El otro día vi una foto de Paco Rabal en un periódico y me quedé un rato largo mirando ese careto impagable de abuelo duro, masculino, devastado por el tiempo y por la vida, con más cicatrices que el lomo de Moby Dick. La foto era muda, claro, y faltaba esa voz ronca, quebrada igual que Cascajo, que Imanol Arias, cuando se toma un par de orujos después de la cena, imita como nadie. Así que para oír la voz, fui donde guardo los vídeos y allí, entre Misión de audaces, de John Ford, y Los siete samurais de Kurosawa, estaba Amanecer en Puerta Oscura, aquella historia que rodó José María Forqué en 1957. Y allí salió Paco Rabal de bandolero Juan Cuenca, asaltando el colmao de un pueblo de Ronda, y al final, en la inolvidable secuencia del indulto, encarándose al Cristo para gritarle: «Te has equivocao Jesús. Yo tengo las manos manchadas de sangre. Te has equivocao». Después, todavía con la carne de gallina, puse la primera cinta de Juncal, aquella serie de Armiñán para la tele. Y aunque ya la he visto treinta veces, me quedé enganchado de nuevo, como un pazguato, con mi viejo paisano encarnando a José Álvarez, Juncal, que es un torero / más artista que Belmonte / más valiente que Espartero. El papel más extraordinario que Paco Rabal ha interpretado en su dilatada y fértil vida. Cómo me gusta la cara ele ese fulano. Su voz quebrada, sus ojos, sus maneras. Ese tajo en la nariz que parece chirlo de navaja, y uno asocia, sin quererlo, a bronca de sudor y vino y cachicuernas en el Café de la Puñalá, a copia y guitarra, a calaveras de plomo de Guardia Civil caminera. A España de camisa blanca y traje de pana los domingos, a republicano en Argeles, a legionario en Tauima, a truhán en la estación de Atocha, a maquis cruzando la muga con un metro de nieve y un chusco de pan en el zurrón. A actriz sueca a la que le dan las suyas y las de un bombero en la roulotte, entre dos tomas del rodaje de una película de Samuel Bronston. A noches de humo de cigarros, conversación, recuerdos, confidencias, vida. Un día, y espero que tarde mucho, ese viejo jabalí lleno de cicatrices palmará, como palmaremos todos; y ese mundo que lleva en los ojos y en la mamona se irá con él para siempre. Y entonces perderemos el culo para sacarlo en telediarios, y en las revistas, y en hacerle homenajes póstumos que a él, a esas alturas de la feria, se la van a traer ya bastante floja.
No hay mayor homenaje que sentarse a su lado y escuchar. Y más en este país donde somos cada vez más huérfanos, y apenas queda gente a la que llamar todavía maestro. En otros lugares, la gente envejece protegida por el respeto que inspiran su vida y su experiencia. Compartas o no sus puntos de vista, amigos o enemigos, esos viejos mitos son referencias necesarias, derroteros, libros de faros, avisos a los navegantes. Aquí, en esta España suicida, ingrata y sin memoria, nos estamos quedando sin referencias culturales. Cada vez que desaparece uno de nuestros mayores es como cuando se quema un museo o una biblioteca: un pedazo irrecuperable de nuestra historia y nuestra mamona desaparece con ellos, para siempre. En este país de cultura de diseño, de actores, y actrices kleenex, que duran tres o cuatro películas y desaparecen sin haber interpretado de verdad nada en su puñetera vida, y donde basta una portada en El Semanal para poner de moda a una niña que pasaba por la calle y el productor la vio beberse con extraordinario talento una cerveza, llegas a viejo con el curriculum de Paco Rabal, de Fernando Fernán Gómez, de Torrente Ballester, Delibes o algún otro de nuestros últimos y maravillosos dinosaurios, será imposible dentro de diez o doce años. Estamos asistiendo al ocaso de los últimos grandes monstruos de la cultura española, mientras vienen los gringos a darnos por saco a todos. Qué pena que a mi sobrino —gracias a Dios todavía se llama Pepe, y no Jimmy ni Vanesso le suenen más Leonardo di Caprio y Pamela Anderson que Paco Rabal o Concha Velasco. Qué tristeza que los jóvenes no aprovechen, no acudan a ellos para conversar, para disfrutar, para aprender, antes de que esos personajes maravillosos y sabios se vayan apagando uno tras otro, para siempre. Pero ahora los niñatos —Kronen— prodigio ya debutan de estrellas, y se inician a muy temprana edad en la trampa de creer que uno lo sabe todo sin necesidad de preguntar a quienes saben.
Perdónalos. Paco, paisano, Juncal, maestro. Porque no saben lo que hacen.
1 de septiembre de 1996
No hay mayor homenaje que sentarse a su lado y escuchar. Y más en este país donde somos cada vez más huérfanos, y apenas queda gente a la que llamar todavía maestro. En otros lugares, la gente envejece protegida por el respeto que inspiran su vida y su experiencia. Compartas o no sus puntos de vista, amigos o enemigos, esos viejos mitos son referencias necesarias, derroteros, libros de faros, avisos a los navegantes. Aquí, en esta España suicida, ingrata y sin memoria, nos estamos quedando sin referencias culturales. Cada vez que desaparece uno de nuestros mayores es como cuando se quema un museo o una biblioteca: un pedazo irrecuperable de nuestra historia y nuestra mamona desaparece con ellos, para siempre. En este país de cultura de diseño, de actores, y actrices kleenex, que duran tres o cuatro películas y desaparecen sin haber interpretado de verdad nada en su puñetera vida, y donde basta una portada en El Semanal para poner de moda a una niña que pasaba por la calle y el productor la vio beberse con extraordinario talento una cerveza, llegas a viejo con el curriculum de Paco Rabal, de Fernando Fernán Gómez, de Torrente Ballester, Delibes o algún otro de nuestros últimos y maravillosos dinosaurios, será imposible dentro de diez o doce años. Estamos asistiendo al ocaso de los últimos grandes monstruos de la cultura española, mientras vienen los gringos a darnos por saco a todos. Qué pena que a mi sobrino —gracias a Dios todavía se llama Pepe, y no Jimmy ni Vanesso le suenen más Leonardo di Caprio y Pamela Anderson que Paco Rabal o Concha Velasco. Qué tristeza que los jóvenes no aprovechen, no acudan a ellos para conversar, para disfrutar, para aprender, antes de que esos personajes maravillosos y sabios se vayan apagando uno tras otro, para siempre. Pero ahora los niñatos —Kronen— prodigio ya debutan de estrellas, y se inician a muy temprana edad en la trampa de creer que uno lo sabe todo sin necesidad de preguntar a quienes saben.
Perdónalos. Paco, paisano, Juncal, maestro. Porque no saben lo que hacen.
1 de septiembre de 1996
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