En cierta ocasión dijo mi padre que lo malo de vivir demasiado tiempo es
que hay muchas cosas amadas que acabas viendo desaparecer. En su
momento me pareció una frase entre muchas, pero con los años he
comprobado su exactitud. Cuando eres niño o jovencito todo parece
inmutable, eterno. Crees firmemente –de no ser así, a esa edad la
incertidumbre sería insoportable– que el mundo que conoces se mantendrá
siempre con idéntico aspecto y poblado por las mismas personas. Que en
el mapa de tu vida existirán siempre las mismas referencias.
Sin embargo, el tiempo demuestra que no ocurre de ese modo, pues toda
vida –esto ya no lo dijo mi padre, sino que lo escribió Scott
Fitzgerald– es también un proceso de demolición. Los años implican
lucidez y evolución hacia lugares interesantes, pero incluyen estragos y
destrucciones en el paisaje y en uno mismo. Las inocencias se atenúan,
numerosas palabras que antes eran decisivas empiezan a escribirse con
letra minúscula, y personas que tuvieron peso extraordinario en tu vida
se alejan, o cambian como también tú lo haces, o sencillamente mueren.
Para los que hemos conocido una existencia más bien nómada, los lugares
son importantes. Fijan las coordenadas que durante mucho tiempo nos
dieron anclajes o ilusión de estabilidad. En la vida que llevé, y que en
cierto modo todavía llevo, ciudades, hoteles, restaurantes, librerías,
así como a menudo personas relacionadas con ellos, tuvieron siempre una
importancia decisiva. Fueron, incluso, trasunto del hogar que en esos
momentos no tenía, hasta el punto de convertirse ellos mismos en hogar
confortable. Por eso son tan frecuentes, en mis novelas o artículos,
referencias de esa clase: sitios y personajes, unas veces transformados
en literatura y otras contados tal como fueron, o todavía son.
Considerada desde ese punto de vista, la lista de bajas en una memoria
de esa clase supone un ejercicio de melancolía. Ni siquiera el hábito de
ver destruirse cosas de forma violenta, derrumbarse mundos enteros en
guerras y catástrofes, que ayuda mucho, endurece lo suficiente. Vacuna,
quizá, frente a la sorpresa y permite mirarlo con lucidez más o menos
serena; pero el dolor de la pérdida, o las continuas pérdidas, sigue
siendo intenso. Pasear por la rue Saint André des Arts de París y
comprobar que todas las librerías de viejo donde entrabas con veinte
años y avidez de cazador han desaparecido, puede ser tan doloroso como
comprobar que ya no volverás nunca a comer o cenar en tu vieja Munich de
Buenos Aires, o que la punta de la Aduana de Venecia, que de noche era
el lugar más solitario y bello del mundo, sea un infierno japonés desde
que abrieron un museo justo al lado.
Es lo que hay, y no queda sino aceptarlo. Asumir sentirse a veces, o a
menudo, como el príncipe Salina paseando por Palermo al final de El
Gatopardo. Todos nosotros, lugares y personas, llegamos y nos vamos.
Cedemos espacio a quienes empiezan un camino que ya no es el nuestro.
Pensaba en eso no hace mucho en México capital –que ya tampoco se llama
Deefe–, sentado por última vez en la Cantina Salón Madrid. Durante toda
mi vida mexicana, larga de treinta años, ese modesto bar de la plaza de
Santo Domingo fue allí mi lugar favorito: una cantina clásica, barata
hasta lo cutre, con parroquianos bigotudos y peligrosos, asientos
acuchillados a navajazos, una rockola donde escuchaba a José Alfredo,
Vicente Fernández y los Tigres del Norte, y una extraña pareja, un
matrimonio que servía tequila reposado y milanesa de carne cortada en
trocitos. Pasé allí muchos días felices, incluida una mañana de
brevísima y silenciosa amistad con un hombre solitario que sentado en
otra mesa, la cabeza entre las manos y tequila tras tequila delante,
coreaba las canciones que yo iba poniendo. «Cuando estaba en las
cantinas –decía una de las letras– no sentía ningún dolor».
Siempre supe que llegaría este momento, y al fin llegó. En mi última
visita, el viejo matrimonio ya no estaba allí, y la Cantina Salón Madrid
se había transformado en un bar puesto al día, con nueva decoración y
copas convencionales. De la rockola habían sido barridos sin piedad
rancheras y narcocorridos: sonaba Shakira.
Había camareros jóvenes y chicos alegres y vitales tomando cerveza en la
mesa donde una vez, junto a mí, un hombre solitario había cantado al
compás de su corazón destrozado. Me pregunté si habría encontrado otra
cantina donde no sintiera ningún dolor.
29 de abril de 2018
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