Fue hace diez o doce días, uno de esos domingos en que la costa mediterránea se llena de navegantes y el canal 9 de la radio VHF se convierte en un marujeo marítimo apasionante como un culebrón de la tele; aquí embarcación Maripili, me recibes, cambio, acabo de doblar el cabo de la Nao, Mariano, qué tal por Ibiza, Isla Perdiguera a la escucha, resérveme una paella para las cuatro, me he quedado sin gasoil, Mayday, Mayday, y venga a tirar bengalas de socorro y la suegra y los niños vomitando por barlovento y la Cruz Roja del mar que no da abasto.
Fue un domingo de esos, les decía, y soplaba levante, y unos cuantos barquitos habían buscado el resguardo de cierta isla. La isla es zona militar, con media docena de marineritos que se aburren como ostras y miran a las bañistas de los barcos desde lejos, con prismáticos. Fíjate en la del bikini malva, tío. O aquella otra, la que toma el sol sin la parte de arriba. Qué barbaridad. Y yo aquí, sirviendo a la patria dale que te pego con la Claudia Schiffer del Interviú, cuando el cabo la deja libre. Aborrecida la tengo a la Schiffer, y aún me quedan ocho meses.
El caso es que era un domingo de ésos y una isla de ésas, y uno de los barquitos, una lancha pequeña con señora gorda, el legítimo y tres o cuatro zagales, se acercó mucho a tierra. Y estaba la familia allí, a remojo, cuando hizo de pronto su aparición una zodiac gris de la Armada, llevando a bordo a un marinero de uniforme y a un individuo con bermudas y lacoste. Ignoro la graduación del fulano en atuendo civil, pero su pelo cano y el aire autoritario con que manejaba personalmente los mandos de la lancha, lo situaban de capitán de fragata para arriba. Abona mi sospecha el hecho de que el individuo tuviese otra embarcación fondeada ante la playa, y a la familia tan ricamente instalada en tierra. Y el privilegio de remojarse el culete en ese plan en aguas y playas de la Armada, suele reservarse a gente a quien le pesa la bocamanga.
Total. Que el de las bermudas les dio su bronca a los veraneantes de la lanchita y les dijo que ahuecaran. Y para establecer con claridad de quién eran y de quién no eran aquellas playas y aguas, se despidió con una viril y castrense arrancada que levantó la proa de la zodiac, dándonos una pasada levantando espuma a toda mecha a cuantos presenciábamos, a más o menos distancia, el incidente. Y se fue a seguir disfrutando de su isla privada, con la familia.
Qué quieren que les diga. Posiblemente la cosa ni siquiera merezca estas líneas. Pero aquello de la arrancada final en plan derrape, la fantasmada gratuita de la despedida, el gasto de los ochocientos mil litros de gasolina estatal que aquel flamenco en bermudas derrochó para mostrar sus poderes, me irritó los higadillos. Lástima que fuese a dar con aquella familia de intimidar fácil, que se apresuró a cumplir la perentoria orden, y no con alguien más resabiado o más broncas. Disfruten, en tal caso, imaginando el diálogo. Que se vayan largando, oiga. Que quién es usted para decir que me largue. Que si soy el comodoro Martínez de la Cornamusa. Que nadie lo diría, comodoro, viéndolo a usted así, con esa pinta. Que si un respeto a la Marina. Que de qué Marina me habla, yo sólo veo una zodiac y un tiñalpa en lacoste y calzoncillos. Y en ese plan.
Al arriba firmante le parece muy bien impedir que los veraneantes llenen de papeles pringosos y latas vacías las islas bajo jurisdicción de la Armada. También me da absolutamente igual que los marinos de guerra, y los militares de carrera, y la gente de armas en general, goce en ocasiones de determinados privilegios, como llevarse el domingo a la familia al club de caballería o a la playa reservada a jefes y oficiales. A cambio de eso, después, cuando hay guerra, puede uno exigirles que se hagan escabechar sin escurrir el bulto. Porque los militares están para eso: para que los escabechen defendiendo a quienes les pagan el sueldo, para pintarse de azul el casco mientras ayudan a la pobre gente en Bosnia, para proteger a los pesqueros españoles -que son tan depredadores como ingleses o franceses, pero al fin y al cabo son nuestros depredadores- en la costera del bonito, o para derramar una lágrima arriando la última bandera cuando, tras el pasteleo de costumbre, entreguemos Ceuta y Melilla. Así que, por mí, si mientras tanto quieren bañarse, que se bañen. Lo que pasa es que, en estos tiempos de austeridad, prefiero que me ahorren el número de zodiac. A algunos, las chulerías oficiales nos gustan con nombre, apellidos y graduación, por favor. Y de uniforme.
