punto de hacerlo, debido a que en la actualidad todo el mundo cree que álgido significa eso y lo utiliza en tal sentido: punto álgido, punto máximo de calentura.
Les calzo toda esta murga lingüística para que se hagan idea de lo complejas que son las palabras y su evolución, y de cómo ciertos errores o usos incorrectos, a fuerza de ser usados por masas de hablantes poco cultos, acaban imponiéndose incluso en sentido opuesto al que tienen. Otra cosa son los bulos que algunos indocumentados hacen correr sobre palabras supuestamente incorrectas incluidas en el diccionario como almóndiga, toballa y demás, ignorando que no se trata de vulgarismos modernos que la RAE admite, sino de palabras antiguas que figuran en textos clásicos y a las que, precisamente para marcar su antigüedad, se les pone la marca desus, que significa desusado. Lo mismo ocurre con términos ajenos al habla cisatlántica –amigovio, bluyín– pero frecuentes en la América hispana, que a un hablante de aquí le suenan raros pero allí son habituales, y por tanto deben figurar en un diccionario panhispánico dirigido a 570 millones de personas de las que sólo una pequeña parte vivimos a este lado del Atlántico.
Dirán algunos de ustedes, y es natural, que tanto la Academia Española como sus hermanas de América deberían salir al paso de los errores, señalándolos para evitar que se extiendan. Y a mi juicio tienen razón, pero el asunto es delicado. En la RAE llevamos mucho tiempo discutiendo sobre eso, pues hay dos posturas enfrentadas. Una es la de quienes creemos –casi todos, escritores y gente con actividad pública– que la Academia debe señalar errores y fijar normas de uso, del mismo modo que lo hace en su Gramática y su Ortografía. Algunos de nosotros llevamos diez o quince años pidiendo, sin conseguirlo, que la RAE tenga una política eficaz de comunicación activa, incluido un acto público anual para hacer balance del estado de la lengua española y llamar la atención sobre incidencias de esa clase. Otros, sin embargo –y en esta postura se atrincheran varios académicos filólogos–, opinan que la lengua debe dejarse en completa libertad, y que la RAE sólo debe registrar los usos sin advertir de nada a nadie. Que la vida siga su curso, y nosotros, a mirar. Esa tensión entre dos posturas, la activa y la pasiva ante los errores y transformaciones de las palabras que usamos, sobre los límites o señales de peligro que deben o no ponerse junto a ellas, da lugar a interesantes y a veces ásperas discusiones académicas, y sigue sin resolverse. Sin embargo, no debería ser sólo asunto nuestro. También ustedes, usuarios de esa formidable herramienta común que es la lengua española, deberían interesarse más. Y cuidarla. La RAE es una institución importante y necesaria, pero el habla pertenece a todos. Nada de cuanto en ella ocurra nos es ajeno. Al fin y al cabo, las palabras que usamos son las que conforman nuestra vida. Las que definen el mundo.
Un buen ejemplo de lo que digo es la palabra álgido. Proviene del latín algidus, que significa frío o muy frío. Con ese significado aparece en el diccionario Petit Robert francés, que es el mejor de aquella lengua, y en el Zingarelli italiano, que es el mejor de esa otra. Y cold, frío, es la única traducción que le da el Oxford Latin Dictionary apoyándose en Catulo, Catón y Horacio, entre otros autores clásicos que utilizaron esa palabra. Nada hay de caliente en ella, por tanto, excepto cuando se utiliza en España, donde hace mucho que el calor ha sustituido al frío. Es el único lugar donde esto ocurre, desde que a algún analfabeto con voz pública se le ocurrió echarlo a rodar con sentido incorrecto a mediados del pasado siglo. La transformación se oficializó en 1984, año en que la vigésima edición del diccionario de la RAE no tuvo más remedio que añadir a muy frío una segunda acepción (momento o período crítico o culminante de algunos procesos orgánicos, físicos, políticos, sociales, etc.) que terminó desplazando la original a un segundo lugar en posteriores ediciones. Y que todavía no ha incorporado la de muy caliente pero está a punto de hacerlo, debido a que en la actualidad todo el mundo cree que álgido significa eso y lo utiliza en tal sentido: punto álgido, punto máximo de calentura.
Les calzo toda esta murga lingüística para que se hagan idea de lo complejas que son las palabras y su evolución, y de cómo ciertos errores o usos incorrectos, a fuerza de ser usados por masas de hablantes poco cultos, acaban imponiéndose incluso en sentido opuesto al que tienen. Otra cosa son los bulos que algunos indocumentados hacen correr sobre palabras supuestamente incorrectas incluidas en el diccionario como almóndiga, toballa y demás, ignorando que no se trata de vulgarismos modernos que la RAE admite, sino de palabras antiguas que figuran en textos clásicos y a las que, precisamente para marcar su antigüedad, se les pone la marca desus, que significa desusado. Lo mismo ocurre con términos ajenos al habla cisatlántica –amigovio, bluyín– pero frecuentes en la América hispana, que a un hablante de aquí le suenan raros pero allí son habituales, y por tanto deben figurar en un diccionario panhispánico dirigido a 570 millones de personas de las que sólo una pequeña parte vivimos a este lado del Atlántico.
Dirán algunos de ustedes, y es natural, que tanto la Academia Española como sus hermanas de América deberían salir al paso de los errores, señalándolos para evitar que se extiendan. Y a mi juicio tienen razón, pero el asunto es delicado. En la RAE llevamos mucho tiempo discutiendo sobre eso, pues hay dos posturas enfrentadas. Una es la de quienes creemos –casi todos, escritores y gente con actividad pública– que la Academia debe señalar errores y fijar normas de uso, del mismo modo que lo hace en su Gramática y su Ortografía. Algunos de nosotros llevamos diez o quince años pidiendo, sin conseguirlo, que la RAE tenga una política eficaz de comunicación activa, incluido un acto público anual para hacer balance del estado de la lengua española y llamar la atención sobre incidencias de esa clase. Otros, sin embargo –y en esta postura se atrincheran varios académicos filólogos–, opinan que la lengua debe dejarse en completa libertad, y que la RAE sólo debe registrar los usos sin advertir de nada a nadie. Que la vida siga su curso, y nosotros, a mirar. Esa tensión entre dos posturas, la activa y la pasiva ante los errores y transformaciones de las palabras que usamos, sobre los límites o señales de peligro que deben o no ponerse junto a ellas, da lugar a interesantes y a veces ásperas discusiones académicas, y sigue sin resolverse. Sin embargo, no debería ser sólo asunto nuestro. También ustedes, usuarios de esa formidable herramienta común que es la lengua española, deberían interesarse más. Y cuidarla. La RAE es una institución importante y necesaria, pero el habla pertenece a todos. Nada de cuanto en ella ocurra nos es ajeno. Al fin y al cabo, las palabras que usamos son las que conforman nuestra vida. Las que definen el mundo.
7 de julio de 2019
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