Abro el diccionario Oxford de la lengua inglesa y una palabra sonora, hermosa, afilada como una navaja española me salta a la cara: guerrilla. Y es curioso: veinte años de asistir a carnicerías de variopinto pelaje deberían tenerlo curado a uno, o casi, de estremecimientos patrioteros. Quiero decir que, a estas alturas, la razón suele imponerse al instinto de la tribu, y resulta difícil ver, bajo cada discurso, bandera o fanfarria del tipo nosotros y ellos, ya me entienden, otra cosa que un hijo de perra con galones o corbata que diseña monumentos al soldado desconocido o compone himnos dispuesto a forrarse, emboscado en un despacho de retaguardia, a costa de la sangre y del dolor de los demás. Claro que a lo mejor uno ha pasado demasiado tiempo en los bosques donde crecen las cruces de madera y resulta un descreído recalcitrante, y tras todas esas arengas y discursos tan nacionalistas y tan sublimes, incluso tras los camelos geopolíticos, las gilipolleces étnicas y las tergiversaciones de la Historia urdidas como estrategia, puede ser tan resabiado que no vea legítimas aspiraciones, nobles sentimientos patrióticos que de ese modo se manifiestan. Digo yo que a lo mejor. Es un suponer. O sea.
Pero me desvío de la cuestión. Lo que pretendía decirles es que si alguien no vibra precisamente con la cosa patriotera de lágrimas y churundata es el que suscribe; y eso quiero dejarlo claro antes de ir al grano. Y el asunto es que la nueva edición del diccionario Oxford recoge entre sus 97.600 vocablos, 851 palabras españolas e hispanoamericanas de uso corriente en inglés. Y que entre amigo, gazpacho y otros castizos términos por el estilo, guerrilla reluce con luz propia.
Total. Que uno medita un poco y se dice que hay que fastidiarse, que también podíamos los españoles haber dado al mundo en general y al diccionario ése en particular otra palabra menos bárbara, algo que no oliese tanto a sangre y a degollina. Ternura, por ejemplo. O morriña. O monchetas. Pero no. Resulta que mientras los norteamericanos aportan cocacola, o software, y los franchutes foie-gras, los españoles contribuimos con guerrilla (aunque, bien mirado, peor lo tienen los italianos, cuya palabra más internacional es mafia).
En fin, que uno se lo plantea y dice, a luz de la razón y de todo eso, que no es para sentirse orgulloso el hecho de que guerrilla sea el vocablo español con más solera internacional. Uno se lo dice y se lo repite a sí mismo. Y por eso me avergüenza tanto la sonrisilla involuntaria -guasona, atravesada, y con mala leche, o sea, muy española- que se me puso en la boca cuando le eché el ojo al vocablo, instalado como un tajo de cuchillo entre tanto sereno término anglosajón: Guerrilla. El jodío palabro suena tan español que hace daño. A fin de cuentas, nuestros tatarabuelos, o sea, ustedes y yo, lo acuñamos echándonos al monte con la manta, el trabuco y la cachicuerna, interrumpiendo momentáneamente la tarea secular de ponernos zancadillas unos a otros y acuchillarnos a conciencia para unir esfuerzos degollando franceses: Esos gabachos que nos están tocando mucho las narices con tanta liberté, tanta egalité, y tanta fraternité, paseándose arriba y abajo como Pedro por su casa, dictando leyes, piropeando a las mujeres sin ofrecer tabaco a los hombres, y raptándonos al futuro Fernando VII, que aunque fuese un perfecto hijo de puta, era nuestro hijo de puta.
