domingo, 19 de diciembre de 1993

Kalashnikov


Como tantas otras cosas, al Kalashnikov se lo cargó la perestroika. Ustedes saben que el Kalashnikov es un fusil de asalto comúnmente conocido en sus modalidades AK-47 o AKM, que sirve para disparar muchos tiros aunque llueva, haga calor, hiele o el arma esté llena de barro. El Kalashnikov es una especie de todo terreno de los artilugios bélicos, barato, simple y resistente, cuya imagen -recuerden su conocido y característico cargador curvo- se ha asociado, durante décadas, a los movimientos revolucionarios y de liberación, a las guerrillas de más de medio mundo.

La primera vez que lo vi en persona, al natural, fue en 1974. Lo empuñaba un guerrillero palestino y le hice una foto. Reconozco que contado así, en frío, suena fatal. Pero he de matizar en mi descargo que, por aquel entonces, un Kalashnikov era para un joven reportero lo que para un músico un Stradivarius. Añadiré, para los meapilas, que gustan de justificaciones morales y cosas así, que esa arma, por aquel entonces, era prácticamente el símbolo de los muchos pueblos que aún creían poder ganar su libertad a tiro limpio. Ignorantes, dicho sea de paso, de que las libertades se ganan a tiro limpio y se pierden después del último tiro, cuando los revolucionarios toman el palacio presidencial y llegan los truhanes, los mangantes y los mercachifles emboscados, Pasa jubilar a los de la escopeta y hacerse cargo ellos de la situación.

El caso es que, cuando todavía eran soviéticos, los rusos se forraron a base de inundar de Kalashnikov los mercados de armas internacionales. Salían en cajas rotuladas, por ejemplo, como maquinaria industrial, con destino oficial a Burundi, y luego aparecían en manos del Vietcong, los Tupamaros, la guerrilla angoleña o el Polisario. El Kalashnikov le puso fondo sonoro a la historia de medio siglo XX. Sostuvo utopías y perpetró atrocidades. Tradujo a su lenguaje brutal, inapelable, lo mejor y lo peor, el heroísmo y la barbarie del hombre, del ser humano a cuyas manos y pensamiento servía. Durante muchos años vi a innumerables hombres y mujeres dormir abrazados a su Kalashnikov como abrazados a un sueño: palestinos, sandinistas, farabundos, eritreos, mozambiqueños, muyahidines, bosnios. En la última imagen que se conserva de Salvador Allende, momentos antes de su muerte en el palacio de la Moneda, aquel presidente gordito, consecuente y valeroso lleva un casco de acero en la cabeza y empuña un Kalashnikov AK-47. A mi amigo Belali Uld Maharabi, saharaui, que había sido cabo del ejército español hasta que España le escupió a la cara, lo mataron en Uad Ashram en 1976 con un Kalashnikov en la mano. Y en algunas fotos que hice por ahí, por esos mundos, hay guerrilleros desharrapados y valientes que levantan el Kalashnikov en alto, como una bandera.

Y ahora abro un periódico y resulta que la factoría de Tula, una de las dos que fabricaban ese fusil en la antigua Unión Soviética, está en plena reconversión porque, en los últimos años, las ventas han caído en picado, de 200.000 a 40.000 unidades anuales. El fin de la guerra fría, la desmilitarización de la antigua URSS y su liquidación como gran potencia internacional les han dado la puntilla a las exportaciones masivas de antaño. No porque no haya guerras que absorban la producción, sino porque la fragmentación actual de los escenarios bélicos se nutre de otros arsenales más localizados: armas de antiguos ejércitos reconvertidos en milicias, intercambios entre vecinos, etcétera. O sea: yo te doy los fusiles de la antigua policía ucraniana y a cambio tú me das el monopolio del tráfico de heroína, y cosas así.

En cuanto al resto del mundo, casi todas las viejas revoluciones ya triunfaron; luego sería una estupidez hacerlas otra vez. Cierto es que en la mayor parte de los sitios muy pocas cosas han cambiado, y por algún curioso fenómeno físico sigue detentando el poder una cantidad increíble de hijos de puta. Pero la revolución, lo que se dice la revolución, ya está hecha y a menudo enterrada. Basta darse una vuelta y ver los monumentos al héroe desconocido, al soldado del pueblo, a la independencia. Ver, por ejemplo, a Pinochet ejerciendo de abuelito venerable; a los ejecutores de Ceausescu vendiéndonos una moto pintada de verde, como si no los hubiéramos visto a todos ellos jaleando al conductor igual que si fueran palmeros finos.

Me van a perdonar ustedes, pero siento nostalgia del viejo Kalashnikov. De aquellos tiempos en que se levantaba como una bandera de libertad y todos creíamos saber contra quién dispararlo.

19 de diciembre de 1993

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