Hacía años que deseaba comprar una buena gabardina inglesa, como otra que poseí hace treinta o cuarenta años; pero nunca encontraba ocasión de hacerlo. Quería una gabardina de verdad, de las de toda la vida, hecha para soportar la lluvia y el mal tiempo. Tipo trinchera o similar, que abrigara y protegiera lo más posible. Pero no había manera. Cuando me acordaba e iba a buscarla sólo encontraba modelitos de temporada, más al servicio del estilo del momento que de lo práctico. Mis últimas visitas a tiendas especializadas me ponían, además, de una mala leche espantosa.
Recuerdo la sucursal en Madrid de una importante marca de ropa, cuando entré confiado en hallar una gabardina clásica y sólo las vi del tipo tres cuartos, un palmo por encima de las rodillas. Y encima, de colores. Busco una de verdad, le dije al vendedor. Que me cubra hasta abajo; para cuando llueva, no mojarme. Ya no se llevan, me dijo el tío, mirándome como si yo acabara de salir del Pleistoceno. Ahora son cortas. Le respondí que una gabardina corta, amén de poco práctica, era una gilipollez. Casi un oxímoron. Y cuando intuí que el fulano estaba deseando que me largara para buscar la palabra oxímoron en Google, me fui con el rabo entre las piernas. Así que durante mucho tiempo estuve usando una vieja y estupenda gabardina que fue de mi padre, larga de verdad.
Hacía muchos años que no viajaba a Londres. Me tocó ir la pasada primavera, y como para ciertas cosas soy más de piñón fijo que un guardia civil, lo primero que hice fue comprar una Burberrys Vintage que habría hecho palidecer de envidia a Cary Grant o a Humphrey Bogart: larga, cómoda, confortable, segura, hecha para soportar incluso las lluvias de Ranchipur. Después, con ella puesta, y aprovechando que en ese momento no llovía, hice un par de cosas urgentes. La primera fue ir derecho al 221 B de Baker Street a estrechar la mano de Sherlock Holmes y el doctor Watson, acariciar al perro de Baskerville y besar en la boca a Irene Adler, a la que encontré más guapa y peligrosa que nunca. Después me fui a dar una vuelta por Piccadilly, de librerías.
Primero fue un largo vistazo a las cuatro formidables plantas de Waterstone; y luego, exquisitez suprema, la elegante y venerable Hatchards, con su orgulloso emblema de proveedores de S.M. la Queen en el dintel –me pregunté quién se atrevería a alardear de eso en España– y su delicioso ambiente victoriano. Salí con mi botín en las correspondientes bolsas y, como Piccadilly estaba llena de gente, fui a sentarme en la terracita del café que está pegado a la iglesia anglicana de Saint James. Pedí una botella de agua sin gas, me tomé un Actrón –mi espía Lorenzo Falcó y yo tenemos las cafiaspirinas en común– y miré los libros, confortablemente abrigado en mi gabardina nueva. Era casi feliz, y en cuanto el Actrón hizo efecto me sentí feliz del todo. Hojeaba un espléndido libro de fotografías sobre Patrick Leigh Fermor cuando alcé la mirada y, de pronto, una sombra oscureció el paisaje. No era una nube, lo que habría sido natural en Londres, sino una placa en la pared. Esta iglesia, decía, frecuentada desde el año tal por Fulano y Mengano, fue restaurada en 1954 tras haber sido dañada por los bombardeos del enemigo. Etcétera.
Dañada por el enemigo. Eso era todo, y me fascinó la sobriedad del argumento. No especificaba qué clase de enemigo, ni mencionaba a los nazis. No hacía falta porque estábamos en Londres, Inglaterra. Enemigos hubo aquí muchos a lo largo de la historia, y daba igual quiénes fueran: alemanes, franceses, españoles, zulúes, afganos, sudaneses, argentinos, insurgentes coloniales. El enemigo de Inglaterra fue y es siempre el mismo: enemigo a secas contra quien, en caso necesario, unidos, apoyándose unos a otros incluso en el error, los británicos estuvieron siempre dispuestos a luchar en las ciudades, en los campos, en las playas. No creo que nadie haya hablado peor de ellos en términos históricos que yo mismo en esta página; sin embargo, debo admitir el ramalazo de envidia que esas dos simples palabras, el enemigo, me produjeron junto al viejo muro barroco de aquella iglesia londinense. Qué bueno y satisfactorio, casi qué hermoso, poder decir el enemigo sin especificar y sin temor a equivocarse. Imagínenlo ustedes en España, donde el enemigo somos nosotros mismos. Aquí es una palabra compleja y necesitada de precisiones. Y en caso de guerra con un país extranjero procuraríamos evitarla en la prensa y los telediarios, para no ofender.
16 de septiembre de 2018
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