Vaya por Dios. Resulta que al Vaticano no le gusta que actrices y señoras estupendas como Cindy Crawford y Demi Moore, por ejemplo, posen o hayan posado para portadas de revistas mostrando la desnudez de sus espléndidos embarazos. Mónica Bellucci, la última de la lista, lo ha hecho, según confesión propia, para protestar contra la ley italiana que, gracias al veto de la mayoría parlamentaria católica, impide que las solteras puedan acceder a la inseminación artificial. L’Osservatore romano acaba de calificar el asunto como «exhibición morbosa que priva de voz y voto al ser humano que nacerá», y lamenta comprobar que «la maternidad se ha convertido en una exhibición desacralizada». Y la verdad. Tengo delante la foto en cuestión, y debo discrepar de los pastores de mi alma inmortal. No sólo la señora Bellucci y su magnífica preñez me parecen algo digno de reconciliar al más misántropo con la vida, sino que le agradezco infinito que proclame, una vez más, lo bellísima que está cualquier mujer con una barriga llena de vida y de esperanza. No sé qué clase de morbo experimentarán los del Osservatore, mirándola. A mí lo que me entra es gana de darle a la señora Bellucci bocados en el pescuezo, por madre y por guapa. O, para ser más exactos, por lo guapa que está –insisto: que toda mujer está– cuando se convierte en madre. Aparte que no sé qué tiene que ver la palabra desacralizar con esto. La maternidad es hermosa, plena, misteriosa y fascinante. Lo de sagrada no lo columbro. Lo sagrado no apetece comértelo con patatas.
Mas no para todo ahí. Porque, en la misma onda, la Congregación para la Doctrina de la Fe, antes llamada Santo Oficio –Inquisición para los amigos–, también acaba de proclamarse escandalizada ante lo que se ha visto este pasado verano en esas playas. Y por boca del cardenal Ratzinger invita a las mujeres, entre otras cosas, a mantenerse fieles a su «carácter conyugal», a quedarse en casa «cuidando al otro para el que han sido creadas», a «luchar contra la sexualidad polimorfa» y a «no desear con concupiscencia». Resumiendo: a taparse los ojos, además de las tetas y la barriga. Y en fin. Uno comprende que el cardenal y los obispos, que tienen voto de castidad y toda la parafernalia, desaprueben que las mujeres practiquen con ellos la sexualidad polimorfa y los deseen con concupiscencia, o con lo que sea. Los entiendo y hasta los apruebo, oigan. Meterse a cura es como ser soldado voluntario y que te manden a Afganistán: nadie obliga. Hay reglas y cosas así, uno dice a la orden, y punto. Cumple. Pero alto ahí. Vade retro. Noli me tangere. Que un tío se haga vegetariano no le da derecho a criticar que me guste la ternera.
Lo de la concupiscencia, por ejemplo. Si nos atenemos al diccionario de la Docta Casa a la que acudo los jueves, la palabra significa, matizada por la moral católica, deseo de bienes terrenos y apetito desordenado de placeres deshonestos. Pero ahí, las cosas como son, el tocho de la RAE se queda un poquito corto. En latín antiguo, no eclesiástico, los tiros van más por apetito en general. Creo. Concupisco significa desear ardientemente, anhelar. O sea, tener muchas ganas de algo. De un señor, por ejemplo, en el caso de una señora. O viceversa. Y, la verdad, no sé por qué tiene que ponerle pegas la Santa Madre Iglesia a que las señoras lo deseen ardientemente a uno. Con lo difícil que es, a veces, despertarles la concupiscencia a las que no arrancan en frío. Así que el cardenal y los obispos protestones me parecen unos pelmazos y unos aguafiestas. No fastidien, eminencia e ilustrísimas. Háganme el favor. Al césar lo que es del césar. Los gustos son libres, y no todos preferimos Santa María Goretti a Salomé, ni Ruth a Putifar. Si una noche me corta el pescuezo una Judith, que por lo menos sea después de habérmelo cobrado en carne. Así que si mis primas quieren ser concupiscentes, con su pan se coman lo que se tengan que comer. A mí, ya ven, me encantaría ser objeto del deseo concupiscente y la sexualidad polimorfa –incluso del carácter extraconyugal, si se tercia– de todas las señoras que toman el sol con las tetas al aire en una playa, estén embarazadas como la señora Bellucci, o no. A mí y a cualquier varón normalmente constituido. Para qué les digo que no, si sí. Además, mejor eso que ir por ahí viéndose obligado a empapelar a obispos y a párrocos por esto y aquello, y a cerrar seminarios por lo de más allá. Así que no me tiren de la lengua. Dejen que esas zorras y yo nos condenemos en paz. Plis.
20 de septiembre de 2004
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