Estaba en Segovia con mi compadre José Manuel Sánchez Ron, científico honrado y valiente, amicus usque ad aras al que hace años dediqué El asedio; y bajo el acueducto, mirando hacia arriba admirados, comentábamos lo sorprendente de que nadie exija todavía su demolición por ser vestigio del imperialismo romano que crucificaba hispanos, imponía el latín y perpetraba genocidios como el de Numancia. Eso nos hizo hablar de tontos, materia extensa. «A los tontos hay que ignorarlos», dijo José Manuel. Pero no estuve de acuerdo. Eso, respondí, los hace más peligrosos. Un tonto fuera de control es letal. Se empeñan en estar ahí aunque los ignores, tropezando en tus piernas. Con ellos no hay cordón sanitario posible, pues no hay tonto sin alguna habilidad. Hasta en la RAE tenemos alguno. El caso es que la vida acaba poniéndotelos delante. Y como dije alguna vez, juntas a un malvado con mil tontos y tienes en el acto mil y un malvados.
Después, mientras despachábamos un cochinillo en Casa Duque, José Manuel y yo estuvimos analizando clases de tonto y peligrosidades potenciales. Hay tontos inofensivos, concluimos, que están ahí y no pasa nada. Incluso hay tontos adorables a los que coges cariño. Que son buena gente. En su mayor parte no tienen la culpa de serlo, aunque muchos lo trabajan y mejoran cada día con admirable tesón. Basta con ver el telediario: de todos ellos, la variante de tonto con voz pública o parcela de poder es vitriolo puro. En un abrir y cerrar de ojos pasan a ser peligrosos, y pueden destrozar un país, la convivencia, la vida. No por maldad, sino por el lugar que ocupan y las decisiones que toman. En política, por ejemplo, hacen más daño que los malos. Ahí está Rodríguez Zapatero –ahora lo tenemos arreglando Venezuela– que, necesitado de tensión electoral, nos devolvió, desenterrada y fresquita para las nuevas generaciones que la habían olvidado, la Guerra Civil.
Por eso no me fío de los tontos, por inofensivos que parezcan. Tengo canas en la barba y sé a dónde te llevan o van ellos mismos. Durante veintiún años viví en países en guerra; y allí aprendí que, aunque los tontos suelen morir primero, también hacen morir a los demás. Pisan donde no deben, se asoman a la calle, encienden cigarrillos de noche. Te ponen en peligro. Y cuando les dan un cebollazo, eso despeja el paisaje, pero no acaba con todos. Por mucho que palmen en la guerra o en la paz, como especie los tontos nunca mueren.
Al hilo de esto recuerdo un caso, ahora divertido pero que entonces no me hizo ninguna gracia. Cuando trabajaba para la tele solía ir con gente dura, fiable, cámaras de élite sin los que mi trabajo no habría valido nada: Márquez, Custodio y alguno más. Pero no siempre estaban disponibles, y una vez regresé a los Balcanes con otro compañero. Era buen profesional y excelente persona, pero tenía la complejidad intelectual del mecanismo de un sonajero. Cruzábamos varias líneas de frente con puestos de control a menudo enemigos entre sí: cascos azules, croatas, serbios, bosnios. Era su primera guerra, y le dije que se metiera las tarjetas de acreditación de cada bando en un bolsillo diferente, y que no se equivocara al sacarlas porque nos podían cortar los huevos. «Tranquilo», recuerdo perfectamente que me dijo. «No soy tonto».
Cruzar líneas en guerra es una cabronada. El peor momento para un reportero. Habíamos dejado atrás un control croata y nos pararon los serbios que bombardeaban Sarajevo, mataban a mujeres y niños y lo llenaban todo de fosas comunes. Imaginen a una docena de esos hijos de puta pidiendo documentos, y a mi colega el cámara sacando con la acreditación serbia, cuidadosamente enganchadas por el clip unas a otras, cuantas llevaba encima, incluidas las de los enemigos: un rosario de tarjetas que dejó a los serbios boquiabiertos, preguntándose si se les cachondeaba en la cara. Así que, desesperado, no vi otra salida que quitárselas de un manotazo, hacerle a los serbios un ademán con el dedo en la sien como si a mi compañero se le hubiera ido un tornillo, y decirles: «Es que es tonto». Glupan, fue la palabra serbocroata que usé. Entonces aquellos animales se echaron a reír y nos dejaron irnos.
Mi colega estuvo los siguientes tres kilómetros en silencio, fruncido el ceño, rumiando la cosa. Yo conducía; y al fin, cuando ya íbamos a toda pastilla por Sniper Alley esquivando coches reventados, se volvió a mirarme, muy serio. «Me has llamado tonto», dijo. Y yo le respondí que no. Que eran figuraciones suyas.
9 de septiembre de 2018
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