El otro día, oyendo la radio, me estuve riendo un rato largo. Y no porque el asunto fuese cómico. Todo lo contrario. Era la mía una risa atravesada, siniestra. Una risa con muy mala leche. Muy de aquí. La de cualquier español medianamente lúcido que ve enfrentadas la España virtual, oficial, y la España real, en cuanto se asoma un rato a observar la demagogia y la tontería que gastamos en este país de gilipollas.
La cosa, como digo, no era de risa. Un periodista entrevistaba por teléfono al padre de una joven asesinada. Tardé un rato en enterarme de que la chica asesinada era gitana, porque el entrevistador no mencionó su etnia. Esto, que en el terreno de lo socialmente correcto resulta, supongo, muy loable, informativamente hablando es una imbecilidad notoria; porque, se pongan como se pongan los tontos del haba y los cantamañanas, el hecho de que alguien sea gitano o no lo sea aclara situaciones que en otros casos tendrían difícil explicación. Decir que dos familias se tirotean, por ejemplo, sin matizar que son familias gitanas y hay de por medio un ajuste de cuentas, es escamotear claves necesarias del asunto; tanto como decir que a una joven la mató su hermano por deshonrar a la familia al llegar a casa faldicorta y maquillada, si no se especifica que hermana y hermano eran de origen marroquí, y este último integrista musulmán. Quiero decir lo obvio: no son los mismos mundos, ni las mismas reglas. No siempre. Olvidar esto acarrea la imposibilidad de comprender y solucionar el problema. Cuando hay solución, claro. Que ésa es otra. Porque sólo los cretinos y los que se dedican a la política –una cosa no excluye la otra– son capaces de afirmar que existen soluciones para todo.
Pero a lo que iba. Cuando al fin me enteré, o deduje, que era un asunto de rapto gitano y asesinato, advertí la parte surrealista del episodio radiofónico: una flagrante confrontación entre la España virtual, encarnada por el entrevistador y su panoplia de clichés de lo supercorrecto y lo megaincorrecto, y la España real, representada por un padre gitano –insisto en el dato étnico– cabreadísimo por la muerte de su hija. Ha pasado el tiempo, decía el entrevistador, y las heridas estarán cicatrizando, ¿verdad?... Cómo van a cicatrisá las jeridas de mi hiha, respondía el otro con mucha lógica forense, si está muerta y remuerta. Me refiero a las heridas morales, a las suyas, apuntaba el fulano de la radio. Quiero decir que el dolor ya no será el mismo, porque el tiempo serena las cosas y tal. ¿No? Pues no, respondía el padre. A mí, fíhese usté, no me serena ná de ná. Me duele iguá ahora que cuando me la mató ese hihodeputa. Su lenguaje de padre afectado –matizaba rápido el entrevistador– es comprensible por la pérdida que tuvo. Pero quizá haya llegado el tiempo del perdón. ¿Del perdón? – saltaba el otro–. ¿Del perdón de qué? Voy a desirle a usté una cosa: desde que ese perro entró en el estaripé, lo tengo controlao. Sé lo que hase, con quién se hunta. Conosco hente dentro, y ahí lo espero. Me pagará lo que me tiene que pagá.
Llegados a ese punto, el entrevistador vio que la cosa se le iba de las manos. Debe usted confiar en la Justicia, insistió. Todos debemos hacerlo, en un estado de derecho. Ahí el padre se calló un momento. ¿Confiá en la Hustisia?, dijo luego. Mire usté. Lo que yo sé de la Hustisia es que a los quinse año un guardia sivil me dio una palisa de muerte porque moyó cagarme en San Apapusio. ¿Estamo o no estamo? Así que confiá, lo que dise confiá, a lo mehó confío. No le digo que no. Pero la Hustisia y el estao de deresho que de verdá no fallan son los de uno. Y le juro que ése no sale del estaripé. Y si por casualidá sale, ahí lo espero. Por éstas. Y que dé grasias su familia que la mía se conforma con eso. En tal punto del diálogo, el entrevistador, claramente descompuesto, buscaba ya el modo de cortar la conexión de forma airosa. Ésa no es forma, farfullaba. Por Dios. El perdón, ejem, la sociedad civilizada, la democracia, los jueces, la Constitución, ya sabe. Glups. Todo eso. Déheme de cuentos shinos, le cortó el padre. A ver por qué tengo yo que perdoná al que mató a mi hiha. Y si no, espere, que se pone mi muhé. La madre. Dígale a ella que confíe en la Hustisia, o que perdone. Que parese usté que no se entera. Oiga.
6 de septiembre de 2004
1 comentario:
Qué manía la no de llamar las cosas por su nombre, la de ser políticamente correctos hablando. Y la cosa en lugar de mejorar empeora cada vez más. Es una especie de miedo mezclado con hipocresía que da bastante asco.
A parte, el entrevistador, dejaba mucho que desear en cuanto a empatía se refiere. ¿En serio se creía que se puede perdonar a alguien que mata a un ser querido o que el dolor disminuye con el tiempo? Que pocas luces...
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