La palabra guerrilla la regamos bien con sangre para que echara raíces, llevando a ella lo peor y lo mejor de nuestro instinto y nuestra casta, lo más brutal y lo más sublime, desde los goyescos descamisados que escupían a los fusiles que los ejecutaban por rebelión -a veces en ajuste de cuentas entre los propios españoles-, hasta los lobos carniceros que, en los riscos de Despeñaperros, acosaban a los correos franchutes que picaban espuelas por los desfiladeros, agachada la cabeza y rogándole a Dios que los guerrilleros no los capturasen vivos. Guerrilla. Me fascina y me estremece, al mismo tiempo, esa palabra terrible que dejamos como patrimonio a las lenguas que se cruzaron en nuestro camino. Y me estremece por lo mismo que me fascina. Porque reconozco en ella, muy a mi pesar, el peligroso impulso de independencia y crueldad, de heroísmo brutal e inútil, de navaja fácil, de anarquía, emboscada y golpe de mano que sigue latiendo en la sangre de mis paisanos, que es la mía. A pesar del siglo XXI que está en puertas. A pesar de Oxford, de Europa, y de la madre que los parió.
17 de octubre de 1993
Pero me desvío de la cuestión. Lo que pretendía decirles es que si alguien no vibra precisamente con la cosa patriotera de lágrimas y churundata es el que suscribe; y eso quiero dejarlo claro antes de ir al grano. Y el asunto es que la nueva edición del diccionario Oxford recoge entre sus 97.600 vocablos, 851 palabras españolas e hispanoamericanas de uso corriente en inglés. Y que entre amigo, gazpacho y otros castizos términos por el estilo, guerrilla reluce con luz propia.
Total. Que uno medita un poco y se dice que hay que fastidiarse, que también podíamos los españoles haber dado al mundo en general y al diccionario ése en particular otra palabra menos bárbara, algo que no oliese tanto a sangre y a degollina. Ternura, por ejemplo. O morriña. O monchetas. Pero no. Resulta que mientras los norteamericanos aportan cocacola, o software, y los franchutes foie-gras, los españoles contribuimos con guerrilla (aunque, bien mirado, peor lo tienen los italianos, cuya palabra más internacional es mafia).
En fin, que uno se lo plantea y dice, a luz de la razón y de todo eso, que no es para sentirse orgulloso el hecho de que guerrilla sea el vocablo español con más solera internacional. Uno se lo dice y se lo repite a sí mismo. Y por eso me avergüenza tanto la sonrisilla involuntaria -guasona, atravesada, y con mala leche, o sea, muy española- que se me puso en la boca cuando le eché el ojo al vocablo, instalado como un tajo de cuchillo entre tanto sereno término anglosajón: Guerrilla. El jodío palabro suena tan español que hace daño. A fin de cuentas, nuestros tatarabuelos, o sea, ustedes y yo, lo acuñamos echándonos al monte con la manta, el trabuco y la cachicuerna, interrumpiendo momentáneamente la tarea secular de ponernos zancadillas unos a otros y acuchillarnos a conciencia para unir esfuerzos degollando franceses: Esos gabachos que nos están tocando mucho las narices con tanta liberté, tanta egalité, y tanta fraternité, paseándose arriba y abajo como Pedro por su casa, dictando leyes, piropeando a las mujeres sin ofrecer tabaco a los hombres, y raptándonos al futuro Fernando VII, que aunque fuese un perfecto hijo de puta, era nuestro hijo de puta.
La palabra guerrilla la regamos bien con sangre para que echara raíces, llevando a ella lo peor y lo mejor de nuestro instinto y nuestra casta, lo más brutal y lo más sublime, desde los goyescos descamisados que escupían a los fusiles que los ejecutaban por rebelión -a veces en ajuste de cuentas entre los propios españoles-, hasta los lobos carniceros que, en los riscos de Despeñaperros, acosaban a los correos franchutes que picaban espuelas por los desfiladeros, agachada la cabeza y rogándole a Dios que los guerrilleros no los capturasen vivos. Guerrilla. Me fascina y me estremece, al mismo tiempo, esa palabra terrible que dejamos como patrimonio a las lenguas que se cruzaron en nuestro camino. Y me estremece por lo mismo que me fascina. Porque reconozco en ella, muy a mi pesar, el peligroso impulso de independencia y crueldad, de heroísmo brutal e inútil, de navaja fácil, de anarquía, emboscada y golpe de mano que sigue latiendo en la sangre de mis paisanos, que es la mía. A pesar del siglo XXI que está en puertas. A pesar de Oxford, de Europa, y de la madre que los parió.
17 de octubre de 1993
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