Se me ha estropeado la visión, pienso cuando veo el cartel de entrada al pueblo. Tengo que ir al oculista, pues veo menos que el topo Gigio, o como se llame ahora. El caso es que me froto los ojos, miro de nuevo y resulta que no. Atalayo como un lince. Lo que pasa es que donde ponía Villaconejos del Mar Menor pone ahora Biyaconeho del Mamenó. Me desconcierto y pregunto a un señor que pasa por allí. «Es que ahora rotulamos –responde– en lo que llaman farfullo mursiano: el habla de los pescadores de calamares con potera de Mazarrón, que ahora se está recuperando. Es un bien cultural así que queremos darle rango de lengua autonómica». Le doy las gracias, me adentro en el pueblo y compruebo que en efecto: carteles de Se dan clases de farfullo, el rótulo Arrejuntamiento en el ayuntamiento y grafitis reivindicativos en las paredes: El farfullo son nuestras raíces, No hablar farfullo es de fascistas… Cosas así. Hasta los municipales llevan rotulado Pulisía en la gorra. Y cuando entro en un bar a pedir una cerveza, el camarero me pregunta: «¿La quiés de folletín o esclafá?».
Me despierto, acojonado. Pero no por la pesadilla, sino porque se empieza a parecer a la realidad; o más bien la realidad empieza a convertirse en pesadilla. Dirán ustedes que exagero, pero igual parece menos exagerado si les cuento que conozco al menos tres universidades donde el presupuesto destinado al estudio y fomento de lenguas autonómicas y también de viejas hablas populares, fablas, dialectos, farfullos, jergas rústicas, minoritarias o como quieran llamarlas, duplica el destinado a los departamentos de lengua castellana o española. Y no se trata, insisto, sólo de idiomas tradicionales y asentados como el gallego, el euskera y el catalán, lo que a algunos podría parecer razonable, sino también de cualquier parla local, minoritaria, rural deformación de lenguas cultas o residuo de hablas rústicas, en natural trance de desaparición al haber perdido su objeto y ser desplazadas por el más eficaz y común castellano; y que, ahora, grupos de activistas lingüísticos pretenden no sólo recuperar –lo que nada tiene de malo–, sino imponer a toda costa; lo que ya es menos tranquilizador y, sobre todo, mucho menos práctico.
Dirán ustedes que hay distancia entre el amor por las viejas palabras y dichos locales que escuchamos de niños, el noble deseo de conservarlos, y su imposición a toda costa: el afán de situarlas por encima de las lenguas prácticas que nos son comunes y que, por complejas razones históricas, acabaron siendo el castellano y, en segundo lugar, los tres grandes idiomas autonómicos. Pero la explicación al disparate, al abismo entre razonable arqueología lingüística y descojonación de Espronceda, es sencilla; para algunos –cada vez más–, el farfullo y sus equivalentes se han convertido en una forma de vida. En un negocio. Mientras el latín, el griego y la lengua española, desprovistos de recursos, son borrados de los planes escolares por un Estado que roza ya la imbecilidad absoluta, La Asosiasión Farfullera del Mamenó, o la que aparezca en cada sitio, consigue nutritivas subvenciones; pues a ver qué gobierno autonómico, ayuntamiento o universidad se atreve a negar viruta a quienes rescatan el rico patrimonio cultural local, sea fabla de pastores del Moncayo o chamullo de pescadores de La Caleta. O sea, cultura popular y democrática hasta las cachas, y no esas lindezas elitistas grecolatinas o como se llamen, ni esa lengua castellana fascista en la que Franco firmaba sentencias de muerte. Da igual que las palabras y expresiones farfulleras aludan a cosas que ya no existen o no se usan. La cosa es volver a las raíces de los pueblos y las gentes. Y si tal palabra está olvidada o nunca existió, se inventa y a chuflar a la vía. Para eso están las universidades, las cátedras por venir, los diccionarios por subvencionar, las campañas pagadas de Fablemos lo nuestro, los maestros que dedicarán su esfuerzo a la útil tarea de que sus alumnos, en vez de alcachofa, aprendan a decir alcasilico; o, como sus antepasados analfabetos de hace un par de siglos, «ráscame er ojete subío a la pareta, sagal», que emociona mucho. Porque, cuidado con eso, no siempre la cultura oficial es la verdadera cultura. Y, como sabe todo cristo –y si no lo saben, asómense a Twitter–, la democracia no será plena en España hasta que en toda autonomía, en toda ciudad, en todo pueblo, cada chucho se lama su badajo.
Menos mal que acabo de cumplir 67 tacos de almanaque y me queda poco en esta juerga. Y menos, habiendo aeropuertos. Pero ustedes, sobre todo los jóvenes, se van a divertir. Con el farfullo y con todo lo demás, ya verán. Se lo van a pasar de puta madre.
18 de noviembre de 2018
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