Hace unos días, nonagenario y honrado por sus colegas, murió el periodista Manuel Alcántara: una de esas leyendas del oficio a quien, cuando pisé mi primera redacción, los jóvenes llamábamos ya maestro. El día que don Manuel dijo ahí os quedáis había escrito más de veinte mil artículos; y mi compadre Ignacio Camacho le dedicó el epitafio que toda mi generación envidiaría para ella misma: Llevaba tinta en las venas y la pasión de escribir grabada a fuego en el alma. Pertenecía a la estirpe del periodismo de raza, el de flexo, nicotina y alcohol, el de la gabardina colgada, el de la dinastía de los cronistas de ring y de las tertulias literarias. Un oficio de otra época acaso idealizada y desde luego romántica, en la que la calle era una escuela, el lenguaje una patria y la voluntad de estilo un rasgo de aristocracia.
Después de ese párrafo, poco puedo añadir yo. El cabroncete de Ignacio me acaba de pisar la firma en primera. Andaba hoy dándole vueltas a eso, pues no quería que faltase el nombre de don Manuel en esta página, cuando al mirar el teclado del ordenador en el que escribo comprendí de golpe que el simple acto de utilizarlo, como estoy haciendo ahora, constituye mi propio homenaje al veterano desaparecido, a los que se fueron antes que él y a los supervivientes de aquel tiempo, casi chiquillos entonces, que nos criamos en esas viejas redacciones de flexo, nicotina y alcohol bajo la sombra protectora de tipos formidables como él.
Me explico. A la mayor parte de ustedes les parecerá raro a estas alturas de la modernidad y la vida; pero mientras releía lo escrito por Ignacio estaba oyendo, con absoluta claridad, el teclear de una máquina de escribir. No esas mariconadas silenciosas de los teclados modernos, plic, plic, plic, que ni las oyes ni las sientes bajo los dedos, sino el tableteo auténtico de las palabras que fluyen de tu cabeza al papel, o en este caso a la pantalla del ordenador: el de las viejas Olivetti en las que mi generación se dejó las uñas. Un clac, clac, clac sonoro y recio, apasionado, furioso a veces, que era el sonido de las antiguas redacciones; ese crepitar inconfundible de docenas de máquinas de escribir ametralladas a la vez, del ruido de las campanillas al llegar a final de línea, de la palanca del punto y aparte, del rodillo al tirar del papel para sacarlo. Y todo eso, punteado por el ring-ring de los teléfonos y el tableteo incesante de los teletipos que escupían noticias que, en cualquier momento, podían arrojarte a la calle en compañía de un fotógrafo.
Daría media vida de la que he vivido, que no fue mala ni aburrida, por estar todavía junto a periodistas como Manuel Alcántara y tantos otros que hace tiempo dejaron de fumar o les quedan —nos van quedando— dos paquetes: Pepe Monerri, Paco Cercadillo, Chema Pérez Castro, Alfredo Marquerie, Pilar Narvión, Raúl del Pozo, Gurri, Tico Medina, Rosa Villacastín, Manolo Marlasca y los demás. Los vivos y los muertos. Entrar con apenas veinte años por primera vez en la redacción del diario Pueblo y encontrar, recién cruzado el umbral, a José María García y Raúl Cancio dándose fuego al pitillo mientras uno preguntaba: «¿Ya conociste a tu padre?» y el otro respondía: «Sí, lo encontré en la cama con tu madre». Ése era el tono. Y todo aquel mundo bronco y fascinante, aquellos hombres y mujeres duros de verdad, legendarios en mi recuerdo, vivían, trabajaban, jugaban a las cartas e incluso dormían allí cuando estaban tras una buena historia, entre el fragor casi heroico de aquellas máquinas de escribir y aquellos teclazos.
Y ahora, dejen que acabe de explicarme. Porque mi homenaje a esa gente, y a ese mundo en el que tan feliz llegué a ser, lo hago ahora al escribir estas mismas líneas. O por el modo en que las escribo. Cuando tecleo sigue sonando clac, clac, clac, porque por culpa de aquellas viejas redacciones y de recorrer el mundo durante dos décadas con una Lettera 32 a cuestas, nunca logré adaptarme a los nuevos teclados electrónicos. No conozco a nadie que cometa tantas erratas como yo al escribir en ellos. Lo juro. Por eso, tras muchas pesquisas, acabé descubriendo un teclado mecánico estupendo que incluso en su apariencia física reproduce exactamente, con carrito y todo, una de aquellas antiguas Olivetti. En él escribo en este momento, con fuertes pulsaciones que resuenan en el lugar donde trabajo. Y cada uno de esos teclazos es un homenaje a los viejos caimanes del oficio. A quienes, entornados los ojos por el humo del cigarrillo a medio fumar que tenían en la boca, aporreando máquinas de escribir que sonaban a periodismo de verdad, me enseñaron a amar el que en otro tiempo fue el oficio más hermoso del mundo.
12 de mayo de 2019
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