4 de septiembre de 1994
Fue un domingo de esos, les decía, y soplaba levante, y unos cuantos barquitos habían buscado el resguardo de cierta isla. La isla es zona militar, con media docena de marineritos que se aburren como ostras y miran a las bañistas de los barcos desde lejos, con prismáticos. Fíjate en la del bikini malva, tío. O aquella otra, la que toma el sol sin la parte de arriba. Qué barbaridad. Y yo aquí, sirviendo a la patria dale que te pego con la Claudia Schiffer del Interviú, cuando el cabo la deja libre. Aborrecida la tengo a la Schiffer, y aún me quedan ocho meses.
El caso es que era un domingo de ésos y una isla de ésas, y uno de los barquitos, una lancha pequeña con señora gorda, el legítimo y tres o cuatro zagales, se acercó mucho a tierra. Y estaba la familia allí, a remojo, cuando hizo de pronto su aparición una zodiac gris de la Armada, llevando a bordo a un marinero de uniforme y a un individuo con bermudas y lacoste. Ignoro la graduación del fulano en atuendo civil, pero su pelo cano y el aire autoritario con que manejaba personalmente los mandos de la lancha, lo situaban de capitán de fragata para arriba. Abona mi sospecha el hecho de que el individuo tuviese otra embarcación fondeada ante la playa, y a la familia tan ricamente instalada en tierra. Y el privilegio de remojarse el culete en ese plan en aguas y playas de la Armada, suele reservarse a gente a quien le pesa la bocamanga.
Total. Que el de las bermudas les dio su bronca a los veraneantes de la lanchita y les dijo que ahuecaran. Y para establecer con claridad de quién eran y de quién no eran aquellas playas y aguas, se despidió con una viril y castrense arrancada que levantó la proa de la zodiac, dándonos una pasada levantando espuma a toda mecha a cuantos presenciábamos, a más o menos distancia, el incidente. Y se fue a seguir disfrutando de su isla privada, con la familia.
Qué quieren que les diga. Posiblemente la cosa ni siquiera merezca estas líneas. Pero aquello de la arrancada final en plan derrape, la fantasmada gratuita de la despedida, el gasto de los ochocientos mil litros de gasolina estatal que aquel flamenco en bermudas derrochó para mostrar sus poderes, me irritó los higadillos. Lástima que fuese a dar con aquella familia de intimidar fácil, que se apresuró a cumplir la perentoria orden, y no con alguien más resabiado o más broncas. Disfruten, en tal caso, imaginando el diálogo. Que se vayan largando, oiga. Que quién es usted para decir que me largue. Que si soy el comodoro Martínez de la Cornamusa. Que nadie lo diría, comodoro, viéndolo a usted así, con esa pinta. Que si un respeto a la Marina. Que de qué Marina me habla, yo sólo veo una zodiac y un tiñalpa en lacoste y calzoncillos. Y en ese plan.
Al arriba firmante le parece muy bien impedir que los veraneantes llenen de papeles pringosos y latas vacías las islas bajo jurisdicción de la Armada. También me da absolutamente igual que los marinos de guerra, y los militares de carrera, y la gente de armas en general, goce en ocasiones de determinados privilegios, como llevarse el domingo a la familia al club de caballería o a la playa reservada a jefes y oficiales. A cambio de eso, después, cuando hay guerra, puede uno exigirles que se hagan escabechar sin escurrir el bulto. Porque los militares están para eso: para que los escabechen defendiendo a quienes les pagan el sueldo, para pintarse de azul el casco mientras ayudan a la pobre gente en Bosnia, para proteger a los pesqueros españoles -que son tan depredadores como ingleses o franceses, pero al fin y al cabo son nuestros depredadores- en la costera del bonito, o para derramar una lágrima arriando la última bandera cuando, tras el pasteleo de costumbre, entreguemos Ceuta y Melilla. Así que, por mí, si mientras tanto quieren bañarse, que se bañen. Lo que pasa es que, en estos tiempos de austeridad, prefiero que me ahorren el número de zodiac. A algunos, las chulerías oficiales nos gustan con nombre, apellidos y graduación, por favor. Y de uniforme.
4 de septiembre de 1994
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